Después se quedó tan inmóvil que podría haber estado muerto, pero yo tenía la oreja sobre su pecho y oía cómo su corazón latía fuerte y luego más tranquilo, como alguien que ha corrido angustiado por el bosque durante mucho rato y luego llega a casa y todo está en calma. Mi propio corazón corría con él, y el fuego que había surgido entre mis muslos se extendió a los brazos y las piernas como un calor que me hizo sentir todo mi cuerpo y ser feliz de tener un cuerpo en el que podía ocurrir todo esto.
Erik permaneció quieto mucho tiempo a mi lado. Tampoco yo quería moverme. Pero empecé a mirar su habitación, pues habíamos ido directos a la cama. Era muy sencilla. Sin cortinas, solo un estor azul oscuro que habíamos olvidado bajar. Un papel pintado con motivos gris claro, un espejo de pared, un armario blanco y marrón de madera de teca que hacía juego con una cómoda, ambos de Anttila, y un pequeño escritorio junto a la ventana. Era una habitación que no quería contar nada o que quería conservar una pureza no alterada por el entorno. Ningún cuadro que indicase una elección personal, ningún póster que llamase la atención por sus colores. Anodino o tranquilo, temeroso o hábilmente artificial.
Más tarde vi que todo el piso de Erik era similar. Había en él lo esencial y todo estaba bien ordenado: un conjunto de sofás, una alfombra de tamaño mediano en el mismo color, una librería de teca auténtica, un televisor mediano negro. Una cocina con un hule azul oscuro en la mesa y un suelo de linóleo limpio y frío. Cuando yo comento la decoración, Erik la justifica siempre por su funcionalidad: «Práctica, fácil de limpiar, suficiente».
Al principio me dio miedo que fuera un maniático del control que necesitara tenerlo todo en su forma más simple para poder controlarlo y que al final también quisiera hacer eso mismo conmigo. Por suerte, no es así. Erik es flexible y se muestra abierto a mis opiniones, es como un recipiente vacío que acoge agradecido un contenido que ha estado esperando durante mucho tiempo. Un reflejo de esto, a mi modo de ver, es que unos meses antes había empezado a coleccionar objetos decorativos que conseguía en las subastas. En la estantería de teca tenía un perro de porcelana marrón claro, un reloj estropeado pero hermoso del siglo XIX y un adorno hecho de conchas.
El caso es que, como ya dije, Erik es militar: teniente del ejército del aire, aunque ahora está de baja debido a daños en la espalda. También en su tiempo libre es un poco militar, estricto en la forma de vestir o de amueblar su casa. Pero en su interior es justo lo contrario. Es una persona dulce y atenta. Aunque solo conmigo. Cuando estamos fuera, entre la gente, por ejemplo en un restaurante, es adulto y masculino por todos sus poros. Su voz de bajo y su precisa articulación infunden respeto; puedo imaginármelo delante de una compañía, acostumbrado a que lo obedezcan. Y entonces se vuelve hacia mí y es completamente diferente, tal como en verdad es.
Quizá me haya desviado de la cuestión, pero quería escribir sobre Erik porque desde hace medio año es una parte importante de mi realidad. No vivimos juntos, todavía no, pero nos vemos con frecuencia en su casa. Además, pronto tendremos razones para planificar una vida juntos.
Ahora hablaré sobre mi trabajo y me acercaré pues a eso importante que voy a hacer.
Hacía un tiempo que sentía un vago malestar frente a la mesa de control en Olkiluoto. Todos los valores de los cuadros se mantenían dentro de los parámetros debidos, pero subían gradualmente y fluctuaban más de lo habitual. Era como si una cara que conoces bien empezara a hacer gestos normales pero que nunca habías visto en ella. Con el tiempo entendí cuál era el problema. Voy a intentar explicarlo.
Una central nuclear produce electricidad cuando el vapor del agua caliente mueve una turbina que genera energía eléctrica. La fisión de un isótopo de uranio emite la energía que se necesita para hervir el agua. La fisión se consigue bombardeando el uranio con neutrones que debilitan las fuerzas que mantienen unidas las moléculas. Cuando las moléculas por fin se dividen, al tiempo que emiten energía liberan neutrones, los cuales intentan emplearse para romper el pedazo siguiente de uranio y luego el siguiente. Así pues, se crea de forma voluntaria una reacción en cadena que de manera efectiva y elegante irradia la energía que se quiere conseguir.
Pero en ello hay también un peligro. Si se consigue utilizar demasiados neutrones liberados para nuevos bombardeos, el efecto puede aumentar de repente y el calor ser más intenso de lo que se pretendía. Se añade entonces agua helada y, como elemento de control, boro. Este absorbe neutrones, por lo que el ritmo del bombardeo disminuye y con ello también la ruptura del uranio. El peor escenario imaginable es que eso no sea suficiente para frenar esa galopante reacción en cadena… y que el valor sea tan grande que la carcasa alrededor del horno de uranio se funda. Se produce un incendio en la central nuclear y el material radiactivo perjudicial se dispersa en el medio ambiente a través del agujero en la carcasa de hormigón y acero fundido.
Naturalmente, aún no nos encontrábamos en ese punto, pero observé que nuestro consumo de boro aumentaba continuamente al tiempo que lo hacía también la producción de energía. Eso apuntaba a que las reacciones en cadena eran tan efectivas que producían energía constantemente… a pesar de que se amortiguaban cada vez con más boro. Señalé esto a mis superiores en varias ocasiones, pero siempre recibí la misma respuesta: el grado de amortiguación no ha aumentado, solo cargamos las barras de control con un nuevo tipo de boro más débil que se gasta en grandes cantidades pero a cambio permite un ajuste más preciso en el control de las reacciones en cadena. Eso se debía también a que habíamos aumentado nuestra unidad de producción de energía: podíamos «frenar» y «acelerar» con más suavidad y más eficiencia que antes, así lo dijo nuestro jefe, un fanático de los coches (se llamaba Kaukainen, pero solíamos llamarle «el maldito Kaukainen» porque decía muchos tacos).
Era una explicación lógica, pero a la larga no me satisfacía. Yo me pasaba todo el día sentada frente a los instrumentos y podía ver que las fluctuaciones en el desarrollo de la reacción no solo no se amortiguaban, sino que eran más fuertes que antes. Como si una cuadriga acelerara aún más al tirar con fuerza de las bridas. Pero eso no se apreciaba en la estadística oficial que se hacía hora a hora, minuto a minuto. Hablé de ello muchas veces con mis compañeros, pero no interpretaban los instrumentos de la misma forma que yo y no parecían preocupados.
Un día el jefe de personal me llamó a su despacho y me dijo que yo difundía «desinformación» y «malestar» entre el personal. Si no cesaba en mi actitud, me despedirían. Sin embargo, no podía desentenderme. Era mi responsabilidad. Me despertaba una y otra vez en mitad de la noche y veía medio dormida cómo ardían grandes edificios, poderosas llamas amarillas que ondeaban como banderas enormes y el humo negro que se esparcía por el paisaje.
Hablé con el sindicato e intenté de nuevo que mis colegas lo entendieran. En vano. Primero me cambiaron a la unidad de desarrollo y un mes más tarde me despidieron. Los del sindicato no actuaron, creyeron lo que decía la dirección sobre «falta de lealtad» y «desinformación», pero consiguieron una indemnización por despido de dieciocho meses. Yo tampoco estaba dispuesta a luchar y dar en el intento hasta la última gota de sangre. En parte porque me hallaba en desventaja, no se me da demasiado bien pelear y discutir en finés. Y en parte porque pensé que podría actuar con mayor libertad sin estar atada por ningún contrato. Insistí en recibir el total de la indemnización de una vez, aunque desde el punto de vista fiscal era menos favorecedor que mensualmente. Ya no me tenían cogida por ningún lado, ¡podía actuar como quisiera!