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Hasta ahí todo conforme. Pero el fisioterapeuta tenía un dato extra: justo el sábado 15 de octubre, Lindell había recibido una sesión extra. No aparecía en el calendario habitual del terapeuta porque se había realizado en fin de semana, el único tiempo que tenía libre esa semana. Había colocado a Lindell en una máquina que estiraba la espalda para reducir la presión en las vértebras. Lindell había llegado tras el almuerzo, lo habían colocado en la máquina y había permanecido allí toda la noche. Era una clínica privada con poco personal tras las horas de oficina, pero durante la tarde y la noche lo controlaron a intervalos regulares, y por la mañana seguía allí. Según el terapeuta, «pondría la mano en el fuego» a que Lindell no habría podido salir del aparato y volver a meterse en él sin ayuda. Al parecer es un procedimiento complicado, con cuerdas y una correa de cuero difícil de manejar.

Cuando me informaron, volví a ver a Lindell. Hacía cuatro meses que estaba en la cárcel, y no le había sentado nada bien. Piel mate, mirada perdida, respuestas inconexas, pequeñas manchas de saliva en las comisuras de los labios. Pero al final conseguí sacarle que recordaba haber estado echado en la «cuna para la espalda» toda la noche. «Era bastante agradable.» No recordaba qué día había sido eso, y pareció, o lo escenificó bien, asombrado y confundido cuando escuchó que Gabriella Dahlström había sido asesinada justo esa noche. En lo referente a la confesión, ahora afirmaba que él no había querido decir que hubiera sido el autor material del asesinato, pero que era culpable porque no había logrado protegerla. Opinaba que, siendo su novio, debería haberlo impedido. El caso de Bosnia siguió sin aclararse (nunca se lo comunicamos a las autoridades militares; aún no sé si hicimos bien o mal).

Con esta nueva información, nada se tenía en pie, concluyó la fiscal, tal vez los interrogatorios no fueron lo suficientemente claros. A diferencia de Sonja y de mí, ella no había visto a Lindell durante los interrogatorios y creía completamente en la coartada del aparato para la espalda.

Yo tenía mis dudas. Pensé que Lindell podía haber descubierto una oportunidad perfecta para matar a su novia y tener al mismo tiempo una coartada si era capaz de escabullirse y de volver a meterse en la máquina. No era una sección cerrada, averigüé. Y a pesar de las cuerdas y correas, tampoco podía ser tan difícil salir y volver a meterse en ella.

Pero lo que yo creyese no tenía interés. Lindell fue puesto inmediatamente en libertad. Vi que pasó a buscarlo un hombre de unos cuarenta años, de cabello ralo y claro; luego oí que era Arvidsson, el sacerdote con el que estaba en contacto.

«Una debacle», soltó la fiscal, pero se conformó con que al menos el caso no había llegado todavía a juicio público. Y como por nuestra parte habíamos logrado mantener a los medios de comunicación al margen, no tuvo consecuencias directas. Podíamos librarnos de las posibles indemnizaciones porque existía una confesión que parecía real. «¿Es que no tienes lengua, hombre? -le dije a Lindell-. Si eres inocente, ¡podrías haberlo dicho en lugar de estar aquí encerrado durante meses!» Y lo que contestó ese pirado fue algo así como que se lo merecía porque de todas formas era culpable «de otra manera».

Sonja era prudente. Quizá había una «reasonable doubt», así lo dijo. No sabía qué pensar del aparato para la espalda. Estuvimos sentados un buen rato en mi despacho, ella y yo. El cielo de la primavera temprana se abría azul claro y la llanura blanca tenía ahora algunas manchas de un pardo amarillento. Parecía imposible que se hubiera producido un asesinato. Ese caso era para mí un misterio con una solución paradójica que hace que todo se vea bajo una nueva luz. Si la única relación cercana de Dahlström no había cometido el asesinato y no podía ser un asesino en serie porque habían pasado cuatro meses y no había serie alguna, la conclusión era que el asesinato no había tenido lugar.

¿Qué había sucedido entonces en Stensta?, nos preguntábamos. Dahlström se suicidó, se colgó de un árbol con una cuerda que se llevó el viento, pero antes se había desnudado, se había grabado una letra en el estómago, se había sacado los ojos y se los había comido. O las urracas picotearon los ojos y algún transeúnte se llevó la ropa. O quizá no había ningún cadáver, solo una muñeca que el departamento de medicina forense había construido para marearnos. O no había asesino porque, acuciado por la angustia, se había ahogado en un pantano.

Es la manera que tiene uno de bromear cuando está cansado y enfadado. Pero al final volvimos a las dos alternativas realistas. Nadie más tenía motivo para matar a Gabriella Dahlström. Lo que significaba que, o bien Lindell era culpable a pesar de todo, o bien el Cazador era otro individuo enfermo que mataba al azar. Quizá había quedado tan conmocionado la primera vez, que no había vuelto a hacerlo, pero seguramente era un depredador que aguardaba su hora para volver a atacar.

Solo podíamos esperar. Casi lo veía en casa por las noches: sus ojos en la oscuridad. A veces desaparecían, porque los cerraba y pensaba en algo. Luego estaban otra vez allí, brillantes.

Acontecimientos del 2 de marzo de 2006

A pesar de todo, no pude seguir esperando. Una tarde busqué en el archivo los papeles de Gabriella Dahlström. Todo lo que teníamos se había guardado en tres grandes cajas de cartón como posibles pistas. Por supuesto, las habíamos revisado antes, pero no habíamos hallado nada digno de interés, solo algunos datos sobre Olkiluoto en el ordenador y correos electrónicos dirigidos a algunos periódicos. Habíamos hecho un seguimiento, y los demás papeles nos habían parecido antiguos y sin interés, especialmente cuando Lindell se convirtió tan pronto en el sospechoso principal y fue detenido.

Ahora volví a revisar las cajas. Fotos familiares, Gabriella cuando era una adolescente con melena corta castaña, con sus padres, maltrechos pero sonrientes delante de una granja en el campo. Retratos de compañeros de escuela. Antiguas calificaciones y cuadernos de redacción con un estilo joven y pulcro. Diploma de natación, graduación del instituto de Ekenäs: cum laude en lengua materna y matemáticas, magna cum laude approbatur en inglés.

En el fondo de la caja, con los cuadernos escolares, había un fajo de papeles que parecían igual de antiguos y que por eso mismo nos los habíamos saltado. Cuando los hojeé, vi que en realidad eran relativamente recientes, referidos a Olkiluoto y los problemas que afirmaba que tenía la central.

Quizá contuvieran una pista, un secreto que explicara que Gabriella Dahlström había sido víctima de un asesinato premeditado realizado por alguien que no era Lindell. Alguien que había querido quitarla de en medio y que, cuando lo imprescindible estuvo hecho, había parado de matar.

Empecé a leer.

Relato de Gabriella

Permítame que primero diga esto sobre mi realidad en este momento: sé algo acerca de mi trabajo. Si lo hago público se armará jaleo, será un acontecimiento mediático que tendrá graves consecuencias.

Pero decirlo es una cosa y atreverse a hacerlo, otra muy distinta. El camino es muy largo y me preparo con cuidado, en particular sentándome a escribir sobre mi vida. Intento mostrar desde el principio la personalidad que debe ponerse en juego contra personas que tienen mucho más poder que yo.

Me llamo Gabriella Evelina Dahlström y tengo treinta y cuatro años. Vivo desde mediados de los noventa en Forshälla, pero nací en Bromarv (en realidad, en la maternidad de Ekenäs). Fue un hecho dramático, no solo para mí, que salí al mundo gritando, sino también para mamá. Tuvo que luchar mucho para sacar a este poco cooperativo bulto de músculos y huesos. Estuvo veintidós horas echada, gritando y arañando a las enfermeras en los brazos, y se rompió el índice izquierdo cuando, desesperada, chocó contra las barras metálicas de la cama. Tan fuerte era mi resistencia.