Las espectaculares e inexplicadas luces celestiales se desvanecieron bruscamente antes del amanecer, guadañadas del horizonte como por una hoja ardiente. El sol se alzó en un turbulento cielo sobre la mayor parte de la ruta del Gran Círculo. El mar se inquietó, los vientos soplaron fuertes y en ocasiones violentos a medida que avanzaba el día. Más allá de aproximadamente los 15° oeste del Primer Meridiano y 40° norte del ecuador, el silencio era absoluto e ininterrumpido.
El primero en cruzar el límite de lo que los servicios telegráficos de Nueva York habían empezado a llamar ya «el Muro del Misterio» fue el viejo transatlántico de la White Star Oregon, salido de Nueva York en dirección a Queenstown y Liverpool.
Su capitán norteamericano, Truxton Davies, captó la urgencia de la situación aunque no la comprendía mejor que los demás. Desconfiaba del sistema de Marconi. El equipo de radio del Oregon era una enorme instalación, con un alcance de apenas unos ciento cincuenta kilómetros. Los mensajes podían ser confusos; los rumores de desastre eran a menudo exagerados. Pero había estado en San Francisco en 1906, había huido a lo largo de Market Street apenas por delante de las llamas, y sabía demasiado bien el tipo de perversidades que podía hacer la naturaleza, si se le daba la oportunidad.
Durmió durante todo el tiempo en que se produjeron los acontecimientos la noche antes. Dejemos que los pasajeros pierdan el sueño mirando al cielo con las bocas abiertas; él prefería el confort de su litera. Despertado antes del amanecer por un nervioso radiooperador, Davies revisó el tráfico Marconi, luego ordenó a su ingeniero jefe que avivara las calderas y a su jefe de camareros que hiciera café para toda la tripulación. Su preocupación era tentativa, su actitud todavía escéptica. Tanto el Olympic como el Kronprinzzessen Cecilie habían estado a tan solo unas horas al este del Oregon. Si había un auténtico CQD, haría que el primer oficial preparara el barco para rescate; hasta entonces…, bueno, se mantendrían alertas.
Durante toda la mañana siguió controlando la radio. Todo eran preguntas y dudas, acompañadas de alegres pero nerviosos saludos («GMOM»: good morning, old man!, ¡buenos días, viejo!) de la fraternidad gnómica de los radiooperadores náuticos. Su sensación de inquietud aumentó. Pasajeros de ojos nublados, despertados por el de pronto más furioso golpeteo de los motores, le pedían alguna explicación. En la comida les dijo a una delegación de preocupados Primera Clase que estaba recuperando el tiempo perdido debido a las «condiciones de hielo» y les pidió que se abstuvieran de enviar cablegramas por un tiempo, pues el Marconi estaba siendo reparado. Sus camareros retransmitieron esta falsa información a Segunda y Tercera Clase. Según la experiencia de Davies los pasajeros eran como niños, se enfurruñaban y se sentían importantes pero estaban dispuestos a aceptar cualquier explicación ridícula si calmaba su profundo e inmencionable miedo al mar.
El fuerte viento y el agitado mar se calmaron hacia el mediodía. Una tibia luz solar perforó el desgarrado techo de nubes.
Aquella tarde el vigía de proa informó de lo que parecían ser los restos de un naufragio, quizás un bote salvavidas volcado, flotando al noroeste. Davies redujo los motores y maniobró para acercarse. Estaba a punto de ordenar que se prepararan los botes y las redes de carga cuando su segundo oficial bajó su catalejo y dijo:
—Señor, no creo que sea un naufragio.
Se acercaron. No eran los restos de un naufragio.
Lo que más preocupó al capitán Davies fue que no pudo decir qué era.
Se bamboleaba en las olas, con la flaccidez de la muerte y la luz del sol de invierno resplandeciendo en sus largos flancos. ¿Algún inmenso e hinchado calamar o pulpo? Parte de alguna cosa que en su tiempo había estado viva, por supuesto; pero no se parecía a nada que Davies hubiera visto en sus veintisiete años en el mar.
Rafe Buckley, su joven primer oficial, contempló la cosa cuando esta golpeó al Oregon en la proa y se alejó lentamente, girando en sentido contrario a las agujas del reloj en las frías y quietas aguas.
—Señor —dijo—, ¿qué piensa hacer con eso?
—Estoy seguro de que no sé qué hacer con eso, señor Buckley. —Deseaba no haberlo visto.
—Parece como…, bueno, una especie de gusano.
Era segmentado, anular, realmente como un gusano. Pero llamarlo gusano era imaginar uno lo bastante grande como para tragarse una de las chimeneas del Oregon. Y seguro que ningún gusano había exhibido nunca las retorcidas y afiligranadas frondas —¿aletas? ¿una especie de branquias?— que brotaban a intervalos del cuerpo de la criatura. Y luego estaba su color, viscosamente rosa y aceitosamente azul, como el pulgar de un hombre ahogado. Y su cabeza…, si aquellas vacuas fauces sin ojos y con dientes de sierra podían llamarse una cabeza.
El gusano giró sobre sí mismo mientras se alejaba por la popa, dejando al descubierto un liso vientre blanco que ya había sido carroñeado por los tiburones. Los pasajeros se apiñaron en la cubierta de paseo, pero el olor no tardó en alejarlos hacia abajo a todos excepto los más resistentes.
Buckley se atusó el bigote.
—¿Qué les diremos, en nombre del cielo?
Digámosles que es un monstruo marino, pensó Davies. Digámosles que es un kraken. Puede que sea cierto. Pero Buckley deseaba una respuesta seria.
Davies miró durante un largo momento a su preocupado primer oficial.
—Cuanto menos digamos, mejor —sugirió.
El mar estaba llenos de misterios. Por eso precisamente lo odiaba Davies.
El Oregon fue el primer barco en llegar a Cork Harbor, navegando en el frío amanecer sin el beneficio de las luces de la orilla o los señalizadores del canal. El capitán Davies ancló muy lejos de Great Island, donde estaban los muelles y el concurrido puerto de Queenstown…, o deberían haber estado.
Y ahí residía un hecho inaceptable. No había la menor huella de la ciudad. El puerto no estaba urbanizado. Allá donde hubieran debido estar las calles de Queenstown —hormigueando con exportadores, grúas de carga, estibadores, emigrantes irlandeses— tan solo había bosque virgen que se extendía hasta una rocosa orilla.
Era a la vez indiscutible e imposible, e incluso pensar en ello produjo en el capitán Davies una sensación de profundo vértigo. Deseó creer que el oficial de derrota los había llevado por algún error a alguna cala virgen o incluso al continente equivocado, pero difícilmente podía negar la inconfundible silueta de la isla o las nubes bajas de la costa del condado de Cork.
Aquello era Queenstown y aquello era Cork Harbor y aquello era Irlanda, excepto que toda huella de civilización humana había sido borrada por la vegetación.
—Pero eso no es posible —le dijo a Buckley—. No se puede negar lo obvio, pero los barcos que abandonaron Queenstown hace solo seis días están anclados en Halifax. Si hubiera habido un terremoto o un maremoto, si hubiéramos encontrado la ciudad en ruinas…, ¡pero esto!
Davies había pasado la noche en el puente con su primer oficial. Los pasajeros, despertados por el silencio de los motores, empezaron a agruparse de nuevo en las barandillas. Pronto estarían llenos de preguntas. Pero no se podía hacer nada al respecto, ninguna explicación o consuelo que Davies pudiera ofrecer o siquiera imaginar, ni siquiera una mentira tranquilizadora. Se había alzado un húmedo viento del nordeste. El frío no tardaría en obligar a los curiosos a ponerse a cubierto. Quizás a la hora de la cena Davies pudiera empezar a calmarlos. De alguna manera.