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—No ha cambiado tanto como podrías pensar —dijo Jered—. Las antiguas lealtades no mueren fácilmente. Ya conoces a los partisanos.

Los partisanos eran bandas de nacionalistas, hombres duros que habían acudido de las colonias para reclamar unos territorios que todavía consideraban como alemanes o españoles o franceses. La mayoría desaparecían en los bosques darwinianos, reducidos a la mera subsistencia o devorados por la vida salvaje. Otros practicaban una forma de bandolerismo, asaltando a los colonos, a los que consideraban como invasores. Los partisanos eran ciertamente una amenaza potenciaclass="underline" la piratería costera, incitada por varias naciones europeas en el exilio, hacía que el reaprovisionamiento fuera a menudo problemático. Pero los partisanos, como otros colonos, todavía tenían que penetrar en el interior desprovisto de caminos del continente.

—Puede que eso no sea cierto —dijo Jered—. Algunos de ellos están bien armados, y he oído rumores de ataques partisanos a mineros ilegales en el Saar. No se muestran bien dispuestos hacia los norteamericanos.

Guilford no se sintió intimidado. El grupo de Donnegan no había encontrado más que unos pocos partisanos harapientos viviendo como salvajes en las tierras bajas de Aquitania. La expedición Finch desembarcaría en el continente en la desembocadura del Rin, un territorio ocupado por los norteamericanos, y seguiría el río mientras fuera navegable, más allá de la Rheinfelden y hasta el Bodensee, si era posible. Luego explorarían los Alpes en busca de un paso navegable allá por donde habían circulado las viejas carreteras romanas.

—Ambicioso —dijo Jered con voz llana.

—Estamos equipados para ello.

—Pero seguro que no podéis anticipar todos los peligros…

—Ese es el punto. La gente ha estado cruzando los Alpes durante siglos. No es un viaje tan duro en verano. Pero nunca esos Alpes. ¿Quién sabe qué puede haber cambiado? Es eso lo que queremos descubrir.

—Solo quince hombres —dijo Jered.

—Iremos en barco hasta donde podamos Rin arriba. Luego hay botes de fondo plano y porteo.

—Necesitaréis a alguien que conozca el Continente. Y nadie conoce mucho de él.

—Hay tramperos y guías en Jeffersonville, en el Rin. Hombres que han estado allí prácticamente desde el Milagro.

—Eres fotógrafo, me ha dicho Caroline.

—Sí, señor.

—¿Es tu primera expedición?

—La primera en el Continente, pero estuve con Walcott en el río Gallarín el año pasado. No me falta experiencia.

—¿Liam te ayudó a conseguir este puesto?

—Sí.

—Sin duda pensó que estaba haciendo lo correcto. Pero Liam se halla aislado por el océano Atlántico. Y por su dinero. Puede que no comprenda la posición en la que te ha puesto. Las pasiones corren altas en el Continente. Oh, lo sé todo acerca de la Doctrina Wilson, Europa es un lugar salvaje abierto a la recolonización por todos y etcétera, y es una idea noble a su manera…, aunque me alegra que Inglaterra sea capaz de defender una excepción. Pero fue preciso hundir unas cuantas cañoneras francesas y alemanas antes de que sus obcecados gobiernos cedieran. Y aún así… —Golpeó su pipa—. Vas a emprender un camino peligroso. No estoy seguro de que Liam sepa esto.

—No le tengo miedo al continente.

—Caroline te necesita. Lily te necesita. No hay nada cobarde en protegerte tú y tu familia. —Acercó su rostro al de él—. Puedes quedarte aquí durante tanto tiempo como sea necesario. Puedo escribirle a Liam y explicárselo. Piensa en ello, Guilford. —Bajó la voz—. No quiero ver a mi sobrina convertida en una viuda.

Caroline entró en aquel momento por la puerta de la cocina. Miró solemnemente a Guilford, con su encantador pelo ligeramente revuelto, luego abrió las llaves de las luces de gas una tras otra hasta que la habitación se vio inundada de luz.

4

Pasar el tiempo en la finca Sanders-Moss era casi como ver que a uno le extirpaban los testículos. Entre las mujeres era una mascota; entre los hombres, un eunuco.

No muy halagador, pensó Elias Vale, pero no inesperado. Entró en la casa como un eunuco porque no había ninguna otra entrada abierta para él. Con el tiempo, se convertiría en el propietario de las puertas. Derribaría el palacio, si eso le complacía. El harén sería suyo y los príncipes se disputarían su favor.

Esta noche había una soirée que celebraba alguna ocasión que ya había olvidado: un cumpleaños, un aniversario. Puesto que no se le había requerido que ofreciera un brindis, no importaba. Lo que importaba era que la señora Sanders-Moss le había invitado una vez más para que adornara una de sus funciones; que admitía el que fuera aceptablemente excéntrico, que hechizara pero no avergonzara. Es decir, que no bebiera con exceso, no hiciera avances con las viudas o tratara a los poderosos como iguales.

En la cena se sentó donde le indicaron, entreteniendo a la hija de un congresista y a un joven administrador del Smithsoniano con historias de golpes en las mesas y manifestaciones de espíritus, todo ello de una forma interpuesta e irónica. El espiritismo era una herejía en aquellos tiempos últimamente piadosos, pero era una herejía norteamericana, más aceptable que el catolicismo, por ejemplo, con sus misas en latín y sus ausentes papas europeos. Y una vez había cumplido con su función como curiosidad simplemente sonreía y escuchaba la conversación que fluía alrededor de su no obstructiva presencia como un río alrededor de una roca.

La parte más difícil, al menos al principio, había sido mantener su aplomo en presencia de tanto lujo. Eso no quería decir que fuera un completo extraño al lujo. Había sido educado en un hogar lo suficientemente bueno de Nueva Inglaterra…, había caído de él como un ángel rebelde. Sabía distinguir un tenedor para la carne de un tenedor para el postre. Pero había dormido bajo muchos fríos puentes desde entonces, y la finca Sanders-Moss tenía un orden de magnitud mucho más grandioso que cualquier otra cosa que recordara. Luces eléctricas y sirvientes; ternera asada cortada fina como papel; cordero servido con salsa de menta.

Atendiendo a la mesa estaba Olivia, una hermosa y tímida mujer negra cuya cofia siempre estaba ladeada sobre su cabeza. Vale había insistido en que la señora Sanders-Moss no la castigara una vez recuperado el vestido de bautizar, lo cual había conseguido dos propósitos a la vez, poner de relieve su buen corazón y congraciarse con la criada, lo cual nunca estaba de más. Pero Olivia seguía evitándole siempre que podía; parecía creer que era un espíritu maligno. Lo cual no estaba muy lejos de la verdad, aunque Vale no estaba muy de acuerdo con el adjetivo. El universo estaba alineado a lo largo de ejes más complejos que los que la pobre y simple Olivia llegaría a conocer nunca.

Olivia trajo el postre. La charla en la mesa derivó hacia la expedición Finch, que había alcanzado Inglaterra y se preparaba para cruzar el Canal. La hija del congresista a la izquierda de Vale creía que todo aquello era muy valiente e interesante. El joven administrador de moluscos, o lo que fuera, pensaba que la expedición estaría más segura en el continente que en Inglaterra.

La hija del congresista se mostró en desacuerdo.

—Es de Europa de lo que deberían tener miedo. —Frunció decorosamente el ceño—. Ya saben lo que dicen. Todo lo que vive allí es horrible, y la mayoría es mortífero.