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Papá murió de un infarto hace cuatro años y mamá, medio año después. Aunque no me pilló totalmente por sorpresa, tuve que pedir la baja por enfermedad durante un mes en las dos ocasiones. No lloré demasiado, pero era incapaz de concentrarme en el trabajo. Me preguntaba si mi elección profesional y mi lejanía habían contribuido a su muerte, aunque solía viajar a Bromarv un fin de semana al mes. Solo tenían sesenta y ocho y sesenta y cinco años.

Fue entonces cuando empezó. Después de la muerte de mamá, pasé un mes sola en casa, pero no estaba sola. Sentía una presencia. Primero vagamente, como un susurro apenas audible procedente de la calle cuando una ventana de la habitación contigua está abierta, luego escuchaba una voz: «Gabriella». Sonaba como mi propia voz.

Durante varios días oí eso, mi nombre. Pero una noche en que me acosté temprano: «No estés triste». Lo oí con toda claridad, lo había dicho bajito alguien con mi propia voz. Me incorporé y comprendí que era mi melliza quien me hablaba. «¿Eres tú? ¿No puedes mostrarte?», dije yo igual de bajo. «No tienes por qué estar triste», fue la respuesta. Pero no se dejó ver.

Después he sentido a menudo su presencia. No habla, pero está ahí. Sé que se pueden dar explicaciones psicológicas naturales para esto, pero creo que realmente es ella, que existe en algún sitio y que, al menos en ocasiones, cuando la necesito, puede ponerse en contacto conmigo. Lo cual demuestra que realmente quiere ayudarme y no está enfadada porque yo vivo y ella murió. En los últimos seis meses ha estado conmigo con frecuencia.

Tras morir mamá, tuve que tomar una decisión acerca de la granja. Podía haberla vendido, pero era incapaz de hacerlo. Mejor pasársela a mi primo Greger y que cada tanto me fuera pagando lo que pudiera, ya que tiene mujer y tres niños pequeños. Es lo que a mamá y papá les hubiera parecido la segunda mejor opción: que la granja siguiera en la familia. Nunca hablamos de ello, preferíamos creer que ellos vivirían mucho más y que quizá yo volvería de Forshälla. El sueño de mi marido y yo en la granja en Bromarv seguía vivo.

A veces imagino a Greger caminando por el corral trasero con una herramienta en la mano y mirando los campos. Sus ojos y sus manos deberían ser los míos; su familia debería ser la mía.

Esta es, pues, mi realidad. Aquí en Forshälla, en Torkelsgatan, en Stensta. A veces me siento algo sola (Edla ya murió), pero también bastante satisfecha con mi cotidianidad y mi trabajo en Olkiluoto. No he hecho grandes reformas, en la práctica todo era más complicado o estaba mejor resuelto de lo que esperaba y nunca he sido una ingeniera investigadora. Pero estoy en la sala de control y escucho cómo late el corazón y cómo bombea la sangre en las venas del gran animal. Miro los instrumentos y todo va bien.

Estaba en la sala de control. Se acabó hace medio año. Contaré por qué. Pero primero debo hablar de Erik.

Conocí a Erik la primavera pasada en una subasta a la que me decidí a ir siguiendo un momento de inspiración. Había visto un anuncio con una cara «conocida de la televisión» y esa misma tarde, en lugar de ir al cine, fui a la casa de subastas. Luego resultó que ese experto no estaba, pero el ambiente estaba animado. Me dejé llevar varias veces y pujé, y por primera vez en mi vida sentí lo que podía ser la ludopatía. Con las mejillas encendidas, pujaba más y más alto por cosas que no necesitaba en absoluto y ni siquiera quería tener. Una estantería en madera de teca, la obra de Jarl Hemmers encuadernada en tela gris clara, parte de una vajilla de porcelana de Meissen. Por fortuna, había otros aún más locos que yo, por lo que el único objeto por el que pujé hasta el final (¡por 120 euros!) fue una cucharita rusa de plata del siglo XIX con un ramo de flores de porcelana insertado en el mango.

Luego se me acercó un hombre para mirarla y tocarla. Primero pensé que era un funcionario que controlaba algo, pero luego lo reconocí por su profunda voz de bajo. Era el hombre que había pujado contra mí por la cuchara pero que al final había arriesgado menos que yo. Era Erik.

Empezamos a hablar y, cuando acabó la subasta, salimos con los demás. Para que no supiera dónde vivía, fui con él al centro, aunque era dar un rodeo hasta casa. Parecía agradable, pero una nunca sabe si el que tiene al lado es un acosador. Caminamos a lo largo de la orilla del río y hablamos de esto y de aquello. Como he dicho antes, era primavera, el río era un espejo verde y tranquilo, y hablamos de lo agradable que era vivir en Forshälla. Erik era elegante, alto y de espalda ancha, con pelo castaño alborotado y tímido de una manera natural, no fingida, como algunos hombres que piensan que eso les da encanto. En la plaza de Porthan, cuando llegó mi autobús, me estrechó la mano. Dijimos nuestros nombres de pila y acordamos que volveríamos a vernos días más tarde. Erik y Gabriella. Gabriella y Erik.

Ese día, un viernes por la tarde, fuimos al cine. Lo propuse yo, y a él le pareció buena idea y aceptó enseguida. «Me gusta el cine.» Sin embargo, me di cuenta, por su actitud, de que nunca había estado en esa sala, mientras que yo iba a menudo: era mi gran afición. Nos sentamos juntos y muy tiesos, como dos colegiales que tienen la oportunidad de estar juntos sin necesidad de hablar. Me rozó varias veces, solo en el antebrazo. No hice nada, aún no me había decidido, pero lo miré de reojo muchas veces bajo el resplandor coloreado de la película, y él me miró a mí a escondidas, la cara y los pechos. No disimulaba demasiado bien, pero no se atrevió a ir más allá.

Después, cuando hablamos de la película, me di cuenta de que se había perdido mucho del argumento; sin embargo, no era una persona torpe. Quizá fue entonces cuando lo elegí, cuando en el autobús de vuelta entendí el porqué: había estado todo el tiempo pensando en mí. Estaba tan absorto en mí… Yo había tenido tres novios -si es que se les puede llamar así- desde que estaba en Forshälla, pero ninguno de ellos estaba colado por mí. Era más bien «Hola» y «Adiós», sexo con los calcetines puestos, tele antes y tele después.

La tercera vez me encontré con Erik en el café Obermann. Era militar, y me habló sin demasiado entusiasmo sobre su trabajo. Yo le hablé de Olkiluoto, pero con cuidado, sin revelar nada. Hay muchas cosas de las que no podemos hablar. Él estaba sentado en un sofá de crepé desde el que se veía la calle, y cuando volví de los servicios me senté a su lado. Pensé que era lo correcto, aunque él se quedó tan callado que me pregunté si no habría ido demasiado lejos, si no sería uno de esos que tiene que tomar siempre la iniciativa. Pero luego vi que bajo su tez morena se ponía rojo. ¡Estaba realmente colado por mí! Yo también fijé la vista en el frente, en la gente y en un autobús que pasaba, pero al mismo tiempo visioné la imagen enmarcada de nosotros sentados en el sofá: como en una antigua fotografía en la que se entiende que esas dos personas que miran a la cámara son pareja. Son pareja porque son el uno para el otro. Lo que es mucho más que ser feliz. Cuando salimos a la estrecha acera, nos besamos por primera vez. Tuve que ponerme de puntillas. Mis pezones se endurecieron y también se irguieron hacia su piel a través de capas de tela.

Luego pensé mucho en Erik, y una noche caí en la cuenta de que no había pensado para nada en Robert. Antes, cuando quedaba con algún hombre, con algún posible novio, siempre lo hacía.

La siguiente vez que nos vimos, mis pezones se pegaban a su piel en la cama de Erik, con su olor y su cara frente a la mía, sus mejillas en mis manos. Era diferente que con otros hombres. Era como bucear y ahogarse en un agua cálida en la que se respiraba mejor que en el aire.