Atravesé los primeros tres años después del accidente en una constante neblina medicinal, pasando de la medio inconsciencia a los aullidos sostenidos cuando necesitaba una nueva dosis de morfina. Vivía en el hospital y, por lo que puedo recordar, solo veía a mis padres en contadas ocasiones, y tampoco podía hablar con ellos especialmente. Con todo, una última operación en Zúrich me aportó cierta ayuda. No podían evitar el crecimiento desviado, pero lograron reducir la presión en el nervio espinal, lo que significó que pude pasar a tomar anestésicos normales, no basados en la morfina. Pero lo que es gritar, seguí gritando, no solo por el dolor, sino también por el mono debido a la desintoxicación. Los médicos habían hecho de mí una criatura dependiente de la morfina, un animal humano, peludo y de ojos enrojecidos que se golpeaba y se arañaba las costillas como si fueran barrotes de celda, mientras aullaba pidiendo comida. Mis cuerdas vocales nunca se han recuperado del todo de ese esfuerzo. Debido al ruido, me apartaron de los otros pacientes y me llevaron a un almacén grande de paredes negruzcas y ásperas. Paredes que devolvían mis gritos como si fuesen una pelota.
Tal vez te estés preguntando cómo era la vida para mí durante esos años. Yo mismo lo hago. Por un lado no era más que un niño pequeño que de pronto había abandonado su vida habitual y había entrado en un torbellino de dolor que irradiaba calmantes y analgésicos, constante malestar, olor a hospital y caras extrañas. Supongo que me sentía desamparado y abandonado. Pero, por otro lado, no lo recuerdo así, sino como una neblina, un estado de duermevela continuo en el que no deseaba nada ni temía nada (seguramente también me daban antidepresivos). La cama era una nube que me permitía flotar por encima de un gran escenario teatral desde donde, distraído, contemplaba a los actores con los párpados medio cerrados. Entraban y salían con pasos decididos que resonaban contra el suelo. Movían cortinas, bandejas y carritos. Se volvían hacia mí, pero le hablaban a otro, a mi gemelo, el que había crecido a mi espalda, el que se había tumbado en esta cama y me había traído con él aunque yo aquí no tuviera nada que hacer.
Si realmente intento identificar lo que sentía bajo la superficie adormecida, diría que era estupor. Ojos que miran fijamente y una boca medio abierta que esperaba cerrarse cuando la fantasía onírica acabara. Pero no acababa, y me había acostumbrado tanto a ella que nunca pregunté: «¿Cuándo podré volver a casa?». Sabía que nunca podría abandonar a mi siamés, el dolor que estaba unido a mi cuerpo en la espalda. Era el centro de mi vida. Comparado con él, donde me encontrara no era tan importante. Y así sigue siendo.
En fin. Cuando las molestias de la abstinencia cesaron, me había «recuperado» lo máximo que podría recuperarme jamás y volvieron a llevarme a Suecia en una ambulancia que parecía un camión. En mi nuevo estado, algo menos ido, vi realmente a mis padres por primera vez en tres años. Habían envejecido tanto, diez o quince años, que primero pensé que eran unos familiares desconocidos que se habían reunido para darme la bienvenida. Cuando miro hacia atrás comprendo, agradecido, que sus caras consumidas fue la prueba más patente de amor que nunca he recibido. Una cara dice más que mil palabras, y menos mal, porque las palabras de consuelo no abundaban en nuestra familia. Se consideraban «ñoñerías» dañinas para el niño. Así era antes de que me cayera del árbol y nada había cambiado después.
Más bien al contrario: la formación estricta del carácter se puso en marcha como sistema; en ocasiones, las miradas que intercambiaban mis padres parecían remitir a reglas de actuación muy determinadas elaboradas por mi padre y aceptadas por mi madre. Ella le era leal, aunque a veces apretara mis manos con una mirada cargada de sentimiento (un abrazo estaba fuera de lugar dado mi estado). Yo apretaba sus manos como respuesta. Sin embargo, nunca la vi llorar, y le estoy agradecido por ello; la lástima de los demás alimenta la autocompasión. Sin la dura educación que había recibido, podría haberse convertido en un veneno paralizador.
También necesitaba esa disciplina cuando pensaba en mis amigos de antaño. Nunca volví a verlos. Nunca se planteó un encuentro. Quizá ellos no querían molestar, quizá sus padres no querían que mi visión los marcara, y yo desde luego no tenía ningún interés en mostrar mi lastimosa situación. Ningún interés en verlos moverse con naturalidad y recordar aún más claramente cómo corríamos juntos antaño.
Me pusieron en mi antigua habitación, que expertos fisioterapeutas habían renovado por completo. Un montón de aparatos y herramientas ingeniosas facilitaban las tareas cotidianas; tenazas de agarre, mesas giratorias, recipientes para vasos, platos y cubiertos. Los últimos siempre de plástico blando, ya que los objetos punzantes de metal podrían representar un riesgo de suicidio. Lo más importante era una silla de ruedas especialmente diseñada que disponía de una serie de correas que servían para alzarme, recostado como en una suave cuna, ya que no podía sentarme sin que el dolor de espalda empeorara. Aparte de eso se necesitaba un mecanismo de elevación para llevarme de la cama a la silla de ruedas (aún utilizo ambos.)
Todo esto lo demostraba Agnes, una mujer desenvuelta, de constitución fuerte y de unos cuarenta años a la que siempre he admirado como imagen de la inteligencia pragmática. A veces, cuando me siento deprimido e incapaz de levantarme de la cama, imagino lo que ella me diría y ya no puedo protestar. Agnes es como esas esposas gritonas, corpulentas, con mandil y rodillo en mano del cine mudo…
Volviendo a mi habitación, su diseño práctico no solo pretendía facilitarme el día a día sino que además pudiera continuar con mis estudios. Llevaba tres años de retraso; podía decirse que mi cerebro estaba igual de salvaje que mi cuerpo, pero los mejores profesores iban a disciplinarlo. Mis padres recabaron recomendaciones sobre maestros recién graduados de Uppsala y de Lund y contrataron a toda una serie de jóvenes tutores.
Cada uno de ellos se quedaba un año, luego querían salir al mundo e iniciar una carrera normal. Los tres primeros años contrataron a un profesor que vivía en la finca y me daba todas las asignaturas; después tuve tres profesores que venían algunos días a la semana para enseñarme uno historia y literatura, otro lenguas extranjeras y el tercero matemáticas y ciencias naturales. Parecían una misma persona, ya que, de acuerdo con los deseos de mis padres, se comportaban de manera muy formal y llevaban una especie de uniforme de profesor: una chaqueta azul oscura con nuestro escudo de armas bordado en el bolsillo del pecho. Durante las clases yo también iba de azul oscuro y llevaba el escudo familiar, pero lo mío era más bien un saco holgado, la única prenda posible en mi particular anatomía.
Como he dicho antes, llevaba tres años de retraso escolar, o quizá algo menos, ya que a los cinco años había aprendido a leer preguntándole a la cocinera las letras de las revistas que había por la cocina. Pero ahora habían puesto en marcha un estricto programa cuya finalidad era que alcanzara el nivel de los compañeros de mi edad. Estudié todas las asignaturas obligatorias en la escuela ordinaria. Entre las lenguas, el inglés, por supuesto; luego, primero el francés, la preferida de la aristocracia, y más tarde el italiano y el alemán. Por las tardes conversaba con mi madre y nos turnábamos en leer en alto muchos escritores distintos -Selma Lagerlöf, Mikael Lybeck, Runar Schildt, Hjalmar Bergman-, pero siempre buenos estilistas. Ella me corregía cuando acentuaba mal; me pasaba a veces porque nunca estaba en el mundo de fuera y no oía el habla normal. Le preguntaba sobre palabras que no entendía y ella repasaba conmigo y me preguntaba por las palabras menos frecuentes de algún capítulo que yo había leído con anterioridad. De esta forma, mi madre y yo estábamos juntos en el mundo de la novela y del idioma sueco; éramos una familia, el hogar que nunca he dejado.