– No es un trío, un cuarteto ni un octeto -lo contradijo Jordan.
– Me parece que los octetos se incluirían en la categoría de orgías. ¿Has oído hablar de ellas?
No iba a permitir que la chinchara. Estaba concentrada en Zachary, que hacía todo lo posible por lograr que Isabel se fijara en él. No le habría extrañado que empezara a dar saltos mortales hacia atrás.
– Es una pena -comentó a la vez que sacudía la cabeza.
– ¿Lo de Zack? -dijo Michael y ella asintió-. No lo culpo. Isabel lo tiene todo. El cuerpo, la cara… Sin duda, tiene…
– Diecinueve años, Michael. Tiene diecinueve años.
– Sí, ya lo sé. Es demasiado joven para Noah y para mí, y ella cree que es demasiado mayor para Zachary.
El coche que transportaba a sus padres llegó a la entrada del club. Jordan observó que un guardaespaldas se colocaba exactamente detrás del juez cuando éste se dirigía hacia la escalinata. Otro guardaespaldas subía deprisa los peldaños delante de él.
Michael le dio un codazo cariñoso.
– No te preocupes por los guardaespaldas -le aconsejó.
– ¿A ti no te preocupan? -preguntó Jordan.
– Puede que un poco. Pero hace tanto tiempo que dura el juicio que me he acostumbrado a ver a nuestro padre con sus sombras. En un par de semanas, cuando dicte sentencia, habrá terminado todo. -Le dio otro codazo afectuoso-. No pienses en eso esta noche, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -prometió ella, aunque no sabía cómo iba a conseguirlo.
– Deberías empezar a celebrarlo -le indicó su hermano al ver que seguía preocupada-. Ahora que has vendido tu empresa y nos has hecho ricos a todos los accionistas, eres libre como el viento. Puedes hacer lo que quieras.
– ¿Y si no sé lo que quiero?
– Ya lo averiguarás con el tiempo -aseguró Michael-. Seguramente, te seguirás dedicando a la informática, ¿no?
Jordan no sabía qué haría. Suponía que si no seguía trabajando en algo relacionado con los ordenadores, estaría desperdiciando sus conocimientos. Era una de las pocas mujeres expertas en innovación informática. Había empezado su carrera profesional en una gran empresa, pero terminó montando su propio negocio, y con la inversión de su familia lo había hecho triunfar. Se había pasado los últimos años trabajando sin cesar. Sin embargo, cuando otra empresa le hizo una oferta estupenda para comprarle el negocio, no había dudado en vender. Era una mujer inquieta y le apetecía un cambio.
– Tal vez me dedique a la asesoría -comentó a la vez que se encogía de hombros.
– Sé que has recibido muchas ofertas -dijo Michael-, pero tómate algo de tiempo antes de lanzarte a hacer algo, Jordan. Espera y relájate. Diviértete un poco.
Jordan recordó que esa noche era de Dylan y de Kate. Ya se preocuparía por su futuro el día siguiente.
Noah estaba tardando una eternidad en subir la escalinata. No paraban de abordarlo familiares y amigos.
– ¿Por qué no entras? -la apremió Michael-. Y deja de preocuparte por Noah. Sabe lo joven que es Isabel. Y no hará nada indebido.
Michael tenía razón acerca de Noah, pero Jordan no podía decir lo mismo de Isabel.
– ¿Podrías ir a buscarla y llevarla dentro?
No tuvo que pedírselo dos veces. Su hermano había bajado ya algunos peldaños antes de que el portero le abriera la puerta a ella.
Después de todo, no era necesario que vigilara a Noah. Como Michael había dicho, era todo un caballero. Sin embargo, había jovencitas bastante insistentes que no lo soltaban, y a él no parecía importarle en absoluto ser el centro de su atención. Pero como todas superaban los veintiún años, Jordan imaginó que sabían lo que estaban haciendo.
La conducta virtuosa de Noah la liberó de sus responsabilidades, y empezó a divertirse. Pero, hacia las nueve ya no podía más con las lentillas, así que fue a buscar a Noah, que seguía teniendo su estuche y sus gafas en el bolsillo de la chaqueta. Estaba en la pista de baile con una rubia platino moviéndose al son de la música lenta. Jordan los interrumpió el tiempo necesario para recuperar el estuche de las lentillas y se dirigió hacia los lavabos de señoras.
Vio cierto alboroto en el vestíbulo. Un hombre de lo más extraño estaba discutiendo con el personal de seguridad del club de campo, que le pedía, sin éxito, que se marchara. Uno de los agentes federales ya lo había cacheado para asegurarse de que no llevara ninguna arma.
– Es inaudito que traten de este modo a un invitado -soltó el hombre-. Les digo que la señorita Isabel MacKenna estará encantada de verme. He perdido la invitación, eso es todo. Pero les aseguro que estoy invitado.
Vio que Jordan avanzaba hacia él y le dirigió una sonrisa radiante. Tenía un incisivo montado sobre los demás dientes, de modo que le sobresalía lo suficiente como para que el labio superior se le enganchara en él cada vez que hablaba.
Jordan no sabía si debía intervenir. El hombre actuaba de una forma muy rara. No dejaba de chasquear los dedos y de asentir con la cabeza como si diera la razón a alguien, aunque nadie hablaba con él en aquel momento. Su ropa también era extraña. Aunque era verano, el desconocido llevaba un blazer de lana con coderas de cuero. Huelga decir que sudaba abundantemente. Tenía la barba empapada. Y, no obstante las canas, Jordan no habría sabido decir qué edad tendría. El hombre llevaba un viejo portafolios de piel, del que asomaban un montón de papeles, sujeto contra el pecho.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó Jordan.
– ¿Es del banquete de boda de los MacKenna?
– Sí.
Se puso el portafolios bajo el brazo, se sacó una tarjeta arrugada y manchada del bolsillo y se la entregó con una sonrisa todavía más amplia.
– Soy el profesor Horace Athens MacKenna -anunció orgulloso. Esperó a que hubiera leído su nombre en la tarjeta y se la arrebató para volver a guardársela en el bolsillo. Y le siguió sonriendo mientras se daba unos golpecitos con los dedos en el bolsillo.
El personal de seguridad se había apartado, pero lo observaba con recelo. No era de extrañar, puesto que el profesor MacKenna era un poco raro.
– No sabe lo contento que estoy de estar aquí. -Alargó la mano hacia ella y añadió-: Esta celebración tiene una enorme trascendencia. Una MacKenna que se casa con un Buchanan. Es increíble. Sí, increíble -comentó Horace Athens MacKenna con una risita-. Imagino que nuestros antepasados MacKenna se estarán revolviendo en sus tumbas.
– Yo no pertenezco a la familia MacKenna -aclaró Jordan-. Me llamo Jordan Buchanan.
No le soltó la mano, sino que se acercó a ella. Había borrado la sonrisa de su rostro y parecía recapacitar.
– ¿Buchanan? ¿Es una Buchanan?
– Sí, exacto.
– Claro -dijo el hombre-. Por supuesto. Es una boda entre una MacKenna y un Buchanan. Tiene que haber miembros de la familia Buchanan. Es lógico, ¿no?
Le costaba seguir al profesor MacKenna. Su acento era fuerte y consistía en una mezcla poco corriente de escocés y sureño.
– Perdone. ¿Ha dicho que los antepasados de los MacKenna se estarían revolviendo en sus tumbas? -preguntó Jordan, segura de haberlo entendido mal.
– Sí, eso es lo que he dicho, corazón.
¿Corazón? Ese hombre resultaba cada vez más original.
– ¿Decía…?
– Imagino que los Buchanan también se estarán revolviendo en sus infames tumbas -añadió Horace Athens MacKenna.
– ¿Por qué razón?
– Por la enemistad, por supuesto.
– ¿La enemistad? No lo entiendo. ¿Qué enemistad?
El hombre sacó de repente un pañuelo y se secó el sudor de la frente.
– No estoy siendo nada claro. Debe pensar que estoy loco.
Pues sí, eso era exactamente lo que Jordan pensaba.
Por suerte, el hombre no esperaba que le contestara.
– Estoy muerto de sed -anunció, y señaló con la cabeza el salón del que Jordan acababa de salir-. Me sentaría bien un refresco.