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En líneas generales, me atrevo a afirmar que conozco bastante a fondo casi todas las áreas de la cultura occidental, y ello sin infravalorar las más populares, como las novelas de detectives, la ciencia ficción o las películas de Hollywood. ¡No tengo otra cosa que hacer que formarme! (El área creativa, que alguna vez he intentado, bien con la escritura, bien con la acuarela, me es, por desgracia, esquiva.) Pero no soy únicamente un amante de la belleza. Vivo en mi época, estoy suscrito a una decena de diarios y revistas de diversos países, y sigo las noticias y los documentales de los muchos canales por satélite.

También me gusta entrar en las páginas web de las diferentes ciudades, estudiar los mapas y leer sobre comunicaciones, sanidad, escuelas y centros culturales. Una semana imagino que vivo y trabajo como un ciudadano normal en Lyon y otra quizá en Uleåborg o en Newcastle. Planifico minuto a minuto mis desplazamientos en autobús al trabajo, y también el camino a la escuela, calle a calle, de mis supuestos hijos. Elijo un restaurante adecuado para una celebración. El contacto con la realidad, como la gente normal.

Sin embargo, he descubierto que no es tan fácil. Aunque poseo todos los canales imaginables, y tengo todas las conexiones neuronales expandidas, durante mucho tiempo he sentido que no tengo suficiente «realidad». Mi alimento espiritual carece de una sustancia, una vitamina imprescindible. Y he averiguado la causa: apenas existen descripciones directas de la realidad en los libros, las películas, las revistas, la televisión… Aparte de que el arte siempre conforma la realidad mediante la ficción y la fantasía, las noticias y los llamados documentales deben atenerse a ciertas formas y formatos. Es algo que ves claramente cuando, como yo, sigues muchos medios de comunicación y canales diferentes. En última instancia solo pretenden ofrecer una descripción parcialmente correcta de la realidad, ya que lo que quieren, y más cada año que pasa, es ofrecer un producto entretenido que sigue unas reglas de presentación. Cierta forma de comenzar y de recortar las entrevistas y los reportajes, una llamada a los valores establecidos… Se pulsan determinadas teclas para conseguir una reacción determinada en los receptores; lo que sea la verdadera realidad es menos importante que una toma de cámara impresionante o un fragmento de entrevista elegantemente recortado. En otras palabras: para ganarse el favor del público, incluso los documentales aparentemente puros se filtran a través de patrones periodísticos que desvirtúan la realidad. La única realidad con la que tengo contacto total es con las paredes de mi habitación, las superficies de tela en las que descargo mi dolorido cuerpo, las vistas sobre la ciudad y la lejana llanura.

Esta toma de conciencia, que alcancé hace unos dos años, poco después de trasladarme al castillo, me ha resultado insoportable: mi minusvalía me impide tener contacto directo con la vida; todo lo que veo y escucho está aderezado o desvirtuado. Es mucho lo que ofrece, fragmentos de realidad y conocimientos sobre el pensamiento y la fantasía de la gente, pero no puede curar mi carencia: la falta de realidad. Al principio, esta reflexión me llevó a la depresión. Hubo que aumentar la dosis de los estimulantes que en los últimos tiempos se me han prescrito junto con los calmantes. Pero ni eso ayudó; aunque luego empecé a pensar en diferentes remedios. Pensé que a mi alrededor vivían personas normales: médicos, enfermeras, el ama de llaves, la gente de la limpieza que envía la agencia… Quizá podría pedirles que me contaran algo de la vida que sucede fuera de mi cuarto de enfermo, algo de sus vidas cotidianas normales.

Pensé mucho en ello mientras estaba allí tumbado, con las cortinas corridas, envuelto en mi nueva enfermedad anímica. Pero elegí no hacerlo por miedo a nuevas distorsiones. Esas personas me han visto, sienten compasión y, al menos en parte, dependen de mí económicamente. Seguro que también distorsionarían o adornarían sus informes del mundo exterior para el pobre enfermo, para el multimillonario fácil de engañar. En el peor de los casos escucharía historias inventadas de principio a fin sobre el sufrimiento que podía curarse con una cantidad apropiada de dinero. No, los informes debían proceder de alguien que no me conociera y que describiera su vida sin miradas de soslayo ni motivos implícitos.

¡Era una idea brillante! De hecho, cuando se me ocurrió, me senté en la cama; es decir, tuve un pequeño arranque de alegría hacia delante y hacia arriba que, por supuesto, fue frenado inmediatamente desde dentro por una intensificación del dolor. No le hice caso y, satisfecho, volví a caer tumbado con una sonrisa.

Me recuperé al instante, me refiero en lo anímico. Ordené que corrieran las cortinas y empecé a planificar. Había que pulir esa idea estupenda y ponerla en marcha cuando estuviera bien elaborada, para que no hubiera trampas. Estuve pensando en ello durante días y semanas. Anunciaría en la red que buscaba a gente que quisiera escribir sobre su vida y contar lo que habían experimentado. Al principio pensé en definir las reglas del relato para evitar que los redactores cayesen en modelos convencionales. Pero entonces surgiría el riesgo de nuevas convenciones impuestas por mí que se interpondrían entre la realidad y yo. Así que únicamente dije que se trataba de una encuesta para un estudio sociológico sobre la vida en la Finlandia actual. Por la molestia, los participantes recibirían trescientos euros por un informe de unas quince páginas, pago que repetiría si se daban varios informes. La suma parecía correcta; lo suficiente para motivar a un escritor serio, no tan alta como para atraer a aventureros que inventasen sus historias. Como una garantía más de autenticidad, decidí exigir que los informes estuvieran escritos a mano. Es la forma propia de los diarios y de las cartas personales, menos dirigida a un público exterior que la escritura a máquina o al ordenador.

¡Dicho y hecho! Colgué una página en la red, utilicé etiquetas de búsqueda apropiadas (en sueco, por supuesto), y pronto atraje a cientos de personas que buscaban a alguien con quien conversar. Antes de encargarles nada y de hablar de retribución, tuvieron que contar sobre sí mismos y, entonces, o más tarde, eliminé a cuantos tenían ambiciones literarias, pensaban escribir una biografía, etcétera. Lo que yo quería eran puras descripciones de la realidad hechas por personas normales que escribiesen sin florituras. «Indique su nombre completo y su edad, y escriba con sus propias palabras lo que haya experimentado en su vida, tal como fue. Quiero conocer cómo ha sido su realidad», esas eran mis únicas instrucciones.