«Sí, pero ¡qué vas a hacer! -exclamó mamá por la mañana-. ¿De verdad quieres ser eso? ¿Ingeniera?» Debía de pensar que iba a estar en una cadena de montaje haciendo agujeros en una plancha de metal. Papá no dijo apenas nada, pero parecía satisfecho cuando me llevó a la estación de tren de Ekenäs. Cuando iba a subirme al tren, hizo algo muy poco común en él. Me abrazó con ambos brazos y me susurró al oído: «Mi querida niña». Escuché lágrimas en su voz y por ello lo he querido siempre. Mi papá.
Nunca antes había estado en Tammerfors, pero me gustó ya cuando desde la estación miré hacia Hämeenkatu, la calle principal, y luego salí hacia el puente. Había grandes estatuas de antiguos héroes finlandeses y se veía una fábrica de papel, enorme y de ladrillo rojo, que curiosamente estaba en medio de la ciudad. Desde la plaza central, Keskustori, tomé el autobús hasta Hervanta, donde se halla la Escuela Técnica Superior. Parecía un conjunto de bloques pétreos que algún gigante de la mitología del Kalevala hubiera arrojado en mitad del bosque y que luego se hubieran afilado y horadado creando techos, ventanas y pasillos.
En la secretaría, una señora pardo grisácea me inscribió y me miró con una sonrisa cómplice y enigmática. Un pequeño rayo de luz de sus ojos a los míos a través de la habitación llena de chicos ruidosos y con granos en la cara. La heroína. Abrir brecha. ¡Demuestra que las mujeres pueden!
Para mí era solo metal. Duros y brillantes pedazos de metal que se acoplaban a otros y golpeaban y bombeaban y funcionaban. Posteriormente he reflexionado sobre la admiración de la campesina por la cosechadora. No tengo ningún recuerdo especial de aquella enorme tortuga verde que se abría paso sobre el campo y se tragaba un río de semillas mientras escupía la paja. Para mí solo era una máquina ineludible que se presentaba en agosto. Sin embargo, pienso que en algún lugar en mi interior una niña estuvo en la orilla de ese campo con los ojos muy abiertos contemplándola por primera vez, asombrada para siempre. Eso es lo que para mí son las máquinas: como animales. Se las puede cuidar y querer, pero no tienen ojos dolientes a los que mirar.
En clase éramos dos mujeres entre veintidós hombres. Gabriella y Greta. En cuanto Greta abrió la boca y habló en finlandés, quedó claro que también ella era sueco-finesa. Parecía directa y abierta, reía mucho, hablaba de Österbotten, donde se había criado, y no paraba de arreglarse su pelo rubio.
Al principio nos buscábamos y nos sentábamos juntas durante las lecciones y las pausas. Todo iba asombrosamente bien. Los profesores eran caballeros al viejo estilo; los compañeros, atentos, con la intención tímida o evidente de echarse una novia: «Podríamos tomar una taza de café alguna vez, ¿no?». Debido a Robert, yo no estaba demasiado interesada, ellos lo notaban enseguida y, cuando en los restaurantes de Hämeenkatu, encontraban una amiga entre las estudiantes de Lengua, me dejaban tranquila. Greta, en cambio, se servía a gusto. Enseguida se convirtió en una abeja reina entre los chicos, elegía y desechaba, y ya no nos veíamos tanto. Lo mismo que había pasado con Tiina, pero yo ahora era más adulta y no me afectaba tanto. Me metí de lleno en los estudios y durante tiempo estuve algo colada por el mejor de mis profesores, pero no pasó nada.
El segundo año, tras una fiesta bien regada, me acosté con Antero, un estudiante de medicina al que había conocido hacía cuatro horas. No me hizo tanto daño como creía; pensé que había ido bien. Pero por la mañana, en su apartamento de estudiante, de una habitación y una pequeña cocina, en el barrio obrero de Tammela, parecía realmente avergonzado. Solo mucho después comprendí -como cuando uno por fin entiende un chiste- que debía de haber llegado a meta un tanto demasiado pronto. ¡Muy, muy pronto! Me di cuenta de repente cuando estaba pensando en ello, mirando por la ventanilla del tren camino a Ekenäs, y comencé a sonreír a mi imagen en la ventana. A posteriori, la escena de esa mañana parecía una comedia. Él colocando torpemente las tazas de té y unas rebanadas secas de pan mientras habla acelerado de lo guay que fue la fiesta de la tarde anterior. Yo estoy desconcertada, y el público, que sabe más del tema, se ríe. Pero cuando bajaba la cuesta hacia el túnel de la estación, con el tibio sol de septiembre en mi espalda, me sentía satisfecha. Yo era normal. También podía hacerlo. Screw Greta! Screw Tiina!
Dejo de escribir, pero solo porque se ha hecho de noche. He escrito todo el día, pero avanzo despacio porque tengo que hacerlo a mano.
Ya es el día siguiente y sigo escribiendo.
Los años pasaban y yo estudiaba. Viví también en las afueras de Hervanta, donde tenía todos los servicios básicos, corría en el bosque y esquiaba durante los inviernos, que eran fríos y brillaban azules y blancos como la bandera de Finlandia. A menudo viajaba a casa, a Bromarv, y acariciaba a las vacas. Mamá y papá se sentían ahora orgullosos de mi elección en los estudios, pero les preocupaba quién llevaría más adelante la granja. A veces leían anuncios de trabajo para ingenieros en Västra Nyland, con el secreto deseo de que me casara con el hijo de un campesino que se hiciera cargo de la granja mientras yo iba todos los días a trabajar a la ciudad. En ocasiones hablaban también de una «lenta mecanización de la agricultura» que llevarían a cabo los ingenieros. Yo me desentendía, pero nunca les quité sus esperanzas. No pensaba realmente en ello, pero imaginaba que quizá terminaran sus días con esa esperanza aún viva. Papá había sufrido un leve infarto y tosía mucho. Mamá tenía el cabello cano y se había encogido, un poquito más cada vez que volvía a verla.
En realidad ya los había traicionado al especializarme en energía nuclear, pues los posibles trabajos estaban muy lejos, en las centrales de Lovisa o Olkiluoto. Grandes animales ronroneantes. Gatos gigantes que dormitan en la orilla e irradian calor y seguridad mucho más allá de los oscuros bosques y las llanuras barridas por el viento. Al cabo de seis años me licencié en ingeniería industrial, con la cabeza llena de fórmulas y esquemas técnicos y con algunas ideas propias sobre mejoras o líneas más rectas en los sistemas. Quería sentarme sola en una gran sala de control, y apenas podía contenerme.
A principios del último curso había escrito a las dos centrales nucleares y había recibido de ambas una respuesta alentadora. Elegí Olkiluoto porque me ofrecieron tareas laborales más interesantes que en Lovisa. Además, queda cerca de Forshälla, «la capital sueco-finesa». Como me había criado en la zona de Ekenäs, donde con el sueco te las arreglas perfectamente bien, me venía de perlas. Por supuesto, tras los muchos años pasados en Tammerfors, me defendía bien en finlandés, pero, con todo, nunca era lo mismo.
A mamá y papá también les pareció bien Forshälla (ellos apenas entendían el finlandés), y mamá tenía una prima, Edla, en la ciudad con la que podría vivir. Pedí un préstamo para comprarme un coche y con él recorría los cerca de cuarenta kilómetros hasta Olkiluoto. Cuando, tras las muchas protestas de Edla, dejé su gran piso en Dragongatan, preferí seguir viviendo en la ciudad. Conseguí un apartamento de dos habitaciones en Stensta, con vistas a los campos y un familiar olor a estiércol en primavera y otoño.
Aquí, en Forshälla, la gente es amable pero también bastante curiosa; me gustan sus coloridas casas de madera y su castillo marrón grisáceo, bello en su fealdad. Ciertas cuestiones relativas a la «conciencia de tradición» me resultan difíciles: los letreros de las calles que noventa años después de la independencia aún están escritos en ruso y la extraña costumbre que tienen algunos de señalar que pertenecen a «la población originaria» porque quizá sus antepasados construyeron el castillo en el siglo XVII. ¡Incluso intentan hablar a la manera antigua, y es algo que se considera de buen tono! Por otro lado, se muestran abiertos a los nuevos habitantes. En el siglo XIX se construyó una mezquita para los inmigrantes tártaros y en los últimos tiempos los refugiados vietnamitas llegados en barco se han convertido en una parte natural de la ciudadanía. En general, pues, me siento a gusto aquí. Forshälla es mi hogar desde hace ya once años.