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Por debajo de la línea del agua la criatura debía de estar anclada en el limo del fondo. Las patas de la serpiente del limo eran como espolones cartilaginosos carentes de huesos que le servían para apuntalarse contra las corrientes del río. Su piel era de un color blanco aceitoso, moteada en algunos lugares de un verde alga. La criatura parecía fascinada por la actividad humana de la orilla. Orientaba por turno sus ojos hacia las grúas del puerto, parpadeaba, luego abría la boca sin emitir ningún sonido. De pronto divisó una masa de flotantes almohadillas de falsos lotos y la engulló con un hábil movimiento de su cabeza antes de sumergirse de nuevo en el Támesis.

Caroline enterró la cabeza contra el hombro de Guilford.

—Dios nos ayude —susurró—. Hemos llegado al Infierno.

Lily quiso saber si aquello era cierto. Guilford le aseguró que no; solo era Londres, el nuevo Londres en el nuevo mundo…, aunque era un error fácil de cometer quizá, con el recargado atardecer, el resonante puerto, el monstruo del río y todo lo demás.

Los estibadores procedieron a la descarga del ferry. Finch, Sullivan y el resto de la expedición se encaminaron al Imperial, el hotel más grande de Londres. Guilford contempló pensativo las ventanas emplomadas y los balcones de hierro forjado del edificio mientras se alejaba del puerto con Caroline y Lily. Habían tomado un taxi de Londres, esencialmente un coche de caballos con un tejadillo de lona y una débil suspensión; se encaminaron a casa del tío de Caroline, Jered Pierce. Su equipaje les seguiría por la mañana.

Un farolero recorría las penumbrosas calles entre gente alborotadora. No quedaba mucho del tradicional decoro inglés, pensó Guilford, si aquella multitud de marineros y de mujeres gritonas eran un ejemplo. Londres era a todas luces una ciudad fronteriza, con una población recogida de entre los peores elementos de la Flota Real. Puede que hubiera carestía de carbón y petróleo, pero las tiendas de licores parecían estar haciendo un gran negocio.

Lily apoyó la cabeza en las rodillas de Guilford y cerró los ojos. Caroline estaba despierta y vigilante. Cogió la mano de Guilford y la apretó.

—Liam dice que son buena gente, pero nunca los he conocido —dijo, refiriéndose a su tío y su tía.

—Son familia, Caroline. Estoy seguro de que serán estupendos.

La tienda de los Pierce se hallaba en una calle comercial brillantemente iluminada, pero como todo lo demás en la ciudad daba la impresión de algo provisional hecho a toda prisa. El tío de Caroline, Jered, saltó del portal y dio la bienvenida a su sobrina con un fuerte abrazo, estrechó vigorosamente la mano de Guilford, alzó a Lily del suelo y la examinó como si fuera un saco de harina especialmente satisfactorio. Luego les hizo entrar, los condujo subiendo un tramo de escaleras de hierro a las habitaciones donde vivía la familia encima de la tienda. El piso era pequeño y escasamente amueblado, pero una estufa de leña lo calentaba eficientemente y la esposa de Jered, Alice, les dio la bienvenida con otra ronda de abrazos. Guilford sonrió y dejó que Caroline tomara la voz cantante. Por fin en tierra, se sentía cansado. Jered echó un tronco hueco a la estufa, y Guilford registró que incluso el olor de la madera al quemarse era distinto en Darwinia: el humo era dulce y punzante, como el cáñamo indio o la esencia de attar.

La familia Pierce se había visto ampliamente dispersa cuando golpeó el Milagro. Caroline estaba en Boston con el hermano de Jered, Liam; sus padres estaban en Inglaterra con el abuelo de Caroline, que se estaba muriendo. Jered y Alice estaban en Ciudad del Cabo, habían permanecido allí hasta los problemas de 1916; en agosto de aquel año habían partido en barco hacia Londres con un generoso préstamo de Liam y planes de montar un negocio de mercería y ferretería. Ambos eran del tipo duro, recios y fuertes. A Guilford le gustaron desde el primer momento.

Lily fue la primera en irse a la cama, en una habitación apenas algo más grande que un cuarto para trastos, y Guilford y Caroline ocuparon otra al final del pasillo. Su cama tenía cabecera y pies de latón y era inmensamente confortable. La familia Pierce tenía una idea mucho más generosa de cómo debía de hacerse un colchón que los tacaños proveedores del Odense. Era casi con toda seguridad la última cama civilizada donde dormiría por un tiempo, y Guilford pensó que la disfrutaría al máximo; pero se quedó dormido tan pronto como cerró los ojos, y luego, demasiado pronto, ya era por la mañana.

La expedición Finch aguardó en Londres un segundo embarque de pertrechos, entre ellos cinco botes de fondo plano Stone-Galloway, con motores fuera borda de dieciocho caballos, que debían llegar en el siguiente barco de Nueva York. Guilford pasó dos días en una deprimente oficina de aduanas ocupándose del inventario mientras Preston Finch reponía varios objetos desaparecidos o dañados: un aparejo de poleas, una lona embreada y un prensahojas.

Después de eso Guilford pudo pasar algo de tiempo con su familia. Echó una mano en la tienda, observó cómo Lily engullía sin problemas los huevos del desayuno, las salchichas de la cena, y demasiadas galletas. Admiró el certificado de Voluntario del Imperio de Jered, firmado por el propio lord Kitchener, que ocupaba un lugar de honor en la pared del salón. Todos los ingleses que habían regresado tenían uno, pero Jered se tomaba en serio sus deberes de Voluntario y hablaba sin ironía de reconstruir los Dominios.

Todo aquello era interesante, pero no era la Europa que Guilford ansiaba experimentar…, el auténticamente nuevo mundo no mediado por la intervención humana. Le dijo a Jered que le gustaría pasar un día explorando la ciudad.

—Me temo que no hay mucho que ver. De Candlewick hasta San Pablo es un bonito paseo en un día soleado, o Thames Street más allá de los muelles. Arriba hacia el este las calles son más barro que cualquier otra cosa. Y aléjate de la zona de aduanas.

—No me importa el barro —dijo Guilford—. Supongo que voy a ver un montón de él en los próximos meses.

Jered frunció el ceño, inquieto.

—Espero que tengas razón sobre eso.

Guilford paseó más allá de los puestos del mercado y lejos del ruidoso puerto. El sol matutino era radiante, el aire benditamente fresco. Encontró mucho tráfico de caballos y carros pero pocos automóviles, y la ingeniería civil de la ciudad estaba aún en obras. Cloacas al aire libre recorrían los nuevos barrios; un apestoso carro traqueteaba Candlewick Street abajo, tirado por dos pencos de hundido lomo. Algunos ciudadanos llevaban pañuelos blancos atados sobre boca y nariz, por razones que se le habían hecho evidentes a Guilford desde que atracara el ferry: el olor de la ciudad era a veces abrumador, una mezcla de desechos humanos y animales, humo de carbón y el hedor de los aserraderos al otro lado del río.

Pero era también una ciudad viva y bondadosa, y Guilford fue saludado alegremente por otros peatones. Se detuvo a comer en un pub de Ludgate y salió reconfortado a la luz del sol. Más allá de la nueva San Pablo la ciudad se desvanecía en chozas de papel embreado, granjas y finalmente extensiones de bosque virgen. La calle se convertía en un camino de tierra lleno de roderas; árboles mezquita daban sombra al camino con sus verdes copas, y el aire era repentinamente mucho más fresco.

La explicación generalmente aceptada para el Milagro era que había sido simplemente eso: un acto de intervención divina a una escala colosal. Preston Finch creía eso, y Finch no era un idiota. Y ante la evidencia de todo aquello, el argumento era irrecusable. Se había producido un acontecimiento que desafiaba todo lo comúnmente aceptado como ley natural; había transformado fundamentalmente una generosa porción de la superficie de la Tierra en una sola noche. Sus únicos precedentes eran bíblicos. Tras la conversión de Europa, ¿quién podía mostrarse escéptico ante el Diluvio, por ejemplo, en particular cuando naturalistas como Finch estaban dispuestos a mostrar evidencias de él basándose en el registro geológico? El hombre propone, Dios dispone; Sus motivos pueden ser oscuros, pero Sus obras son inconfundibles.