En el pasillo estaba papá retorciéndose las manos y preguntando a cuantos pasaban por allí cómo iba y si acabaría pronto. Una vez mamá gritó tanto que él entró corriendo, pero enseguida lo echaron de allí. «Elin era como un animal furioso con ojos que parecían ciegos de oscuridad. No creo que me reconociera siquiera.» Me lo contó una de esas veces en que íbamos a pescar los dos solos. Aún recuerdo su voz tensa y baja, y sus ojos fijos en los peces que yacían muertos en la red.
Era una pieza importante del rompecabezas que tuve que recomponer en mi pequeño cerebro de niña para averiguar cómo había nacido. Mis padres solo se atrevían a contarme, por separado, retazos de lo que sucedió entonces, el 14 de junio de 1971.
Cuando por fin lo supe todo -o pensé que lo sabía-, me sentía culpable a menudo. Miraba de reojo a mamá para ver si en lo más profundo me odiaba, aunque pareciera tierna y cariñosa. Cuando decía algo como «Ahora vas a ser una niña buena», yo entre líneas escuchaba «Es lo menos que puedo pedirte, después de lo que me hiciste». Y a pesar de que yo siempre era buena, aunque estaba algo cansada y triste en ocasiones, sentía algo distinto cuando mamá me daba las buenas noches y yo me quedaba un rato despierta. Veía que esa cara que se apartaba de mí cuando había apagado la luz se convertía en algo con refulgentes ojos negros y una mandíbula enorme. El morro de la bestia y la cara normal de mamá se me aparecían en fogonazos en la oscuridad que me rodeaba.
Allí viví toda mi infancia y mi juventud, en Bromarv. Al final de un largo y penetrante golfo teníamos una granja con veinte vacas, cuatro o cinco cerdos, dos caballos, un tractor y un montón de gallinas. Con eso se podía vivir en aquella época, incluso bastante bien. Teníamos una casa grande con camino de entrada de grava, y yo tenía mi propia habitación con una cama grande y muchos juguetes.
Me sentía segura porque mamá y papá siempre estaban en casa. Pero al mismo tiempo siempre estaban en el trabajo. Mamá cocinando y ordeñando, papá con los campos, las máquinas y los papeles en su despacho. No puedo decir que en aquella época realmente echara de menos nada, pero como hija única me sentía a menudo sola y aburrida.
Entonces salía y cantaba. Es lo que recuerdo con más claridad cuando miro hacia atrás: una niñita que está en el patio o en el establo, entre filas de vacas, y que va por ahí cantando, con un bastón o una rama en la mano. Había aprendido las canciones escuchando a mamá en la cocina, pero también me inventaba otras. Eran como monólogos largos, medio melódicos, algo litúrgicos. Pero solo recuerdo el comienzo de una: «Lina, la pequeña Linusja, caminaba por el bosque sola, cuando se encontró con una liebre y empezó a hablar con ella».
Por supuesto, también recuerdo la escuela, el olor a lana húmeda, las largas tablas del suelo pintadas de marrón, los pupitres con la tapa inclinada para escribir, pero que para comer podías ponerla horizontal y sujetarla con un palo. No había comedor, una mujer delgada y malhumorada nos repartía la comida en el vestíbulo y volvíamos a los pupitres a comer.
A mí me daba miedo ir al baño en la escuela. Las niñas mayores estaban allí chismorreando sobre sus cosas y se metían con las pequeñas. La necesidad de hacer pipí es otra de las cosas que recuerdo con claridad de mis primeros años en la escuela.
En el pueblo solo había una escuela de primaria. Luego, a los once años, tuve que empezar a ir a la ciudad, a Ekenäs. Mis amables padres me hubieran llevado hasta allí, veintiocho kilómetros ida y vuelta cada día, pero no me importaba ir en autobús, por la compañía. El autobús y los recreos eran el tiempo que tenía para jugar y hablar con los demás.
Mi mejor amiga se llamaba Tiina. Su madre hablaba finlandés, por eso escribía Tiina con dos íes, pero ella hablaba sueco, igual que yo. Subía al autobús dos paradas después que yo, por lo que podíamos hablar casi todo el trayecto. Ella tenía hermanas, por lo que seguramente me necesitaba menos que yo a ella, pero nunca lo demostró. Hablábamos de nuestra familia y jugábamos a entrechocar las manos siguiendo unas pautas rápidas. Intercambiábamos frutas y golosinas y éramos «Lina y Tiina, Tiina y Lina», como solía decir la gente cuando nos veía juntas. Por eso, cuando nos encontrábamos, decíamos «Lina y Tiina», a modo de saludo, y nos despedíamos diciendo «Tiina y Lina». Habíamos prometido que siempre seríamos amigas. Por la ventanilla del autobús veía cómo saltaban sus trenzas rubias cuando corría por el camino hacia su casa.
Pasados varios años, soltó sus trenzas y su hermoso pelo brillante como el oro caía libre como una cascada hasta medio camino de la cintura. Era el bellezón de la clase, por la que todos se sentían atraídos, y yo estaba orgullosa de ser su amiga. Pero en octavo, cuando teníamos catorce años, el profesorado masculino empezó a hablarle de manera distinta y se hizo amiga de los chicos. Uno de ellos se llamaba Tony. Olía a loción de afeitar y se sentaba a menudo al lado de Tiina en el autobús de vuelta a casa, aunque yo siempre intentaba hacerlo. Al final empezó ella también a sentarse a su lado camino de la escuela. Él subía antes que yo, así que no podía hacer gran cosa si ella elegía sentarse con él aunque yo también estuviera esperándola. A veces seguía viajando conmigo, pero al poco tiempo nos distanciamos del todo. Ella se echó novios de verdad, más serios que Tony, y solo hablaba conmigo de vez en cuando. «Tiina y Lina» ya no existía, yo era solo Lina.
Una noche, desde la habitación contigua a la cocina, oí que mamá y papá hablaban sobre que seguramente sería más difícil para mí perder a mi mejor amiga. ¿Por qué más difícil?, me pregunté, y entré en la cocina a indagarlo. Entonces intercambiaron unas miradas y luego me contaron que yo había tenido una melliza, una hermanita que había muerto a mi lado en el útero. Por eso fue tan difícil el parto. Y quizá por eso era tan importante para mí tener una amiga del alma, me explicó mamá, porque de algún modo había tenido una antes de nacer. «No idéntica, pero casi», dijo.
Allí estaba yo mirando fijamente el hule de cuadros verdes de la cocina, en silencio. Fue un choque mayor que la imagen de mamá como una bestia salvaje. Resulta que había tenido una melliza que estaba unida a mí y que vivió en el vientre de mamá durante casi toda mi estancia allí. Me llevó un momento entenderlo e imaginarlo. Entonces sentí tristeza de que mi hermana hubiera muerto, pero luego algo distinto fue creciendo en mi interior. Una ira roja se esparció sobre el duelo blanco. «¿Por qué no me lo habíais contado? -grité-. Tendría que haber sabido que había una niña muerta en el camino, ¡que yo no tuve la culpa de que el parto fuera tan difícil!» Papá se quedó inmóvil con la taza de café en la mano. «Pero, hija mía, ¿quién ha dicho nunca que tú tuvieras la culpa?» «¡Siempre lo he pensado!», grité yo con la voz rota por el llanto, y luego salí corriendo. Nunca me ha gustado que me vean llorar.
Más tarde empecé a darle vueltas a otra cosa. ¿Por qué murió mi melliza? ¿Porque yo la arrinconé y ocupé el lugar que ella necesitaba para vivir? Quizá habíamos luchado entre nosotras en la oscuridad del líquido amniótico. Una lucha por quién de las dos viviría, dado que no había suficiente alimento y espacio para ambas. Pero cuando por fin me atreví a preguntarle a mamá, me contó que le habían hecho la autopsia y que esta demostró que mi melliza tenía un defecto que la había conducido a la muerte. Nada que ver conmigo.
Sin embargo, he sentido mucho tiempo una especie de culpabilidad por haber tenido una hermana que murió. Aunque ahora prefiero pensar en ello como en una fuerza. Soy fuerte: ya al comienzo de mi vida salí indemne de situaciones difíciles. Y en cierto modo llevo dos vidas dentro de mí. Vivo por mí y por mi melliza. Eso me da fuerzas también para hacer lo que ahora tengo que hacer.