Era un niño bastante feliz que vivía una infancia normal, lo que se esperaba en nuestro círculo. Era el tesoro de mis padres, naturalmente; privilegiado, pero no consentido. Existía un código bastante estricto en cuanto a lo que estaba permitido y era correcto. Las faltas graves hacia tal código se castigaban con golpes de regla en las manos, pero por lo que recuerdo no eran frecuentes. Bendecir la mesa y rezar antes de dormir significaban agradecimiento y confianza en Dios, pero, al mismo tiempo, denotaban una especie de amenaza indefinida. ¿Qué sucedería si uno no «agradeciera verdaderamente» ese alimento que recibía? ¿No lo era uno por sí mismo, sino que había que pedirlo en cada ocasión por separado?, me preguntaba.
Los domingos íbamos a la iglesia del pueblo, donde nuestros sitios estaban señalados con los escudos de la familia. Tras la misa, hablaba y reía con mis amigos o jugaba y corría con ellos entre las tumbas. También los visitaba en sus casas, que eran casi tan grandes como la nuestra, o venían ellos a visitarnos. En esos edificios laberínticos nuestros juegos eran fantásticos: podías esconderte de los adultos durante horas o hacerte con la llave que colgaba en la cocina, subir al desván y vestirte con ropas del siglo XIX. Estaban muy bien envueltas y aún brillaba su seda roja, verde oscuro o azul profundo.
Todos esos niños con los que me encantaba estar son ahora adultos y tienen sus propios niños.
Se acercaba el otoño en que cumpliría siete años y empezaría la escuela en un internado de las afueras de Estocolmo. Parecería un adulto vestido con un traje azul oscuro que debería probarme con tiempo: tenía instrucciones de que había que llevarlo puesto el primer día que fuera a la escuela. Dormiría junto a otros once chavales en una misma habitación y serviría a los alumnos mayores. Frío durante el invierno, lecciones aburridas, mucho latín, reglas estrictas, humillaciones y carcajadas de los compañeros. Lo peor que me hubiera podido pasar habría sido una violación homosexual. Habría ido contento por ahí con ello en la vida, el recuerdo de algunos abusos sexuales. Pero observa que digo «habría», ¡pues nunca sucedió!
En el jardín, a lo lejos, había un árbol que se había convertido en mi favorito. No era el más alto, pero sus ramas crecían muy abajo, de manera que podías trepar fácilmente. Y eso es lo que hacía, en especial cuando esa primavera descubrí que en lo alto del árbol había un nido de urraca. Con bastante regularidad veía que una urraca llegaba a él volando y se posaba cerca de su cúspide. Pensé que quizá ponía allí sus huevos, y cuando un día de mayo vi que alzaba el vuelo, trepé hasta arriba del árbol para comprobarlo. Una correa de piel de cerdo que August había cortado y trenzado, y que me dio cuando ya no la necesitaban en el establo, me facilitó las cosas. La até con un nudo doble alrededor de la rama del árbol más próxima a la última para poder llegar a un lugar difícil de alcanzar de otro modo. Y así llegué hasta el nido y lo contemplé: ¡había seis huevos azulados con manchas marrones! Luego dejé en paz el árbol, pero durante semanas observé que volaban hasta él una o dos urracas y me preguntaba si las crías habrían salido.
En junio llovió mucho y no pude salir durante varios días. Pero una tarde, justo antes de la hora de dormir, vi por la ventana de mi habitación que la lluvia, que de nuevo me había tenido encerrado todo el día, había cesado. Corrí escalera abajo y atravesé el césped hacia mi árbol especial. Había trepado por él una vez sin problemas, pero al parecer ahora la correa se había dado de sí, quizá a causa de la pertinaz lluvia. La agarré, pero no sentí resistencia alguna y caí hacia atrás. Todavía puedo sentir la húmeda rugosidad de la correa en mi mano derecha mientras floto en un vacío intemporal sin pensamientos, sin miedo y, por última vez en mi vida, sin una conciencia constante de mi cuerpo.
Caí, ya digo, de cabeza al suelo. «Caí a pique.» Es una expresión certera: el árbol y el aire a su alrededor echaron a pique mi cabeza y mi espalda al llegar al suelo. Lo último que pensé fue que era extraño que el suelo estuviera tan duro con lo blando que me había parecido el húmedo césped cuando había corrido sobre él.
Fue como en una película, pero fue real y siguió siendo real. Sin embargo, lo que sucedió luego es más difuso, una aleación de lo exterior y lo interior. Me llevaban de allí, pero yo me hallaba en una larga oscuridad, como si permaneciera bajo el árbol y no me hubieran encontrado. Desaparecido en el fondo de un pantano que se hubiera formado justo allí, en esa mancha del césped.
Luego el dolor empezó a lanzar sus rayos rojos y azules por todo mi cuerpo, desde la nuca, pasando por la espalda, hasta las piernas, donde los colores desaparecían en los oscuros espacios de los nervios muertos. A veces pensaba que mi cabeza estaba al final del arco iris, donde se halla el tesoro, y que de allí surgían los coloridos rayos. Podían agrisarse temporalmente bajo una película de anestésicos o un sueño intranquilo cercano al duermevela. Nunca se apagaba, pero sí se mezclaba con caras como globos que flotaban y entraban y salían, techos y suelos que se deslizaban rápidamente cuando daban la vuelta a mi cuerpo indefenso. Había voces que me hablaban y navegaban por encima de mí, pero no eran voces humanas, sino como las de los perros o los caballos, llenas de diferentes timbres pero sin palabras.
En ocasiones oía algo aunque la habitación estaba vacía; ruidos que venían de mi interior y se elevaban como los aullidos de los perros hacia el cielo. A veces pensaba que todo debería estar negro, iluminado únicamente por una luna de color amarillo claro; de hecho, los perros aúllan a la luna por las noches. Sin embargo, sobre mi cielo siempre era de día y lucían los brillantes y fuertes colores del arco iris. La urraca era invisible, o visible en mis sueños. Allí estaba: inmóvil en lo alto de un árbol, mirando.
Al principio solo podía mover la cabeza; mover el cuello hacia los lados, aunque eso hacía que los ardientes arcos lucieran aún más vivamente. Los brazos no se movían pero estaban ahí; las piernas no las sentía. Más tarde he comprendido que estuve a punto de quedarme totalmente paralítico del cuello para abajo pero que una serie de operaciones quirúrgicas en Gotemburgo hizo posible que la parálisis se limitase de la cintura para abajo. Lo que en cualquier caso no significa que sea normal de la cintura para arriba. Mi columna vertebral se había torcido y desplazado, y las sucesivas operaciones en Gotemburgo y Zúrich sirvieron de poco. El constante crecimiento del cuerpo desbarataba los planes de los médicos y presionaba creando formas que ni ellos ni la naturaleza habían previsto. Yo era como un árbol encerrado en un laberíntico sistema de cañerías que mi innata fuerza de crecimiento me obligaba a llenar del todo, independientemente de lo doloroso que fuera o de lo grotesco del resultado.
El bajo vientre y mis piernas están, naturalmente, muertos, pero mis brazos son fuertes. Son lo mejor de mí; su desarrollo muscular ha seguido una trayectoria en parte poco natural debido al dolor en la espalda causado por los diferentes sistemas empleados para levantar el peso del cuerpo. De hecho, en mi antebrazo izquierdo el tríceps está más desarrollado que el bíceps. Mi cabeza es normal, pero mi rostro revela que mi forma de vida me va drenando la existencia a un ritmo dos veces más rápido de lo normal. Sobre el papel tengo treinta y cuatro años, pero los profundos surcos en la frente y las bolsas bajo los ojos hacen que parezca que tenga sesenta. Así pues, en ese sentido soy más o menos de tu edad, Harald.