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Y, sin embargo, no. Inger estuvo ingresada en el hospital del distrito los últimos meses y luego en la residencia para enfermos terminales las últimas semanas. Estuvo bien cuidada y nunca protestó, no parecía desear otra cosa. Pero ahora me pregunto si eso no implicaba desconfianza hacia mí, el hecho de que nunca mencionó ninguna otra posibilidad, ni siquiera cuando ya no podía levantarse de la cama: que debería cuidarla, pedir la excedencia y estar con ella en cada uno de sus amargos minutos. Nunca se me ocurrió pensarlo. Me pregunto si ella lo hizo, aunque no dijera nada. ¿Pensó que no podría con ello?

Me levanté y caminé por la casa en penumbra, pero dejé en paz el piso de arriba. Cogí un perrito de porcelana de la repisa de la ventana del salón. Lo apreté dentro de la mano. Encendí los focos y miré el jardín. Verde claro con algunas manchas de color, lleno de la vitalidad primaveral.

Mi cara se reflejaba vagamente en el cristal de la ventana. Hubo un tiempo en que la de Inger estaba junto a ella, como en la foto de nuestra boda que tras su muerte yo había colocado en el salón. Nunca más…

Me llevó un buen rato, pero al final me calmé. Bebí un vaso de agua fría en la cocina y me senté en el escritorio para seguir leyendo.

Relato de Lennart

Tras morir papá no quedaba nadie en casa que supiera cocinar. Puedo arreglármelas con conservas y platos semipreparados, pero lo que hice fue empezar a comer fuera, en parte también porque me sentía muy solo a la mesa. Curioso, porque en el jardín nunca me siento solo. Me duchaba en el trabajo y comía en la ciudad, camino de casa. Aunque cambiaba de restaurante o café todos los días, iba a los mismos sitios con frecuencia.

Así fue como conocí a Inga-Britt un año después. Inga-Britt Lindström. Era camarera, la única empleada en un bar de comidas de Nikolajtorget, y con el tiempo empezamos a hablar. Luego dimos largas caminatas juntos, muchas veces, y por fin fuimos a su casa, un piso de dos habitaciones cerca del bar. Era de mi edad, algo menos de cuarenta y aproximadamente de mi estatura, un metro y cincuenta y seis centímetros. De aspecto agradable, con el pelo rubio oscuro ondulado, hoyuelos en las mejillas y de formas generosas. Reía con facilidad, una pronta y hermosa sonrisa que difícilmente dejaba traslucir que había tenido una vida dura. Depresiones, años entrando y saliendo del hospital y una vez un hombre que le había pegado.

Un aborto temprano hizo que no pudiera tener hijos. Esto la entristecía, pero por lo demás era una persona alegre y positiva. Feliz de haber podido vivir los últimos cuatro años fuera de una institución e incluso de tener un trabajo. «Para mí cada mañana es una fiesta: poder levantarme, vestirme, preparar el desayuno e ir al trabajo. Los que piensan que el trabajo es pesado no saben lo que es yacer todo el día en la cama con la oscuridad sobre ti como una montaña.» La admiraba de veras, pues yo siempre he tenido una vida fácil.

Nos casamos en el solsticio de verano del año 2000. Habíamos reservado con un año de antelación, por lo que conseguimos celebrar la boda en la vieja iglesia de Forshälla, en la reverdecida llanura, donde todos quieren casarse en verano. Nos pareció muy curioso que nosotros, que no éramos demasiado buenos en manejar lo social, consiguiéramos un lugar tan solicitado en la mejor época para las bodas. La ceremonia fue simple y los únicos familiares que asistieron fueron su hermano soltero y su hermana con su marido y sus dos hijos. El cielo estaba despejado y azul, toda la planicie llena de aromas, los turistas paseaban por allí, y disfrutamos de una buena comida en Olsonis, junto a la iglesia. A veces íbamos allí para revivir el día de nuestra boda y comer el bufé que ofrecían.

Por lo demás, era Inga-Britt quien guisaba. Comíamos en casa, adonde ella, por supuesto, se trasladó. El dormitorio grande, la habitación de mamá y papá, no íbamos a tocarlo, eso también lo comprendió, por lo que compramos una gran cama doble de matrimonio y la pusimos en mi cuarto. Para mí era una vida completamente nueva: el mero hecho de dormir junto a otra persona, poder volverme y sentir su cálido y blanco cuerpo junto al mío. Su olor.

¿Quiere saber qué ocurre en la realidad? Pues yo puedo contarle algo: cada año desaparecen cientos de personas en Finlandia, y miles en los países más grandes. No estoy incluyendo a aquellas de las que enseguida se sabe algo, sino solo a las que después de semanas y meses siguen desaparecidas. Es un gran problema social que se oculta. La policía no quiere airear sus investigaciones fallidas y los que han perdido a un familiar no entienden que pertenecen a un grupo de personas asombrosamente grande que, de formar una red, podrían ayudarse unos a otros y crear grupos de presión para que la sociedad se hiciera cargo del problema. ¿Se pregunta cómo sé esto? Por propia experiencia. Pronto hará cuatro años que Inga-Britt desapareció.

En julio de 2002 estuvimos de vacaciones, y pasamos una noche en Helsinki. Tras haber visto los arriates de flores de Esplanaden y la colección de arte del Ateneum, volvimos al hotel para comer un almuerzo tardío. Luego yo me quedé en la habitación para ver la final de tenis femenino de Wimbledon e Inga-Britt volvió a salir. Tenía intención ir de compras a Stockmann y quizá al Museo Nacional. Volveríamos a vernos en la habitación entre las cinco y las seis para salir a cenar.

El tiempo pasó, la final terminó, dieron las cinco y las seis y las siete y las ocho, pero Inga-Britt no llegaba. Pedí a la recepcionista que contestara a las posibles llamadas telefónicas y salí a buscarla; paseé arriba y abajo por Mannerheimvägen y Järnvägstorget. A las diez volví al hotel y pedí a la recepcionista que llamara a la policía.

Un inspector acudió increíblemente pronto y, cuando le dije que era de Forshälla, pasó a hablarme en un sueco bastante bueno. Me tomó los datos personales y examinó la habitación del hotel antes de salir para comprobar los hospitales. Lo acompañé a su despacho en la comisaría, donde hizo las llamadas pertinentes.

Eso era, claro está, lo primero que uno pensaba: que Inga-Britt había sido atropellada o le había dado algo y estaba inconsciente en algún lado. Pero no había sucedido eso. O al menos el inspector Hämäläinen no consiguió averiguar nada y tenía la certeza de que había llamado a todos los centros de la ciudad que podrían haber recibido a alguien que repentinamente se hubiera puesto enfermo o que estuviera herido. Tampoco ninguna patrulla de policía había recogido a una mujer que respondiera a la descripción de Inga-Britt. La idea de que pudiera haberse emborrachado, que la hubieran pillado robando en una tienda o que, en fin, hubiera llamado la atención de la policía de alguna manera, era absurda. Pero había que intentarlo todo.

Nada. Volví al hotel, no podía dormir, volví a salir a dar vueltas por la ciudad, entre otros sitios, alrededor del Museo Nacional. Miré en portales, subí por la colina del Parlamento, busqué en todos los sitios donde podría haberse caído y quedado tumbada oculta a la vista de la gente. A veces caminé, otras veces corrí gritando su nombre cuando me pareció que veía a Inga-Britt a lo lejos. Busqué también a lo largo de la playa de Tölöviken, desde Nationaloperan hasta la estación de ferrocarril, por si hubiese caído al agua. Luego fui a la plaza del mercado y contemplé el agua junto a Kolerabassängen y otras zonas del puerto. Nada.

Al día siguiente continué buscando, me quedé en Helsinki más de una semana. Preguntaba en la policía, iba personalmente a los hospitales (unas veces pude entrar y ver a los pacientes, otras veces no), pero el resultado fue que Inga-Britt siguió sin aparecer. Tampoco se encontró su bolso de mano ni nada de lo que llevaba encima.