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Comparada con Tiina, yo no era -o no soy- nada especial. Suena bien decir que soy morena, pero en realidad tengo un pelo de un color castaño oscuro insulso que cae como una cortina sin brillo. Por desgracia, mis ojos no son marrones sino algo indefinidos entre gris y azul, más bien pequeños. La nariz es un poco demasiado larga, pero por lo demás tengo un rostro de proporciones normales y una buena dentadura. Río con facilidad, aunque solo lo hacen los labios. No sé iluminar la cara desde dentro, como hacen otros cuando ríen. En lo que se refiere al cuerpo, no estoy gorda, pero sí algo rellena como para decir que soy esbelta, y bien podría haber tenido los pechos un poco más grandes. En conjunto, no tengo defectos concretos, pero he tenido que acostumbrarme a no ser de esas mujeres a las que los chicos y los hombres se acercan espontáneamente.

Por otra parte… no estoy segura de si debo escribir esto, pero es parte de mi realidad, así que ¿por qué no? Resulta que me parece que ejerzo una extraña atracción en las mujeres. Cuando era más joven lo tomé como amabilidad; apenas sabía que las lesbianas existían. Después he comprendido el impulso de la profesora que me invitó a su casa para tomar una sauna o de la señora de la librería de Ekenäs que siempre, ya desde la segunda vez que entré, me abrazaba como a una amiga íntima a la que había recuperado.

Allí, en mi tierra, la cosa nunca llegó a más, pero el primer otoño de mis estudios fuera de casa, conocí en el bar de un hotel a una mujer de unos treinta años, bien vestida y elegantemente maquillada. Su conversación era agradable y yo intentaba practicar mi finlandés. Durante el transcurso de la velada se me fue acercando cada vez con más descaro desde su taburete en la barra y al final, poniendo su mano sobre mi muslo, me preguntó si quería ir con ella a su casa. Por supuesto le dije que no, pero en todo caso comprendí lo que pretendía.

De camino a casa recordé, como una revelación súbita, a la profesora de la sauna. Cómo había insistido en restregarme el cuerpo con una toalla grande roja y cómo olfateaba mi pelo «porque el champú huele tan bien». De vuelta en mi cuarto de estudiante, me coloqué desnuda frente al espejo para ver si había algo mal en mí, si parecía un hombre o algo así. Creo que incluso lloré un poco.

Pero se me pasó. Hoy este asunto me parece divertido, aunque resulta molesto a veces. De vez en cuando alguna me tira los tejos. Hay más mujeres a las que les gustan las mujeres de lo que se cree, por lo menos el ligoteo y el toqueteo. Es algo que resulta evidente cuando eres un chick magnet como yo. Hace unos años oí esa expresión en una película americana y me reí. Se refería a un coche bonito, pero me daban ganas de gritarle al chico que lo tenía: ¡Elígeme a mí, yo soy un chick magnet!

La mayoría de las veces no hay problema, pero ahora hace varias semanas que me corteja descaradamente una mujer hombruna y de constitución fuerte. Parece que vive cerca de mi casa, aquí, en Stensta, y se me ha acercado varias veces en la calle y me ha invitado a su casa con la táctica del «¡Vamos, no seas tímida, en realidad tú también quieres!». Cuando le digo que no, sigue caminando un rato conmigo. Una tarde, hace cosa de una semana, fue realmente desagradable, me pareció que me seguía por la calle Torkel y luego por el sendero que suelo tomar camino a casa. Después de ese día no he vuelto a verla.

Volvamos a la adolescencia. Tras la traición de Tiina -así lo viví yo entonces-, tuve una temporada bastante solitaria, pero al final también yo encontré un novio. O Robert me encontró a mí en el invierno de mis quince años y medio. Es extraño pero no recuerdo cómo nos conocimos. De pronto, simplemente estaba ahí, con sus dientes desiguales en una gran sonrisa, sus granos y su pelo rubio, peinado y mojado. Soy su novia sin que nunca se haya dicho, como en un sueño, en que solo uno siente cómo son las cosas. De repente está sentado a mi lado y tiene derecho a tocarme los pechos y a intentar besarme de manera que nuestros dientes chocan como una tapadera contra el borde de una cacerola que no le corresponde. Sin embargo, de alguna forma era lo correcto, yo «amaba» a Robert sin entender qué significaba eso. Hablaba mucho, no recuerdo de qué, pero eso no era lo importante, lo único que importaba era su rápida sonrisa y su mirada que se volvía hacia mí cuando se reía. Siempre las recuerdo.

Cuando Robert se trasladó a Italia porque su padre consiguió un trabajo en la Fiat, me negué a comer durante varias semanas. Iba al instituto como una muñeca de hielo grande y ambulante, y apenas oía lo que se decía en las clases. Estaba dentro de una campana de hielo, los demás podían verme y señalarme, pero yo me escondía en su blanco silencio.

Nunca he vuelto a amar así a nadie. Aún puedo sentir el aroma de Robert: el desodorante, el gel y su piel. Luego me arrepentí de que no nos hubiéramos acostado porque éramos demasiado tímidos; mi primera vez debería haber sido con él.

Cuando ahora pienso en ello, de nuevo me siento dentro de la campana y tengo que dejar de escribir.

Robert iba un curso por encima de mí; en el bachillerato había elegido la rama de matemáticas; el bachillerato, ese mundo exclusivo y secreto que muchos de los que estábamos en secundaria nunca conoceríamos. Tiina desde luego no lo haría, andaba por ahí con chicos y seguramente no tardaría en quedarse embarazada; mientras que las chicas más finas, como Ivonne y Sara, lo tenían sin duda asegurado, pues sus padres contaban con empleos de oficina bien remunerados en Åbo o Helsinki. Una campesina como yo podía escoger: mis padres no tenían estudios, pero, por otro lado, estaban bien situados, tenían granja propia y dos coches. Escogí entrar en el mundo del bachillerato, y concretamente en la línea de matemáticas, por Robert. Se había ido, tras unos cuantos besos llorosos de despedida se mudó el 6 de mayo de 1987. Pero ese otoño a mí me parecía que aun así seguía un poquito con él porque estaba haciendo el bachillerato.

Me convertí en una alumna modelo. Por Robert no tuve ningún novio y me mantuve virgen hasta el segundo año en la universidad. En vez de tener novios, leía libros y estudiaba mucho, y me di cuenta de que eso a mis padres les impresionaba. A veces, cuando mirábamos la tele, podía explicarles cosas que ellos no sabían: la Gran Guerra, «comme il faut», la diferencia en Estados Unidos entre el Senado y la Cámara de Representantes. Entonces yo era la adulta y ellos mis hijos, y a mí me gustaba; era una curiosa mezcla de ternura y arrogancia. A papá al principio no le hacía gracia, pero acabó acostumbrándose y se sentía tan orgulloso como mamá. Si teníamos visitas, ponía la tele para ver si decían algo difícil que yo pudiera explicarles.

Saqué el bachillerato con buenas notas, así que podía estudiar prácticamente lo que quisiera. «Médico», insinuaron tímidamente mamá y papá, pues apenas se atrevían a decir esa rutilante palabra, ellos hablaban de «ayudar a la gente». Pero yo había visto demasiadas veces los ojos de las vacas cuando, luchando y empujando, parían terneros atravesados en medio de riadas de sangre. El dolor inevitable de todo lo viviente. Prefería trabajar con lo que ya estaba muerto, con lo que se ha mantenido fuera de la vida pero ha creado en la materia inorgánica patrones de millares de moléculas llenos de sentido. Solicité y conseguí plaza tanto en la Facultad de Química de Åbo como en la Escuela de Ingeniería de Tammerfors. Química, pensé primero. Entonces tenía más salidas para una mujer, algo parecido a ser farmacéutica. Pero la víspera del último día de la inscripción, echada en la cama, medio dormida, veía dos habitaciones en la oscuridad. Una estaba llena de probetas con líquidos verdes y amarillos que echaban vapor; en la otra había una máquina grande de color gris negruzco que golpeteaba. Era desagradable y no entendía qué fabricaba. Sin embargo, era lo único que quería mirar, sus movimientos precisos y fuertes. Su seguridad, sin enfermedad ni dolor. Cuando lo comprendí, me dormí profundamente.