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La llamada de un hombre anónimo que lo había reconocido amenazó con quitárselo todo. Después de ese primer mensaje, había intentado localizar a su autor. Cada vez que metía el dinero en el sobre y lo enviaba a otro apartado de correos distinto, trataba de averiguar quién era el chantajista, pero cada vez que el hombre misterioso llamaba, le daba una dirección diferente. Había llegado a esconderse y a esperar junto a una de las estafetas de correos para ver quién se llevaba el paquete, que había marcado con un rotulador fluorescente amarillo. Se había pasado dos largos días, con sus noches correspondientes, sentado en un coche, en una calle de Austin, con unos prismáticos en el regazo a la espera de poder ver a ese cabrón. Después de que nadie recogiera el dinero durante todo ese tiempo, regresó a Bourbon. Cuando el mes siguiente la petición de dinero aumentó, se asustó más.

J.D. Dickey acabó con todo eso. Pruitt no lo había visto nunca, pero le habían hablado de él. Sabía que había estado en la cárcel y también sabía que su hermano era el sheriff del condado de Jessup.

Tenía que admitir que J.D. había tenido agallas al entrar en su oficina, cerrar la puerta y decirle con toda tranquilidad que podía ayudarle a resolver su problemilla.

Recordaba haberle preguntado a qué problemilla se refería.

J.D. había puesto de inmediato las cartas boca arriba. Le explicó que había iniciado una nueva línea de negocio que le resultaba bastante lucrativa. Se dedicaba al chantaje. Antes de que Pruitt pudiera reaccionar al oír esta confesión, J.D. levantó las manos y le aseguró que él no le había estado chantajeando y que no tenía ninguna intención de hacerlo en el futuro.

Quería trabajar para él. Recordaba la conversación casi palabra por palabra. J.D. le había contado que se pasaba los días y las noches recorriendo los barrios y escuchando conversaciones con su equipo de vigilancia. Si oía algo interesante, como un hombre que engañaba a su mujer, tomaba nota. A veces, había entrado incluso en una habitación para instalar un micrófono o una cámara. Había descubierto que grabar en video escenas de sexo le permitía ganar mucho dinero. Algunos habitantes de Serenity tenían costumbres sexuales peculiares. J.D. le puso entonces varios ejemplos.

J.D. tardó un rato en volver a su problema, pero a Pruitt no le importó. Le fascinaba lo que estaba oyendo. J.D. abordó finalmente el tema de su chantajista. Le explicó que estaba estacionado en la calle de la casa de ese hombre y le había oído hablar con Pruitt por uno de sus móviles. No sabía qué había hecho Pruitt, pero supuso que probablemente tenía una aventura o que tal vez se trataba de algo más grave, como defraudar a Hacienda dinero del concesionario. J.D. dijo que no le importaba lo que hubiera hecho, pero que podía ayudarle a librarse de su chantajista. Podría echarlo del pueblo. Y lo haría gratis si Paul lo ponía en nómina para resolver problemas futuros. Sugirió que podría ser como una especie de abogado y estar a su servicio.

Pruitt accedió rápidamente. Aliviado al ver que J.D. no tenía ni idea sobre su verdadera identidad, en aquel mismo momento tomó la decisión de convencerlo para que le ayudase a deshacerse del chantajista. Luego, él se desharía de J.D.

Cuando le dio el nombre del profesor, J.D. no tenía ni idea de que estaba firmando la sentencia de muerte de MacKenna. Pruitt le dijo a J.D. que quería hablar con el profesor MacKenna antes de que lo asustara para que abandonara el pueblo. Le pidió a J.D. que se encontrara con él en casa de MacKenna, aunque J.D. no sabía que el profesor iba a morir.

Pruitt recordaba cómo se había reído al explicarle a J.D. que se había convertido en cómplice de un asesinato, y ordenarle que se deshiciera del cadáver del profesor por él.

J.D. estaba aterrado. Pero a Pruitt no le importaba. Le dijo que si seguía sus órdenes, todo saldría bien. Lo más importante era deshacerse del cadáver.

Al volver la vista atrás, se daba cuenta de que debería haber sido más concreto. También debería haberse percatado de lo idiota que era J.D. Al pensar en ello, sacudió la cabeza. J.D. se creía muy inteligente. Dejó el cadáver de MacKenna en el coche de Jordan Buchanan porque, como era forastera, creía que podrían culparla de la muerte del profesor. Lo tenía todo atado. O eso creía él.

Pero J.D. no había previsto que Lloyd lo vería metiendo el cadáver del profesor en el maletero. Y no había esperado que Pruitt, o Dave, como él lo llamaba, haría lo que fuera necesario para que Lloyd no abriera la boca. De hecho, no había pensado demasiado en nada. Desde luego, no había pensado que Dave Trumbo lo mataría.

Paul Pruitt se llevó las manos al pecho y se echó hacia atrás. Habría sido mucho más sencillo para todos los implicados que J.D. se hubiera llevado el cadáver del profesor al desierto y lo hubiera enterrado allí, pero el muy imbécil había tenido que intentar ser inteligente.

Pruitt se durmió preguntándose si J.D. habría muerto cuando lo había golpeado desde detrás o si simplemente se habría quedado inconsciente y habría sentido cómo el fuego lo devoraba.

Capítulo 42

Cuando Noah fue a verla por la tarde, Jordan, envuelta en almohadas, estaba incorporada en la cama con asistencia médica.

Volvía a estar pálida, lo que Noah le mencionó a la enfermera cuando ésta terminó de tomarle la temperatura a la paciente.

– Bueno, es que hoy se ha levantado y ha dado algunos pasos -dijo, contenta-. Está agotada.

Jordan estaba más lúcida cada vez que la veía.

– ¿Podría beber un poco de agua, por favor? -Había aprovechado la ocasión para volver a pedirlo.

La enfermera negó enérgicamente con la cabeza.

– Ni hablar. Todavía no puede ingerir nada. Le traeré una toallita y un poquito de hielo.

¿Qué quería que hiciera con una toallita? Noah esperó a que la enfermera se fuera para acercarse a la cama y tocarle suavemente la mano.

– ¿Cómo te encuentras?

– Como si me hubieran disparado. -Parecía contrariada.

– Sí, bueno, es lo que pasó, cariño.

Menuda compasión. Su madre se había pasado casi toda la mañana sentada junto a su cama, y cada vez que Jordan abría los ojos, se secaba las lágrimas de las mejillas y le preguntaba qué podía hacer para que se sintiera mejor. Y no dejaba de llamarla «pobrecita mía». Noah, en cambio, se situaba en el otro extremo y actuaba como si no fuera nada del otro mundo que te pegaran un tiro. Jordan prefería mucho más su actitud.

– Estoy segura de que te mueres de ganas de volver a tu vida normal -dijo con voz lastimera.

Cerró los ojos un segundo y no vio la expresión exasperada de Noah.

– No te duermas todavía -le pidió éste.

– Qué cambio. Todo el mundo que viene a verme insiste una y otra vez en que me duerma.

– ¿Recuerdas lo que me dijiste en la sala de recuperación?

– ¿Hablé mucho? -Lo miró recelosa.

– No demasiado -soltó Noah con una carcajada-. Pero dijiste algo sobre los disparos.

– Sí… -confirmó con los ojos desorbitados al recordarlo-. Dave Trumbo trató de matarme. -Entonces, como si hubiera asimilado finalmente lo que había dicho, prosiguió-: ¿Por qué me disparó? ¿Qué le he hecho? -Reflexionó un segundo para intentar encontrar la respuesta a sus preguntas-. Supongo que debería haberle comprado un coche -concluyó, sarcástica.

Cerró los ojos y trató de pensar. Sabía que quería decirle algo más a Noah, pero no lograba recordar qué era.

– No le has hecho nada -le aseguró Noah-. Duerme un poco. Ya hablaremos después.