Pero ¿y si Dios existe? Entonces ya me ha castigado. Mi vida, por llamarla así, mi constante dolor y mi permanente invalidez, la muerte viva que recayó sobre un niño de seis años, siete años, ocho años… año tras año, ¡qué es eso si no un castigo! ¿Por qué? Quizá en previsión de lo que yo pretendía hacer ahora. Dios lo ve todo en todo momento en un solo instante. E incluso si no existe, se necesita cierto equilibrio moral en el universo. Para este tormento permanente, esta sobrada razón. Para esta condena, este delito.
Quizá lo entiendas mejor cuando hayas leído el falaz informe adjunto, en el que la redactora quiere darse notoriedad inventándose una historia sobre una avería inminente en una central nuclear. Esa persona era mis ojos y mi cuerpo móvil. Encarnaba la realidad, y cuando mintió en su informe, ¡toda mi ávida conciencia receptiva y toda mi vida resultaron ser una farsa! Era un veneno que había tomado voluntariamente y del que solo podía deshacerme mediante un antídoto radical.
La decisión fue lo difícil; la realización, relativamente sencilla. Como dije anteriormente, no hay casi nada que no pueda alcanzarse si se tienen los medios apropiados y se utilizan con generosidad. Ni siquiera necesité hacer «un contrato» en la red. Hay en ella ofertas encubiertas sobre distintos tipos de delito, desde la brutal recaudación de deudas y el robo de objetos específicos, hasta lo que entre otras formulaciones se llama «soluciones serias a problemas serios». Estas ofertas se escriben en un lenguaje codificado que recuerda el de los anuncios de contactos eróticos («mimosa»). Hay también otras similitudes: «Preferiblemente en el sudoeste de Finlandia», ponía en la oferta que finalmente escogí. Contraté pues a un asesino profesional, al que llamáis «el Cazador». Me cobró bien el trabajo: cien mil euros cada vez, el doble de lo que yo había pensado. «Porque lo valgo», escribió (supongo que es un hombre). Y, de hecho, lo valía. En octubre del año pasado realizó un encargo rápido sin que vosotros me asociarais a ello y sin, gracias a Dios, equivocarse de persona (esto último es lo que yo más temía: no tenía ninguna foto para enviársela). Fue tan concienzudo que incluso me envió pequeños informes, que adjunto, sobre cómo pensaba y cómo se acercaba a la víctima, como si de otro modo yo no hubiera creído que había realizado el encargo. En el primer caso me envió también el monedero de Gabriella Dahlström y, bueno, ya te lo imaginas: ¡sus ojos, en un estado casi irreconocible de descomposición, flotando en una solución coloreada por la sangre! ¿Los envió como prueba de que se había efectuado el encargo? ¿O como una cabellera, un trofeo, un signo de victoria?
No lo esperaba, pero en cierto modo la culpa es mía. El Cazador no se había conformado con el contrato y los honorarios, sino que había querido tener una motivación para el asesinato. Entonces le escribí que Dahlström había mentido, que no había cumplido el encargo de informar únicamente de la realidad que había vivido y visto con sus propios ojos. Y el Cazador tradujo eso a su peculiar manera.
Para mí, el castigo que sufrió Gabriella Dahlström fue una limpieza que hizo posible que siguiera recibiendo informes. Me ofrecían demasiado para prescindir de ellos. Pero estaba siempre en guardia, como he dicho, y en abril de este año volvió a suceder. Recibí un informe claramente inventado sobre una esposa desaparecida misteriosamente, junto con fantasías generales sobre personas que simplemente desaparecen. De nuevo volví a sopesar dejar marchar al embustero, pero esta vez ¡le dediqué poco tiempo!, y de nuevo sentí que emocionalmente me era imposible.
Entonces, cuando había tomado mi decisión, no dudé en dirigirme de nuevo al extraño y morboso Cazador. Comprendí que era menos arriesgado acudir a quien había realizado el primer encargo que buscar a otro.
Me he preguntado una y otra vez si debería denunciarlo, es decir, haceros saber la dirección electrónica del Cazador y su cuenta bancaria en las islas Caimán, pues no conozco su nombre. Es una cuestión peliaguda: por un lado, es un asesino; por otro lado, solo realizó mi encargo y confía en que no lo defraude. Tras mucho cavilar, he llegado a la conclusión de que no tengo derecho a decidir sobre su vida, pues sería como una especie de asesinato que lo condenaran a cadena perpetua. El disco duro con sus datos de correo electrónico se destruirá junto con todo lo demás de mi casa. En cambio, le he persuadido para que no vuelva a matar y le he enviado trescientos mil euros como compensación. No he recibido respuesta, pero sé a través de mis contactos bancarios que ha sacado el dinero y lo ha transferido a otra cuenta en el extranjero. Lo que interpreto como una promesa de acabar con la actividad delictiva, pero tal vez me engañe. Con una persona tan extraña, nunca se sabe.
¿Por qué te escribo a ti, Harald? ¿Qué sentido tiene este informe si no te entrego al que puede seguir matando sino solo a mí mismo, el instigador que nunca más repetirá su acción?
La respuesta comienza en mi afán de saber. Cuando las dos muertes se consumaron y entendí que estaba en marcha una investigación, quise mantenerme à jour, en especial porque los casos parecían haber quedado totalmente al margen de los medios de comunicación. En parte me movió la curiosidad, en parte el temor a ser descubierto, y en parte una sensación vital de participar en algo que sucedía ahí fuera, en la realidad. Necesitaba, pues, un contacto en la comisaría, lo cual llevó su tiempo, pues todas las pesquisas debían ser sumamente discretas. Al final lo logré, pero estate tranquilo, no es ninguno de tus colaboradores, nadie del círculo interno. En cambio, resulta sorprendente cuántos del círculo externo pueden conseguir bastantes cosas a cambio de unos miles de euros, hablo de asistentes policiales, oficinistas, archiveros, bedeles o del personal de la limpieza. Basta con encontrar a la persona adecuada. En fin, una de esas personas de confianza (a quien no pienso descubrir) me consiguió los datos. Sucedió, sin embargo, con bastante retraso y cierta fragmentación, dado que mi contacto debía tener mucho cuidado.
La mayor parte de lo que averigüé de esta manera podía haberlo imaginado por mí mismo, pero sí hubo dos cosas nuevas. La una era que habíais adjudicado indebidamente un asesinato al Cazador. Lo que sucedió en la cabaña de Euraåminne no lo encargué yo, y pregunté sobre ello al Cazador. Niega rotundamente haber tenido nada que ver con ello: «Soy un profesional, no mato por gusto; de hecho, me enfadó que alguien me hubiera imitado». Al menos en esto puedo ayudarte en tu trabajo, pues no colisiona con ninguna de mis lealtades. No tengo nada que ver con la muerte número dos.
Lo otro de lo que me enteré, aunque tarde, en mayo de este año, a través de mi informador en la comisaría, era que Gabriella Dahlström estaba embarazada. Para mí fue un choque, actuó lentamente, pero una semana después fue radical. Tuve alucinaciones tanto en sueños como despierto: un feto indefenso que es estrangulado y se ahoga en un cuerpo que ya no le proporciona oxígeno, un niño que agita sin remedio sus delgados brazos. Los brazos y las piernas se relajan, todo el cuerpo se colapsa, se paraliza. Un mundo que se acaba antes de haber podido desarrollarse. A veces, el niño de mis sueños abría de improviso sus párpados muy cerrados y me miraba con sus ojitos brillantes.
Es mi responsabilidad, mi inalienable responsabilidad. Dejé que mataran a un niño que no había hecho ningún daño, una personita que era inocente de cuanto ocurre en el mundo. ¿Cuál es el castigo que merezco?
Según la ética intencional, la cuestión es difíciclass="underline" ¿debería yo haber supuesto que una mujer de la edad de Gabriella Dahlström podía estar embarazada? ¿Mi negligencia al respecto es tan grave que equivale a una mala intención? Dudo en la respuesta, pero desde el punto de vista de la ética de consecuencias el tema no implica ninguna duda: he causado la muerte de una persona inocente, y la única condena posible es mi muerte. Creo que mi padre también habría decidido que eso era lo que prescribía el código de honor de la nobleza, no escrito pero inexorable.