El sudor le resbalaba entre los pechos; las suelas de las sandalias se le pegaban al asfalto, y la crema solar que se había puesto en la cara y en los brazos estaba perdiendo la batalla. Jordan tenía el cabello color caoba, pero la complexión de una pelirroja, y el sol la quemaba y la llenaba de pecas enseguida. Suponía que podía elegir entre sentarse en el coche y morir deshidratada mientras esperaba a que el motor se enfriara, o quedarse fuera y achicharrarse lentamente.
De acuerdo. Estaba exagerando un poco. Pero pensó que era debido al calor.
Por suerte, llevaba el móvil. No salía nunca de casa sin él. Por desgracia, como estaba temporalmente perdida en mitad de una llanura inmensa, no tenía cobertura.
Serenity, Tejas, estaba a unos noventa o cien kilómetros. No había podido averiguar demasiado sobre la población; sólo sabía que era tan pequeña que su nombre aparecía con las letras más pequeñas en un mapa del estado tejano. El profesor le había dicho que Serenity era un oasis. Pero cuando lo conoció, vestía un grueso blazer de tweed en pleno verano. ¿Qué sabría él de oasis?
Había investigado al profesor antes de salir de Boston y, aunque extraño y excéntrico, era auténtico. Tenía varios títulos universitarios y estaba capacitado para dar clases. Una empleada del edificio de administración del Franklin College, una mujer llamada Lorraine, había expuesto con entusiasmo sus habilidades docentes. Según ella, el profesor hacía que la historia cobrara vida. Le había asegurado que sus clases eran siempre las primeras en llenarse.
A Jordan le resultó difícil creerlo.
– ¿De veras? -se extrañó.
– ¡Ya lo creo! A los estudiantes no les importa su acento, y no deben de querer perderse ni una palabra porque nadie falta nunca a sus clases.
– Nadie falta…
Ah, ya lo entendía. Era una asignatura fácil.
La mujer también mencionó que se había jubilado anticipadamente, pero que esperaba que lo reconsiderase y volviera.
– Los buenos profesores no abundan -comentó-. Y con el sueldo que les pagan, la mayoría no pueden permitirse jubilarse tan pronto. El profesor MacKenna tiene poco más de cuarenta años.
Era evidente que a Lorraine no le importaba proporcionar información personal sobre un ex profesor, y ni siquiera le había preguntado a Jordan por qué estaba tan interesada en él. Era cierto que Jordan había mentido y le había dicho que era una pariente lejana del profesor, pero Lorraine no le había solicitado nada para verificarlo.
Le gustaba hablar, de eso no cabía duda.
– Seguro que creía que era mucho mayor, ¿verdad?
– Pues sí -admitió Jordan.
– Yo también -aseguró Lorraine-. Puedo buscarle la fecha de nacimiento si quiere.
¡Madre mía, qué servicial era!
– No será necesario -respondió Jordan-. ¿Ha dicho que se había jubilado? Creía que se había tomado un año sabático.
– No, se jubiló -insistió Lorraine-. Nos encantaría que regresara. Pero dudo que vuelva a la enseñanza. Cobró una herencia -prosiguió-. Me dijo que no tenía ni idea de que iba a recibirla, que el dinero le había llegado por sorpresa. Entonces tomó la decisión de comprar unas tierras lejos del ruido y del bullicio de la ciudad. Estaba investigando la historia de su familia, y quería encontrar un sitio donde pudiera trabajar tranquilo.
Al echar ahora un vistazo a su alrededor, Jordan imaginó que el profesor había encontrado ese sitio. No había nadie a la vista, y tenía la sensación de que Serenity era tan inhóspito como el paisaje que la rodeaba.
Pasó media hora, el motor se enfrió y Jordan salió de nuevo a la carretera. Como no disponía de aire acondicionado, llevaba las ventanillas bajadas, y el aire abrasador del exterior le azotaba la cara como si estuviese asomada a un horno. El terreno era tan plano como uno de sus soufflés, pero cuando salió de una curva enorme y vio las cercas a cada lado de la carretera, la zona le pareció menos desolada. Por lo menos, había señales de que estaba habitada. Una cerca de alambres oxidados, que daba la impresión de haber sido levantada hacía un siglo, acotaba unos pastos vacíos. Como no se veía ningún cultivo, supuso que los cercados eran para caballos y vacas.
Recorrió kilómetros sin que el paisaje cambiara demasiado. Por fin, llegó a un par de pendientes suaves y a continuación la carretera empezó a serpentear. Después de una curva pronunciada divisó una torre a lo lejos. Una señal de tráfico anunciaba que Serenity estaba a un kilómetro y medio de distancia. Al tomar el desvío, cogió el móvil y vio que tenía cobertura. La carretera descendía y después ascendía una colina. Una vez en la cima, observó que delante de ella se extendía el extremo oeste de Serenity.
Tenía el aspecto de un lugar dejado de la mano de Dios.
El límite de velocidad se redujo a cuarenta kilómetros por hora. Pasó delante de varias casas pequeñas. En el jardín delantero de una de ellas, había una furgoneta oxidada que descansaba sobre unos ladrillos. Le faltaban las ruedas. Otra casa tenía una lavadora desechada en un jardín lateral. El escaso césped que crecía entre las malas hierbas estaba sin cuidar y quemado por el sol. Una manzana después, pasó ante una gasolinera abandonada en la que todavía se veía un surtidor. El edificio vacío estaba recubierto de plantas trepadoras, y no quiso imaginarse los bichos que vivirían en él.
– ¿Qué estoy haciendo aquí? No debería de haber vendido mi empresa -susurró. El orgullo. Eso era lo que la había metido en aquella ridícula aventura. No quería que Noah Clayborne se burlase de ella-. Burbuja -murmuró-. ¿Qué tiene de malo querer vivir en mi burbuja?
Pensó en cruzar Serenity para dirigirse a la ciudad más próxima, devolver el coche de alquiler con algunas palabritas de queja y tomar el primer vuelo para Boston, pero no podía hacerlo. Le había prometido a Isabel que vería al profesor y que después la llamaría para explicarle lo que hubiese averiguado.
Tenía que admitir que también sentía algo de curiosidad por sus antepasados. No se creía eso de que los Buchanan eran unos salvajes y quería demostrarlo. También quería saber qué había provocado la enemistad entre los Buchanan y los MacKenna. ¿Y el tesoro? ¿Sabía el profesor en qué consistía el tesoro?
Siguió conduciendo y llegó a la calle principal. Las casas parecían habitadas, pero los jardines se veían secos y amarronados, y las persianas estaban bajadas.
Serenity era tan acogedor como el purgatorio.
La luz roja del salpicadero empezó a parpadear para indicar que el motor volvía a calentarse. Un par de manzanas más adelante, encontró una tienda abierta y estacionó el coche. Hacía tanto calor que tenía la sensación de estar pegada al asiento. Dejó el automóvil en la sombra, apagó el motor para que se enfriara, sacó el bloc donde llevaba anotado el teléfono del profesor y marcó el número.
Tras el cuarto timbre, saltó el buzón de voz. Dejó su nombre y su número, y cuando se estaba guardando el móvil en el bolso, sonó. El profesor debía de haber recibido su llamada.
– ¿Señorita Buchanan? Soy el profesor MacKenna. Tengo que darme prisa. ¿Cuándo quiere que nos veamos? ¿Le va bien a la hora de la cena? Sí, cenemos. Nos encontraremos en The Branding Iron. Está en Third Street. Vaya hacia el oeste; no tiene pérdida. Es un motel muy bonito. Puede registrarse, refrescarse y reunirse conmigo a las seis. No llegue tarde.