– Noah -preguntó-, ¿has visto…?
– Están en la mesa -dijo él desde el otro lado de la puerta abierta que comunicaba sus dos habitaciones.
¿Cómo había sabido qué quería? ¿Leía el pensamiento? Las gafas estaban donde había dicho.
– ¿Cómo has sabido…?
– Ibas con los ojos entrecerrados -contestó antes de que pudiera terminar la frase-. Y te has tropezado con una silla.
– No miraba por dónde iba.
– No veías por dónde ibas -dijo Noah, divertido.
Jordan notó que tenía las gafas sucias y volvió al cuarto de baño.
Le pareció oír que alguien llamaba a su puerta y gritó:
– Noah, ¿podrías abrir, por favor?
Unos segundos después, oyó la voz de una mujer procedente de la habitación de Noah. La llamada había sido en su puerta, no en la de ella. Llena de curiosidad, limpió rápidamente las gafas, se las puso y salió a su cuarto. Oh, estupendo. Noah estaba recibiendo servicio personalizado: le estaban abriendo la cama, y Amelia Ann hacía los honores. Noah estaba apoyado en la puerta mirándola, pero cuando oyó a Jordan, volvió la cabeza hacia ella y le guiñó el ojo. Le encantaba el trato preferente. A Jordan, no.
No podía dejar de contemplar a Amelia Ann a través de la puerta abierta. Iba vestida como una cabaretera. Llevaba unos diminutos pantalones cortos, zapatos de tacón de aguja rojos y una blusa escotada que, al parecer, había olvidado abrochar. No había duda de que se estaba ofreciendo. La forma en que se agachaba hacia la cama cuando alisaba las sábanas resultaba cómica, pero Jordan no se reía. La conducta de Amelia Ann era escandalosa.
Jordan se giró murmurando entre dientes y retiró la colcha de su cama. La dejó en el rincón, depositó un montón de papeles en medio de la cama, tomó una botella de agua y se sentó a leer.
Sonó el teléfono de su habitación. Era su hermana, Sidney.
– No adivinarías nunca dónde estoy.
– No estoy para adivinanzas. Dímelo -pidió Jordan.
– ¿No tienes identificación de llamadas entrantes?
– Has llamado a la habitación de mi motel, Sidney. Deberías saber que no tengo identificación de llamadas entrantes.
– Estoy en Los Ángeles, y estoy rodeada de cajas. Como no puedo alojarme en mi residencia universitaria hasta dentro de una semana y media, estoy en un hotel. De hecho, es un hotel muy bonito -admitió-. El botones me ha subido todas las cosas.
– Creía que ibas a ir con mamá la semana que viene. ¿Cómo es que te has ido tan pronto?
– Todo cambió de repente -explicó Sidney-. Pasé la otra noche con mi amiga Christy y cuando volví a casa al día siguiente, mamá me había comprado el billete. Era como si no pudiera esperar ni un minuto más a librarse de mí. Creo que la estaba volviendo loca al preocuparme en voz alta por papá.
– De modo que estás sola.
– Y me encanta -afirmó-. Me estoy pasando con el servicio de habitaciones, pero como no puedo ir a mi residencia, ¿qué otra cosa puedo hacer? Espero que a papá no le dé un ataque cuando reciba la factura de la tarjeta de crédito.
– ¿Cómo está papá?
– Bien, supongo. Ya conoces a papá. Las amenazas de muerte no parecen afectarle. Mamá es otra historia. Está hecha polvo, pero intenta que no se note. Todo el mundo está muy nervioso con lo del juicio.
– ¿Se sabe ya cuándo terminará? -preguntó Jordan.
– No -respondió Sidney-. Los guardaespaldas de papá ya parecen formar parte del mobiliario de Nathan's Bay. Estaban dondequiera que mirara, como un recordatorio constante de que alguien quiere que nuestro padre esté muerto.
– Las amenazas cesarán en cuanto se haya emitido el veredicto.
– ¿Cómo puedes estar segura? Es lo que todo el mundo dice, pero se trata de un caso de crimen organizado, Jordan. Es… grave.
– Ya lo sé. -Jordan había captado la ansiedad en la voz de su hermana.
– Y si ese hombre horrible es condenado, ¿no querrán acabar con papá su familia y sus compinches? Y si no es condenado, ¿no lo querrá el otro bando…?
– Te vas a volver loca pensando en todo eso -la interrumpió Jordan-. Tienes que esperar que las cosas vayan bien.
– Es muy fácil decirlo -respondió-. Me alegro de haber venido aquí antes. Se lo estaba poniendo más difícil a mamá. Ahora tiene que preocuparse por Laurant… y Nick está muy asustado…
– Espera un momento. ¿Qué has dicho? ¿Qué pasa con Nick y Laurant?
– A Nick, nada. La que no está bien es Laurant. Creía que lo sabías…
– ¿Que sabía qué? -preguntó Jordan impaciente.
– Laurant empezó a tener dolores de parto, unos dolores terribles, y el médico la ingresó en el hospital. Todavía no puede tener el niño. Sólo está de seis meses.
– ¿Cuándo ha ocurrido todo esto?
– Nick la llevó al hospital ayer. Yo ya iba rumbo a Los Ángeles -declaró Sidney.
¿Había hablado con su hermano desde entonces? No lograba recordarlo.
– Es una suerte que Nick regresara antes y Noah se quedase contigo, ¿verdad? Habría sido terrible que hubiera estado tan lejos cuando Laurant empezó a tener problemas.
– Pobre Laurant. ¿Qué dice el médico?
– No lo sé -contestó Sidney-. Mamá me ha dicho que le han puesto un goteo intravenoso. Le han reducido las contracciones, pero no le han cesado del todo. Oye, ¿cuándo volverás a casa? A mamá le iría bien contar con tu apoyo en este momento. Siempre te mantienes tan fría y serena. Nada te pone nerviosa.
«Ya no», pensó Jordan. Por culpa de Noah, todo la ponía nerviosa.
Con el rabillo del ojo vio que Noah se acercaba a ella, y enseguida perdió el hilo. Llevaba unos vaqueros y una camiseta limpia. Dejó el arma y la pistolera en la mesita de noche y se tumbó a su lado en la cama.
– ¿Jordan? ¿No me has oído? Te preguntaba cuándo volverías.
– ¿Qué? Oh… Pues… -No, era evidente que jamás se ponía nerviosa-. Mañana -tartamudeó. Noah había alargado la mano y tiraba de ella para situarla a su lado-. Temprano. Nos iremos temprano. Tenemos un buen trecho hasta el aeropuerto de Austin.
Apartó la mano de Noah y se volvió hacia él. Lo miró con el ceño fruncido y lo señaló con un dedo.
– Para -susurró.
– ¿Que pare qué? -se sorprendió Sidney.
– Nada. Tengo que colgar.
– Espera. ¿Crees que debería volver a casa? -preguntó Sidney-. Quizá podría ayudar…
– No, no. Deberías quedarte donde estás. No hay nada que puedas hacer en casa. Te llamaré en cuanto llegue.
– No cuelgues, Jordan. No te he preguntado cómo estás.
Noah le estaba acariciando el cuello, lo que le hacía estremecerse.
– Bien. Estoy bien -soltó.
– ¿Han encontrado al degenerado que te metía cadáveres en el coche?
– Sí. Te llamo mañana. Besos. Adiós.
Colgó antes de que Sidney pudiera impedírselo. Y se volvió para enfrentarse con Noah.
– Intentar distraerme… -Fue lo lejos que llegó antes de perder otra vez el hilo. Noah se estaba quitando la camiseta. Tenía un cuerpo increíble: unos antebrazos tan musculosos, y los abdominales…
Jordan salió mentalmente de su estupor.
– ¿Qué estás haciendo? -exclamó.
– Poniéndome cómodo.
– Por el amor de… -pidió mientras le sujetaba las manos al ver que iba a desabrocharse los vaqueros-. Sugiero que te quedes con los pantalones puestos a no ser que vayas a taparte con la sábana.
– ¿Te da vergüenza? -La posibilidad parecía desconcertarle-. Has visto y tocado todo lo…
– Recuerdo muy bien lo que hice -lo interrumpió y se rio de repente-. No tienes ninguna inhibición, ¿verdad? Me apuesto algo a que podrías pasearte desnudo por Newbury Street, en Boston, sin el menor problema.
– Depende -sonrió Noah.
– ¿De qué?
– De si fuese verano o invierno.
– Es un atrevimiento por tu parte creer que puedes entrar aquí tan tranquilo y dormir conmigo -indicó Jordan con los ojos entornados.