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Así pues, mi círculo de relaciones es pequeño, y siempre me he preocupado por mandar una postal en las onomásticas, una postal o un pequeño regalo en los cumpleaños, y regalos de Navidad más consistentes. Cinco personas equivalen a quince envíos que hay que planificar con cuidado y cumplir cada año; algo así como un cordón umbilical con la humanidad. Se me da bastante bien adivinar a través de las largas conversaciones telefónicas lo que mi tía soltera, mi tío, su mujer o sus dos hijos quieren que les regale. Ellos no se dan cuenta, pero yo lo planeo todo semanas o incluso meses antes. Claro que, además, cuento con un sinfín de medios, pero al mismo tiempo debo tener cuidado de no abochornarlos con regalos lujosos a los que no puedan corresponder. Lo que cuenta es la intención; por ejemplo, cuando mi tío empezó a tener dificultades con sus golpes largos en el golf, hice que le fabricasen unos palos con un agarre especial que proporcionaba velocidad extra al golpe. Y cuando mis dos primos adolescentes planeaban irse de vacaciones en tren, hice que les cosieran varias camisetas con un bolsillo interno donde guardar el pasaporte y el dinero; mucho mejor que los monederos que se llevan colgados al cuello: hacen sudar y todos los ladrones los conocen.

Tengo bastantes fotografías de mis familiares, se las pido siempre como regalo. Los quiero a todos, y espero que con el tiempo mis primos tengan hijos a los que pueda ver crecer, a mi manera, en la distancia. Así podría haber sido.

Pero todo tiene un final, y este llegó cuando una mañana en Granö mi madre no se levantó. Yo no podía hacer nada, solo llorar, hasta que llegó la enfermera a las diez. Le dije enseguida que fuera al otro dormitorio y al rato volvió, muy lentamente, con la mirada baja y las manos aferradas a los pliegues de la gabardina, que había desabrochado pero no se había quitado. No dijo nada, se limitó a alzar sus ojos hacia mí con una seriedad y una compasión que nunca olvidaré. Ella entendía lo que mamá significaba en mi vida.

Se había muerto mientras dormía. Vino un doctor. Vino la policía. La enfermera se quedó ese día y la noche siguiente; luego la agencia mandó a otras enfermeras que se turnaron en cuidarme y encargarse de la casa durante las veinticuatro horas. Yo solo asentí con la cabeza cuando me lo propusieron. Estaba completamente ausente. Mamá solo tenía cincuenta y cinco años; no estaba preparado. Un derrame cerebral fulminante como el infarto que acabó con mi padre. Parece un rasgo familiar, pero no será el mío.

El entierro. Lo seguí, en tiempo real, a través de la cámara y el micrófono. Vi a mis familiares en la capilla y di un discurso que resonó a través de los altavoces. Todo está grabado y solía mirarlo cada semana.

Con el tiempo, volví mal que bien a mis costumbres; durante semanas o meses viví como en una nube roja que incluso cubría el ardiente arco iris de la espalda. Posteriormente me he preguntado si era mi propio dolor o si los médicos me ponían a escondidas en los calmantes alguna medicina que me aliviara la angustia.

Cuando volví a la vida -a lo que yo llamo vida-, comenzó de nuevo una rutina ya conocida. Las enfermeras no tenían que vigilarme las veinticuatro horas, sino que venían dos veces al día, como antes. Pero necesitaba un ama de llaves que limpiara y cocinara. Nuestro gestor propuso también un secretario, alguien que llevara los asuntos prácticos y económicos de los que se había ocupado mi madre, pero yo mismo asumí esa tarea. El gestor me enseñó a hacer simples transacciones en internet y luego recibí clases de un experto informático. Ahora soy capaz de llevar mi economía de ese modo, hago inversiones y nuevo dinero tanto a nivel nacional como internacional. Pensé en encargarme incluso de los asuntos de la gestoría, lo referente a capital, fondos y acciones. Tengo tiempo. Pero dejé correr el tema cuando se me ocurrieron otros contactos con el mundo más interesantes.

Al principio de esa nueva época sin mi madre, me agradaba tener frente a mí las mismas vistas que habíamos contemplado juntos y saber que el dormitorio en el que ella había respirado por las noches estaba solo a dos paredes de mí. Prohibí que se aireara el piso de arriba. La respiración de mi madre seguía en la casa.

Pero pronto empecé a sentirlo como una pesada atadura. Bastante cerrada es mi vida, bastante circular, un día tras otro, para quedarme anclado en un pasado que ahora inevitablemente está acabado. Con el tiempo comprendí que debía mudarme y empecé a buscar una vivienda por internet. No solo en los anuncios de venta de casas, también en las noticias sobre edificios de cierto valor histórico-culturaclass="underline" palacios, mansiones, fábricas abandonadas… Incluso pensé en un velero antiguo recién renovado como una casa móvil con la que trasladarme de puerto en puerto.

Fue entonces cuando vi una noticia sobre el castillo de Forshälla. ¿Por qué no? La mayor ciudad sueco-finlandesa podría estar bien para alguien que no sabe finlandés. El museo de la ciudad iba a dejar sus aposentos en el castillo y nadie sabía qué los ocuparía. Por supuesto, no estaban pensados como vivienda privada, pero si tienes dinero e imaginación nada es imposible. Hice que detectives privados siguieran al presidente y al vicepresidente del cabildo, y tras dos semanas de vigilancia uno de ellos visitó un burdel en Grönhagen. Aun así, no tuve que utilizar esa forma de presión, bastó donar elevadas sumas a todos los partidos políticos a través de una de mis empresas. Y entonces pude alquilar sin problemas la mitad del piso superior: la torre izquierda y su correspondiente ala. Sin embargo, la catalogación del castillo como edificio antiguo conllevó algunos problemas para su renovación: estaba prohibido convertir la torre en una gran sala diáfana, y no quise llamar la atención presionando más. Afortunadamente, en la parte norte había una antigua cafetería que podía convertirse en un amplio dormitorio-salón con agua corriente y de todo.

Así pues, me trasladé a Forshälla, a la ciudad del Cazador, como ahora bien podemos decir. Disfruto de una maravillosa vista del centro, incluso de la calle peatonal, y puedo hacer que me lleven rodando a la parte sur, para ver el jardín del castillo y el Jardín Botánico, o a la torre, para contemplar la puesta de sol y las vistas al oeste, la iglesia e incluso, la nueva comisaría en la que gobiernas, Harald. A menudo he pensado que podríamos mirarnos el uno al otro con los prismáticos, pero me han informado de que tu despacho está al otro lado, con vistas al norte de la ciudad y Lysbäcken, al oeste. En cualquier caso, ambos somos personas de torreón.

Ya llevo dos años viviendo aquí mi tranquila vida, con las visitas de las enfermeras mañana y tarde y un ama de llaves que viene tres días a la semana. Caliento la comida en el microondas. Por tanto, la mitad de los días y todas las noches estoy solo, a excepción de cuando, algo así como una vez al mes, sufro una crisis y me cuidan sin interrupción durante tres o cuatro días. Todo lo práctico está bien organizado, y además ahora tengo un contacto más fuerte con la realidad. En la distancia, con los prismáticos, veo a un montón de gente en las calles y las plazas de la ciudad o en el jardín del castillo, realmente cerca. Miro con deleite a la gente del jardín del castillo; llegan en masa cuando se canta a la primavera el Primero de Mayo o cuando se lanzan fuegos artificiales el día de la Independencia. Una vez, hubo riesgo de que se suspendieran y los costeé, de forma anónima, naturalmente.

Supongo, Harald, que empiezas a impacientarte, y tienes razón. Prometo centrarme en el asunto, llegar al Cazador, pero paso a paso, para que lo entiendas.

El primer punto de partida será este: ¿qué hago de mis horas y mis días? Duermo bastante, claro está, los anestésicos me atontan y mi sueño por las noches no es profundo. Por lo demás, no me quedo cruzado de brazos. Tengo el gusto por la lectura desde muy joven y he seguido cultivándolo toda mi vida; he leído a todos los clásicos, de Homero a Thomas Mann, Kafka, o Beckett, y a menudo varias veces. También conozco la literatura contemporánea, con ayuda, entre otros, de The New York Review of Books, y pocas veces me sorprende la elección del premio Nobel. Veo películas en vídeo, o ahora en DVD, y leo Variety para no perderme nada interesante. Navego diariamente por la red, ¡qué enorme recurso para alguien aislado!, y contemplo cuadros en las páginas web y en los libros de arte. En general, soy omnívoro en lo referente a las diferentes áreas de cultura, aunque soy incapaz de apreciar la música popular. Por el contrario, soy un experto en música clásica, desde Palestrina y Monteverdi, hasta Shostakóvich y Penderecki. Con la notable excepción de Mozart. Durante largos períodos no puedo escuchar su música. Pero cuando estoy medio dormido en la cama, amodorrado por los calmantes, a veces tarareo una melodía y, tras un momento, me doy cuenta de que es de Mozart: movimientos ligeros sobre un cielo azul. Quizá algo del quinteto para clarinete o del vigésimo primer concierto para piano, el lento fraseo que dice: esto existe y aquí no llegáis. La belleza existe y llena mis ojos de lágrimas, mi alma de dulzura… y humillación. Mozart es el preferido de Dios en sus alturas, el genio que con descorazonada inconsciencia esparce sus envidiables ideas a su alrededor: «Esto brilla sobre las nubes. Lo veo todo el tiempo, ¿no lo veis vosotros?». Se ríe y mira a su alrededor con fingido asombro: «Qué raro. Será que no sois dignos de verlo». (Como ves, estoy influenciado por la película Amadeus, pero creo que tanto esta como Salieri tenían bastante razón en lo referente a Mozart.)