Tras mi visita a Helsinki llamamos a Ingemar Lindström para interrogarlo. Trabajaba como camionero en Björneborg y no intentó ocultar que sospechaba de Gudmundsson en la desaparición de su hermana. No pareció preocuparle que hubiera muerto. Pero la reacción de Lindström era normal, y tenía un triunfo en la mano: «¿Por qué iba a esperar yo cuatro años?». Mostramos su foto a los vecinos de Dahlström, Jonasson y Gudmundsson -tal vez alguien lo había visto examinando los lugares antes de los asesinatos-, pero nadie lo reconoció.
Asimismo, tuve largas conversaciones con Sonja. Había leído varias veces los relatos autobiográficos de Gabriella y Lennart y parecía conmovida. «Vivían intensamente y todo se acabó. El Cazador hizo que acabara», fueron sus palabras. Era una buena manera de expresarlo. Pero tampoco ella había encontrado ninguna pista nueva en los relatos.
Los otros indicios ofrecieron poco más, sobre todo porque no conseguí que nos asignaran nuevos recursos para la investigación. No encontramos la pieza que hacía de eslabón entre las tres víctimas ni ningún movimiento sospechoso entre los colaboradores del servicio de ayuda telefónica. Adar Osmanovic vivía una vida regular entre las coordenadas de la casa y la escuela en Eura y la mezquita en Forshälla. Dedicamos cientos de horas a vigilarlo, pero no conseguimos el menor indicio de que preparase un delito. Por otra parte, ninguno de los vecinos de las víctimas lo reconoció en la foto que conseguimos del registro de carnets de conducir.
El verdadero Cazador tenía que ser otra persona, alguien que estaba vigilando y planificando su próximo asesinato con tranquilidad. Y no teníamos ni idea de dónde se encontraba, quién era ni qué pretendía con lo que estaba haciendo.
La correa
Harald
Acontecimientos del 24 de julio de 2006
Un lunes de julio por la mañana se produjo un incendio en el castillo de Forshälla. Fue un acontecimiento impresionante: agresivas llamaradas amarillas agitándose como gigantescas banderas en el último piso y extendiéndose por el tejado; una humareda gris negruzca se expandió por la ciudad; miles de personas se acercaron a la cuesta del castillo para mirar y bastantes sufrieron daños por inhalación de humo. Todos los vehículos de urgencias de la ciudad estaban en acción, y también a nosotros se nos convocó. Si se trataba de un incendio provocado, podría haberse producido un asesinato.
Cuando al cabo de unas horas lograron sofocar las llamas, Sonja y yo entramos en el castillo con los trajes blancos de protección. A pesar de lo mucho que había quedado destruido por la acción del fuego o del agua, vimos un cuerpo humano que yacía en una complicada cama de hospital en una gran habitación con vistas a la ciudad. El cuerpo estaba tan calcinado que al tocarlo se deshizo como harina negra. El colchón se hallaba en el suelo, pues el calor había deformado la estructura de la cama.
Los técnicos de incendios estaban seguros de que había sido provocado con un líquido fácilmente inflamable esparcido por toda la sala. El foco del incendio se encontró en la ropa de la extraña cama, rodeada de aparatos digitales y médicos muy deteriorados por el fuego. No se encontraron más víctimas.
Buscamos retazos de tela o huellas de zapatos que el autor hubiera dejado tras de sí, pero en esa mezcla de agua y hollín no encontramos nada. Examinamos las puertas que llevaban a la escalera y las que daban al jardín del castillo, pero no había señales de que las hubieran forzado.
Mientras estábamos trabajando allí, uno de los bomberos vino a buscarnos para llevarnos hasta una mujer que estaba fuera del área restringida y que tenía algo que contarnos. Era una enfermera algo mayor que había ido allí para atender al paciente de la habitación grande pero que se había encontrado con el incendio y los bomberos. Estaba conmocionada, pero nos dio el nombre del hombre y nos informó de que a esa hora solía estar solo, entre el cambio de turno de las enfermeras de la mañana y de la tarde. Estaba gravemente enfermo, pero era tan rico que podía permitirse vivir en casa y pagarse el personal sanitario. Según ella, no parecía tener tendencias suicidas, pero estaba tan enfermo que «tampoco sería extraño que quisiera poner fin a todo». En la habitación había líquidos desinfectantes y medicinas líquidas a las que podría haber prendido fuego.
Al día siguiente recibí en mi dirección personal un sobre abultado; una carta larga y asombrosa con algunos nexos igual de extraños. La había escrito «Philip», el hombre que había ardido dentro de la casa.
Una vez la hube leído, llamé a Krista Hellman, una enfermera de anchos hombros, pelo teñido de rubio y unos cuarenta años. Había realizado el turno de la mañana de ese lunes y me confirmó que Philip le había encargado que echase la carta al correo solo unas horas antes del incendio. Cuando entró a trabajar el lunes por la mañana, llevaba solo más de doce horas. Comprendí que había escogido el momento adecuado para todo cuanto necesitaba hacer antes del incendio.
Relato de Philip
Forshälla, del 8 al 23 de julio de 2006
Apreciado comisario Lindmark, ¡querido Harald!:
Tú solo me conoces de forma indirecta, pero yo sé bastante de ti. Ahora mismo estoy viéndote frente a mí: tu intensa mirada gris azulada, las gafas de medialuna para leer y las bolsas tras ellas. Un rostro de rasgos regulares y piel algo estropeada. Pelo castaño claro, raleando en la coronilla. Sí, como bien imaginas, tengo una fotografía tuya, aunque has tenido mucho cuidado en no dejarte «retratar» por los medios de comunicación. Tengo mis propios recursos para conseguir todo lo que quiero.
Como puedes ver, aprecio el contacto personal, aunque solo se manifieste en una simple fotografía, y quiero que también tú entiendas mi personalidad y mis actos. Esa es la razón por la que voy a escribir un informe de mi vida y de los sucesos dramáticos que nos afectan a ambos muy de cerca. Tendrás que perdonarme si soy algo pesado. A cambio te prometo una suculenta recompensa por tu atención: información detallada, sí, decisiva, sobre los casos que atribuís al Cazador.
Vivo en Forshälla pero nací en Suecia como heredero de una rica familia cuyo nombre obviaré por discreción y que te pido ocultes públicamente cuando llegue a tu conocimiento. No tengo problema en decirte mi nombre de pila: me llamo Philip.
Pasé mi infancia en el centro de Suecia, en una finca en la región de Västmanland. Vivía en una mansión de estilo victoriano a la que llamábamos palacio. Estaba rodeado de un extenso jardín cuyo césped, tras un seto, continuaba extendiéndose por el paisaje, entonces aún virgen. Paisaje que podías ver si te subías a alguno de los altos árboles del jardín. Desde la torre norte del palacio se tenían aún mejores vistas de las onduladas colinas y del pequeño río que serpenteaba entre ellas, amarillo en las mañanas soleadas y rojizo hacia la tarde, cuando el niñito solía estar allí sentado, acurrucado en el estrecho alféizar, arriba de todo, tras una ventana enrejada. Solo, pues era hijo único.
Mis padres, un aristócrata sueco y una sueco-finlandesa, se habían conocido en Uppsala, donde él estudiaba para agrónomo y ella, literatura inglesa. El matrimonio se llevó a cabo, pero la familia de mi padre protestó airadamente porque un barón introdujera en la familia a una Sundström, una extranjera plebeya, algo tan vulgar como ser hija de un tendero. A pesar de eso, mis padres, hasta donde yo podía entender, parecían felices. Ambos trabajaban en casa; padre con la finca y madre con las organizaciones de beneficencia para las que conseguía contribuciones a través de llamadas telefónicas que de niño, cuando quería hablar con ella, se me hacían interminables.
En cambio me relacionaba mucho con el servicio, especialmente con el mozo, August, un hombre pelirrojo con los dientes desordenados y cuyo sudor se olía a veinte metros de distancia, incluso antes de verlo. A dondequiera que le llevaran las tareas en la finca, yo lo seguía. Lo que más me gustaba era el tractor. Me sentaba en la caja o, cuando estaba parado, me alzaban al asiento del conductor y August cogía una pala y, con un cigarrillo en la comisura de los labios, cavaba en la tierra. Cuando me dejaban solo, deambulaba por la casa y me inventaba nombres y características curiosas para nuestros antepasados, representados muy tiesos en grandes óleos, con peluca de rizos y a menudo con uniforme.