—No tan mortífero como los seres humanos. —El joven funcionario, al otro lado, deseaba parecer cínico. Probablemente imaginaba que eso lo hacía parecer más adulto.
—No sea escandaloso, Richard.
—Y raras veces tan horribles.
—Son valientes.
—Valientes es cierto, pero en su lugar yo me preocuparía más por los partisanos. O incluso por los ingleses.
—No hemos llegado a eso.
—Todavía no. Pero los ingleses no son nuestros amigos. Kitchener está aprovisionando a los partisanos, ¿saben?
—Eso es un rumor, y no debería usted repetirlo.
—Están poniendo en peligro nuestra política europea.
—Estábamos hablando de la expedición Finch, no de los ingleses.
—Preston Finch puede recorrer un río, es cierto, pero predigo que sufrirán más bajas a causa de las balas que de los rápidos. O de los monstruos.
—No diga monstruos, Richard.
—Castigos de Dios.
—Solo pensar en ello me hace estremecer. Los partisanos solo son gente, después de todo.
—Mi querida niña. Pero supongo que el doctor Vale no tendría nada que hacer si las mujeres no se inclinaran hacia el punto de vista romántico. ¿No es así?
Vale exhibió su mejor y más untuosa sonrisa.
—Las mujeres son más capaces de ver el infinito. O menos temerosas de él.
—¡Ahí está! —La hija del congresista enrojeció felizmente—. El infinito, Richard.
Vale deseó poder mostrarle el infinito. Haría arder sus hermosos ojos hasta convertirlos en cenizas, pensó. Haría caer la piel de su cráneo.
Después de cenar, los hombres se retiraron a la biblioteca con brandys y Vale se quedó con las mujeres. Hubo considerable charla acerca de sobrinos en el ejército y sus problemas de comunicación, de maridos retenidos hasta altas horas en el Departamento de Estado. Vale sintió una cierta resonancia en esos augurios pero no pudo sondear su significado final. ¿Guerra? ¿Guerra con Inglaterra? ¿Guerra con Japón? Nada de aquello parecía plausible…, pero Washington, desde la muerte de Wilson, era un pozo profundo, oscuro y fácilmente envenenado.
Presionado a que expresara su sabiduría, Vale se refugió en las profecías de salón. Gatos perdidos y niños errantes: los terrores de la fiebre amarilla, la polio, la gripe. Sus visiones eran benignas y difícilmente sobrenaturales. Las preguntas privadas podían ser planteadas en su consultorio, y de hecho su clientela se había incrementado considerablemente en los dos meses desde su primer encuentro con Eleanor. Estaba bien encaminado hacia convertirse en el Padre Confesor de una generación de herederas de mediana edad. Mantenía cuidadosas notas.
La velada siguió arrastrándose sin mostrar signos de hacerse especialmente productiva: no habría mucho con lo que alimentar su diario esta noche, pensó Vale. Sin embargo, era aquí donde necesitaba estar. No solo para impulsar sus ingresos, aunque este era ciertamente un bienvenido efecto secundario. Estaba siguiendo un instinto más profundo, quizá no completamente suyo. Su dios lo quería allí.
Y uno hace lo que un dios desea, porque esa es la naturaleza de un dios, pensó Vale: ser obedecido. Eso por encima de todo.
Cuando se marchaba, Eleanor sujetó a un hombre claramente borracho y lo empujó hacia él.
—¿Doctor Vale? Este es el profesor Randall. Ya han sido presentados, ¿verdad?
Vale estrechó la mano del venerable de pelo blanco. Entre la colección de académicos y nulidades de la administración pública de Eleanor, ¿quién era este? Randall, ah, sí, algo del Museo de Historia Natural, un conservador de…, ¿podía ser paleontología? Esa ciencia huérfana.
—Llévelo hasta su automóvil, ¿quiere? —pidió Eleanor—. Eugene, vaya con el doctor Vale. Un paseo por los terrenos le aclarará un poco la cabeza.
El aire nocturno olía a flores y a rocío, al menos cuando el profesor estaba a favor del viento. Vale miró más atentamente a su compañero, imaginó que veía estructuras pálidas bajo la superficie del cuerpo de Randall. Crecimientos coralinos de la edad (piel apergaminada, nudillos artríticos) oscurecían la enterrada alma. Si los paleontólogos poseían alma.
—Finch está loco —murmuró Randall, continuando alguna conversación abandonada— si piensa que…, si piensa que puede probar…
—No hay nada que probar esta noche, señor.
Randall sacudió la cabeza y miró de reojo a Vale, viéndole quizá por primera vez.
—Usted. Ah. Usted es el adivino, ¿no?
—En cierto modo.
—¿Ve el futuro, de veras?
—A través de un cristal —dijo Vale—. De una forma oscura.
—¿El futuro del mundo?
—Más o menos.
—Hablemos de Europa —dijo Randall—. Europa, la Sodoma tan corrupta que fue arrojada al fuego purificador. Y así arrancamos las semillas del europeísmo allá donde las encontramos, signifique esto lo que signifique. Una enorme hipocresía, por supuesto. Una moda política. ¿Quiere ver usted Europa? —Barrió con la mano las blancas columnas de la mansión Sanders-Moss—. ¡Aquí está! La corte de Versalles. Podría muy bien serlo.
Las estrellas brillaban nítidas en el cielo primaveral. Últimamente Vale había empezado a percibir una especie de profundidad en los cielos estrellados, una disposición a capas o una recesión que le hacía pensar en bosques y prados, en enmarañada maleza entre la cual acechaban animales depredadores. Tanto arriba como abajo.
—Este Creador del que no dejan de hablar hombres como Finch —dijo Randall—. Uno quiere creer, por supuesto. Pero no hay huellas dactilares en un fósil. Supongo que fueron lavadas por el Diluvio.
Evidentemente Randall no debería de estar diciendo nada de aquello. El clima de opinión había cambiado desde el Milagro, y hombres como Randall no eran más que una especie de fósiles vivientes…, mamuts atrapados por una era glacial. Por supuesto Randall, un recolector de huesos, difícilmente podía saber que Vale era un recolector de indiscreciones.
¿Quién pagaría por saber lo que pensaba Randall de Preston Finch? ¿Y en qué moneda, y cuándo?
—Lo siento —dijo Randall—. Evidentemente a usted esto no le interesa.
—Al contrario —dijo Vale, caminando con su presa por la noche cubierta por el rocío—. Me interesa enormemente.
5
Los botes fluviales de fondo plano llegaron de Nueva York y fueron transferidos a un vapor que cruzaba el Canal, el Argus. Guilford, Finch, Sullivan y el inspector, Chuck Hemphill, supervisaron la carga e irritaron hasta tal punto al jefe de carga del barco que fueron echados a cajas destempladas al embreado embarcadero. La luz del sol primaveral bañaba y ablandaba las embreadas planchas; masas de falsos lotos se pudrían contra los pilotes; las gaviotas trazaban círculos sobre sus cabezas. Las gaviotas habían formado parte de los primeros inmigrantes terrestres a Darwinia, seguidos por turno por los seres humanos, el trigo, la cebada, las patatas; las flores silvestres (salicaria, correhuela); las ratas, el ganado vacuno, las ovejas, los piojos, las pulgas, las cucarachas…, todo el guiso biológico de los asentamientos costeros.
Preston Finch estaba de pie en el muelle, con sus enormes manos unidas a la espalda, el rostro ensombrecido por su casco tropical que lo protegía del sol. Finch era una paradoja, pensó Guilford: un hombre duro, poderoso pese a su edad, un avezado explorador fluvial cuyo buen juicio y valor eran incuestionables. Pero su geología noachiana, de moda aunque hubiera brotado de la nerviosa estela del Milagro, le parecía a Guilford un guiso de medias verdades, dudoso razonamiento y ansioso protestantismo. Implausible, no importaba cómo vistiera el asunto con teorías de sedimentación y citas de Berkeley. Además, Finch se negaba a discutir esas ideas y no aceptaba las críticas de sus colegas, y mucho menos de un mero fotógrafo. ¿Cómo debía de ser, se preguntaba Guilford, poseer una arquitectura tan barroca atestada dentro del cráneo? ¿Una catedral tan extraña, tan bien apuntalada, tan bien defendida?