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Son imágenes que van y vienen. Qué más da uno más o menos.

Harald

Acontecimientos del 12 de mayo de 2006

Unos días después de mi visita a la casa de Lennart Gudmundsson, tuve un sueño extraño. Estoy en el teatro viendo una obra en la que dos personas caminan por una terraza vestidas con ropa veraniega de colores claros. Conversan tranquilamente cuando, de pronto, una de ellas se tensa y se retuerce en convulsiones. Su cabeza se inclina a un lado y una cabeza animal de color marrón oscuro emerge de su garganta, algo como un cruce entre perro y serpiente. La mujer que está a su lado grita, pero entonces algo se abre paso desde su interior: una cabeza de cerdo cubierta de púas a la que sigue un cuerpo informe de color rojo claro. Esos dos seres, de varios metros, salen fuera, se sacuden hacia atrás y hacia delante y se encaran al público. Con sus grandes dientes muerden a la gente en el cuello y a veces logran arrancarles media cabeza. Desde bastidores, los tramoyistas corren hacia el escenario e intentan cortar con cuchillos los largos cuellos de los animales, pero estos están recubiertos de una coraza impenetrable.

Al final siento que tengo que hacer algo. ¡Con fuego! Arranco una antorcha de un soporte en la pared y avanzo, quemo y hago desaparecer la cabeza de uno de los animales mientras la otra se vuelve hacia el público. Luego consigo también deshacerme de esta desde atrás.

Aun sin cabeza, los animales siguen revolviéndose durante un rato, pero luego se relajan y vomitan la carne que tienen en la boca. Se vuelven a recoger serpenteando en las dos personas que caen despacio al suelo. En su piel no se ve cicatriz alguna, están completamente inmóviles. No puedo ver si solo descansan o están muertos cuando el sueño termina.

A la mañana siguiente me levanté temprano y, aunque no era lunes, me miré en el espejo. Los ojos parecían más cerrados que antes, como si añorasen estar cerrados del todo. Las bolsas de grasa eran quizá más pequeñas; en los últimos meses había adelgazado, y sin habérmelo propuesto. En torno a la cintura, el tiempo se había parado o había vuelto atrás, pero en todas las otras partes avanzaba: los poros, cada vez más profundos, al menos cuando los miraba en el espejo; los pelos de la nariz, cada vez más largos. El comienzo de la piel de un viejo con extrañas variaciones de color rojizo.

Antes todo esto no tenía importancia porque yo era otro, el recuerdo de mí mismo con treinta años. El resto era una circunstancia que no complicaba la imagen. Pero con el tiempo cada vez era más difícil llegar a la imagen primigenia que tenía en mi interior. El exterior visible, el reflejo en el espejo, cada vez más desagradable, empezaba a ser mi verdadero yo. Tal vez mi aspecto no era un error. Quizá este era yo, o lo que quedaba de mi yo anterior cuando se hundió más y más en mi interior y desapareció.

A veces, sentado a la mesa de la cocina, miraba hacia dentro y, realmente, allí no había nadie. Ni siquiera era un suelo de hierro sobre un subconsciente impenetrable, con un poquito de luz que se cuela entre las ranuras de las compuertas. Dejé que un bolo de dolor gris ceniza rodara sobre un sótano bien limpio, pero solo veía el suelo que era el último firme, sin compuertas ni rendijas, sin nada que se escondiese allí debajo. Yo era completamente normal, hacía la comida, pensaba en Inger, pensaba en el Cazador, pero ese era solo el yo de diario, que funcionaba automáticamente. Algo faltaba allí debajo, aunque debería haber una persona.

Y entonces, ¿qué sentía? Vacío. Que todo -desde lo más profundo de mi interior hasta lo que se hallaba fuera de mí- estaba vacío. Ni siquiera era desagradable o terrible, sino solo insustancial y anodino. Sabía que me faltaba algo, pero no lo notaba.

Quizá todo esto fuera la sabiduría de la naturaleza. Lo que realmente somos se deshace enseguida, cuando aún podemos verlo. No tiene que quedar gran cosa. La envoltura de una persona, nada de valor, de forma que al final nos dé lo mismo irnos de aquí y desaparecer.

Tras varios días de trabajo rutinario e intercambio de frases cortas, Sonja entró en mi despacho. Parecía más animada que en nuestro último largo encuentro cara a cara.

– Hola -dijo con viveza-. He pensado que deberíamos hacer una puesta en común de todo lo que tenemos.

– Sí, por supuesto; yo también lo había pensado. Parece que estás mejor, ¿no es así?

– Sí, mucho mejor -convino sonriendo-. La última reunión dejó aflorar nuevas ideas, nuestra posición frente al Cazador es ahora mucho mejor que antes. Además, he estado reflexionando sobre nuestro trabajo. Somos personas y lo hacemos lo mejor que podemos. «There’s only so much you can do, after that you’ve got to let it go», dice mi mentor en Atlanta. He estado escribiéndome con él por correo electrónico. Hay que comprometerse con los casos y con las personas a las que atañen, pero al mismo tiempo hay que mantener una distancia profesional. Trabajar duro, no dejarse abatir, pero al mismo tiempo estar preparada para el golpe.

Sus ojos castaños buscaron los míos en lugar de errar por las nubes que había más allá de la ventana mientras me hablaba, contenta, de sus emociones. Son otros tiempos. No me habría extrañado que me hubiera dicho que iba a un terapeuta como yo voy al barbero. Aunque al parecer bastaba con un «mentor». Acabo de darme cuenta, mientras escribo esto, que quizá debería haberme molestado que no hubiera hablado conmigo. También yo era su mentor.

– Exacto, no permitas que te desanime -dije, e intenté añadir algo sabio, psicológico-: Además, en el camino nos apoyamos unos a otros.

– Sí, así es -dijo ella, y parecía aún más contenta.

Por lo visto había dado en el clavo; ya podíamos hablar del caso. Sonja abrió dos carpetas y las dejó en un lado del escritorio.

– La primera línea es el servicio de ayuda telefónica -continuó-. He escuchado tu conversación con Karttunen-Andersson; la posibilidad de que el Cazador haya encontrado a sus víctimas a través de ellos cobra fuerza. Luego he hablado con el fiscal sobre el permiso de escucha, pero es un problema jurídico mayor: si en el transcurso de la escucha averiguásemos otro delito, sería ilegal que hiciésemos caso omiso de ello. Karttunen-Andersson se opone firmemente a cualquier intervención y amenaza con desmontar toda la actividad si ello conlleva permitir que se escuche a sus clientes. La cuestión está siendo analizada por el departamento judicial para ver si podemos escuchar únicamente lo relativo al Cazador y pasar por alto todo lo demás. En tal caso, tal vez ella aceptase. Pero, por otro lado, más vale que no presionemos demasiado, ya que cuantos más oigan hablar de esto y se impliquen, mayor será el riesgo de que el Cazador se entere de lo que tramamos y se esconda.

– En ese caso, nos ayudaría saber si algún colaborador deja el trabajo de repente. Es algo que el servicio de ayuda podría comunicarnos -señalé.

– Por supuesto, eso suponiendo que el Cazador fuera tan torpe. Lo más probable es que se encierre en su cascarón y continúe como si nada de cara a la galería. Seguro que se le da bien mantener una fachada de normalidad.

– De acuerdo. Veamos qué nos aporta.

– Luego está la otra línea: Osmanovic, Adar -continuó Sonja-. No fue difícil encontrarlo, de hecho sigue viviendo en Eura. No hemos contactado con él directamente para no ponerlo sobre aviso, pero hemos investigado su pasado. Cumple con uno de los perfiles posibles: un hombre de unos cuarenta años que vive solo y parece algo solitario. Sin embargo, es musulmán practicante, acude a la mezquita de Forshälla con frecuencia, y eso no cuadra con la cruz greco-ortodoxa. Trabaja de conserje en una escuela y no está fichado; al menos en Finlandia.

– ¿Y en Bosnia?

– No lo sabemos. Vino de allí a mediados de los noventa, consiguió el permiso de residencia y, al final, la ciudadanía. Se supone que la policía judicial controló que no fuera sospechoso de crímenes de guerra o de otros delitos en Bosnia, pero no hemos recibido ningún dato de ellos. ¿Qué hacemos?