—Y verde —dijo, incapaz de evitar o reprimir esos pensamientos—. Demasiado verde para esta época del año. ¿Qué tipo de vegetación brota en marzo y engulle toda una ciudad irlandesa?
—No es natural —tartamudeó Buckley.
Los dos hombres se miraron. El veredicto del primer oficial era tan obvio y tan sincero que Davies tuvo que reprimir el deseo de echarse a reír. Consiguió esbozar lo que esperó que fuera una sonrisa tranquilizadora.
—Mañana enviaremos un grupo de desembarco a explorar la costa. Hasta entonces creo que no deberíamos especular…, puesto que no somos muy buenos en ello.
Buckley le devolvió una débil sonrisa.
—Llegarán otros barcos…
—¿Y entonces sabremos que no estamos locos?
—Bueno, sí, señor. Es una forma de decirlo.
—Hasta entonces seamos circunspectos. Haga que el radiooperador vaya con cuidado con lo que dice. El mundo lo sabrá muy pronto.
Miraron por unos momentos al frío gris de la mañana. Un camarero trajo humeantes tazas de café.
—Señor —aventuró Buckley—, no llevamos carbón suficiente para llevarnos de vuelta a Nueva York.
—Entonces algún otro puerto…
—Si es que hay otro puerto europeo.
Davies enarcó las cejas. No había tomado aquello en consideración. Se preguntó si algunas ideas eran simplemente demasiado enormes para ser contenidas por el cráneo humano.
Cuadró los hombros.
—Somos un buque de la White Star, señor Buckley. Aunque tengan que enviar buques carboneros desde Norteamérica, no nos abandonarán.
—Sí, señor. —Buckley, un hombre joven que en su tiempo había cometido el error de estudiar teología, dirigió al capitán una mirada suplicante—. Señor…, ¿es esto un milagro?
—Más bien una tragedia, diría yo. Al menos para los irlandeses.
Rafe Buckley creía en los milagros. Era hijo de un ministro metodista y había sido educado en Moisés y la zarza ardiendo, Lázaro saliendo de la tumba, la multiplicación de los panes y los peces. Sin embargo, nunca había esperado ver un milagro. Los milagros, como las historias de fantasmas, le hacían sentirse intranquilo. Prefería que sus milagros estuvieran confinados entre las hojas de la Biblia del rey Jacobo, un ejemplar de la cual tenía en su camarote (y, desvergonzadamente, no consultaba nunca).
Hallarse dentro de un milagro, verse rodeado por él de horizonte a horizonte, haciendo que se sintiera como si el suelo del mundo se hubiera abierto bajo sus pies. Apenas había podido dormir. Por la mañana, cuando se miró al espejo para afeitarse, tenía los ojos enrojecidos y estaba pálido, y la navaja tembló en su mano. Tuvo que tranquilizarse con una mezcla de café fuerte y el whisky de una petaca antes de hacer bajar una lancha de su pescante, siguiendo las órdenes del capitán Davies, y conducir a un grupo de nerviosos hombres hacia la guijarrosa playa de lo que en su tiempo había sido Great Island. Se había alzado viento, el agua estaba picada, y nubes de lluvia avanzaban desde el norte. Un tiempo malo y helado.
El capitán Davies quería saber si podía ser práctico llevar a los pasajeros a la orilla si surgía la necesidad. Buckley lo había dudado desde un principio; hoy lo dudaba más que nunca. Ayudó a asegurar el bote por encima de la línea de la marea, luego caminó unos pasos margen arriba, los pies mojados, el impermeable, el pelo y el bigote constelados de espuma salada. Cinco hoscos marineros barbudos de la White Line avanzaron por la grava detrás de él, sin hablar. Puede que aquel fuera el lugar donde había estado en su tiempo el puerto de Queenstown; pero Buckley se sentía incómodamente como Colón o Pizarro, solo en un nuevo continente, con el bosque primigenio gravitando ante él con toda su inmensidad y seducción y amenaza. Ordenó alto mucho antes de alcanzar los árboles.
El tipo de árboles. Buckley los llamó árboles en la intimidad de su mente. Pero había resultado obvio incluso desde el puente del Oregon que no eran como ningún árbol que jamás hubiera visto o imaginado, enormes troncos azules o rojizos de los que brotaban agujas en densos racimos. Algunos de los árboles se enroscaban en su parte superior como helechos doblados, o se abrían en forma de copa o en bulbosas cúpulas fungosas, como los remates de las iglesias turcas. El espacio entre ellos era tan angosto y oscuro como la madriguera de un tejón y estaba lleno de bruma. El aire olía como a pino, pensó Buckley, pero con una nota sorprendente, amarga y extraña, como a mentol o alcanfor.
No era como debería parecer u oler un bosque, y —quizá peor aún— no era como debería sonar un bosque. Un bosque, pensó, un decente bosque en un ventoso día de invierno —los bosques de Maine de su infancia— sonaban a ramas crujiendo, al susurro de la lluvia sobre las hojas o a algún otro sonido hogareño. Pero no aquí. Estos árboles debían ser huecos, pensó Buckley —los pocos troncos caídos en la orilla tenían un aspecto tan hueco como la paja—, porque el viento arrancaba largos, bajos y melancólicos tonos de ellos. Y los racimos de agujas resonaban débilmente, como carillones de madera. Como huesos.
El sonido, más que ninguna otra cosa, le hizo sentir deseos de dar media vuelta. Pero tenía órdenes concretas. Hizo de tripas corazón y condujo a su grupo unos metros más arriba de los guijarros, al borde del extraño bosque, donde eligió su camino por entre cañas amarillas que crecían hasta la altura de la rodilla en un suelo negro y compacto. Tuvo la sensación de que debería plantar una bandera, pero… ¿cuál? No la Barras y Estrellas, probablemente ni siquiera la Union Jack. Quizá la estrella y el círculo de las líneas White Star. Reclamamos estas tierras en nombre de Dios y de J. Pierpont Morgan.
—Cuidado con sus pies, señor —advirtió el marinero que iba detrás de él.
Buckley bajó bruscamente la cabeza a tiempo para ver algo escurrirse junto a su bota izquierda. Algo pálido, con muchas patas, y casi tan largo como una pala de palear carbón. Desapareció por entre las cañas con un sonido silbante, sorprendiendo a Buckley y haciendo que su corazón diera un salto.
—¡Dios Jesús! —exclamó—. ¡Ya hemos ido demasiado lejos! Sería una locura desembarcar a los pasajeros aquí. Le diré al capitán Davies…
Pero el marinero seguía mirando.
Reluctante, Buckley bajó de nuevo la vista al suelo.
Allí estaba otra de las criaturas. Como un ciempiés, pensó, pero gruesa como una anaconda, y del mismo color amarillo enfermizo de la maleza. Debía de ser algún tipo de camuflaje. Algo muy común en la naturaleza. Era interesante, de una forma un tanto horrible. Dio medio paso hacia atrás, esperando que la cosa diera un salto.
Lo hizo, pero no como había esperado. Avanzó hacia él, de una forma locamente rápida, y se enroscó en su pierna derecha con un solo y repentino movimiento serpentino, como la explosiva liberación de un muelle. Buckley sintió una oleada de calor y presión cuando la criatura perforó la tela de sus pantalones y luego la piel por encima de su rodilla con la punta parecida a una daga de su hocico.
¡Le había mordido! Gritó y pateó. Deseó tener algo para quitarse aquel monstruo de encima, un palo, un cuchillo, pero no había nada a mano excepto aquellas quebradizas e inútiles cañas.
Entonces la criatura se desenroscó bruscamente —como si, pensó Buckley, hubiera probado algo desagradable— y desapareció serpenteando entre la maleza.
Buckley recuperó su compostura y se volvió para enfrentarse a los horrorizados marineros. El dolor en su pierna no era muy grande. Hizo una serie de profundas inspiraciones.