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Pensó en decir algo tranquilizador a sus hombres, asegurarles que no debían temer nada. Pero se desvaneció antes de que pudiera reunir las palabras.

Los marineros lo llevaron de vuelta al bote y regresaron al Oregon. Tuvieron mucho cuidado de no tocar su pierna, que ya había empezado a hincharse.

Aquella tarde cinco pasajeros de Segunda Clase irrumpieron en el puente exigiendo que se les permitiera abandonar el barco. Eran irlandeses y reconocían Cork Harbor incluso en su alterado aspecto actual; tenían familiares en tierra y deseaban ir en busca de supervivientes.

El capitán Davies había recibido el informe del grupo de desembarco. Dudaba de que aquellos hombres pudieran avanzar más de unos pocos metros tierra adentro antes de que el miedo y la superstición, si no la vida salvaje, les hicieran dar media vuelta. Les miró fijamente unos instantes y les persuadió de que volvieran bajo cubierta, pero aquello le preocupó. Distribuyó pistolas entre sus oficiales y preguntó al radiotelegrafista cuándo podían esperar ver otro barco.

—Dentro de poco, señor. Hay un carguero de la Canadian Pacific a menos de una hora de distancia.

—Muy bien. Puede decirles que les estamos esperando…, y adviértales de lo que van a encontrar.

—Sí, señor. Pero…

—¿Pero qué?

—No sé cómo decírselo, señor. Es todo tan extraño.

Davies apoyó una mano en el hombro del operador de radio.

—Nadie lo entiende. Yo mismo escribiré el mensaje.

Rafe Buckley estaba febril, pero a la hora de la cena la hinchazón de su pierna había descendido, podía andar, e insistió en aceptar la oferta de Davies de unirse a la mesa del capitán para cenar.

Buckley comió parcamente, sudó con profusión, y ante la decepción de Davies habló poco. Davies había deseado oír cosas sobre lo que los oficiales del barco llamaban ya «el Nuevo Mundo». Buckley no solo había puesto pie en un suelo extranjero, sino que había tenido un encuentro con su vida salvaje.

Pero Buckley no había terminado todavía su rosbif cuando se puso tambaleante en pie y se dirigió a la enfermería, donde, ante el asombro del capitán, murió bruscamente media hora después de la medianoche. Daños en el hígado, especuló el cirujano del barco. Quizás una nueva toxina. Difícil de decir, antes de la autopsia.

Era como un sueño, pensó Davies, un extraño y terrible sueño. Cablegrafió a los barcos que habían empezado a llegar a Queenstown, Liverpool, los puertos franceses, con la noticia de la muerte y la advertencia de no ir a la orilla sin, al menos, botas hasta las caderas y un arma al cinto.

La White Star despachó barcos carboneros y con provisiones desde Halifax y Nueva York ante la enormidad de lo que había empezado a emerger a través de la multitud de cables y alarmas. No era solo Queenstown la que había desaparecido; no existían ni Irlanda, ni Inglaterra, ni Francia, ni Alemania, ni Italia…, nada excepto un terreno selvático desde el Cairo y hacia el oeste al menos hasta tan lejos como las estepas rusas, como si el planeta se hubiera partido en dos y algún organismo extraño se hubiera aferrado a la herida.

Davies redactó un cable al padre de Rafe Buckley en Maine. Era terrible tener que hacer esto, pensó, pero aquellos lamentos distarían mucho de ser singulares. Antes de que transcurriera mucho tiempo, pensó, todo el mundo estaría sumido en lamentos similares.

1912: Agosto

Más tarde —durante los tiempos difíciles, cuando el número de los pobres y los sin hogar creció tan espectacularmente, cuando el carbón y el petróleo se volvieron tan caros, cuando hubo disturbios por el pan y la madre de Guilford y su hermana abandonaron la ciudad para quedarse (¿quién podía decir durante cuánto tiempo?) con una tía en Minnesota—, Guilford acompañó a menudo a su padre a la imprenta.

No podía quedarse en casa, y su escuela había cerrado durante la huelga general, y su padre no podía permitirse una mujer que lo cuidara. Así que Guilford fue con su padre al trabajo y aprendió los rudimentos de la composición tipográfica y la litografía, y en los largos interludios entre trabajos pagados leía de nuevo sus revistas de radio y se preguntaba si alguno de los grandes proyectos de comunicaciones sin hilos que imaginaban los escritores llegaría a existir algún día…, si Norteamérica podría fabricar alguna vez otro tubo DeForrest, o si la gran era de las invenciones había terminado.

A menudo escuchaba a su padre hablar con los otros dos empleados del taller, un grabador francocanadiense llamado Ouillette y un agrio judío ruso llamado Kominski. Sus charlas eran a menudo susurradas y normalmente lúgubres. Se hablaban el uno al otro como si Guilford no estuviera presente en la habitación.

Hablaban del hundimiento de la bolsa y de la huelga del carbón, de las Brigadas Obreras y de la crisis de alimentos, de la escalada de los precios y de casi todo.

Hablaban del Nuevo Mundo, de la nueva Europa, de la gran selva que había desplazado tantas cosas del mapa.

Hablaban del presidente Taft y de la revuelta del Congreso. Hablaban de lord Kitchener, que presidía lo que quedaba del Imperio Británico desde Ottawa; hablaban de los papados rivales y de las guerras coloniales que asolaban las posesiones de España, Alemania y Portugal.

Y hablaban muy a menudo de religión. El padre de Guilford era episcopaliano de nacimiento y unitario por matrimonio; en otras palabras, no mantenía puntos de vista dogmáticos, Ouillette, católico, consideraba la conversión de Europa «un patente milagro». Kominski se mostraba intranquilo ante estos debates pero admitía libremente que el Nuevo Mundo tenía que ser un acto de intervención divina: ¿qué otra cosa podía ser?

Guilford ponía mucho cuidado en no interrumpir o hacer comentarios. No se esperaba que ofreciese una opinión o ni siquiera que tuviese una. En privado, pensaba que toda aquella charla sobre milagros estaba equivocada. Según casi cualquier definición, por supuesto, la conversión de Europa era un milagro, no anticipado, no explicado, y aparentemente mucho más allá del alcance de la ley natural.

Pero, ¿lo era?

Este milagro, pensaba Guilford, no tenía firma. Dios no lo había anunciado desde los cielos. Simplemente había ocurrido. Era un acontecimiento presagiado por extrañas luces y acompañado por unas extrañas condiciones meteorológicas (tornados en Jartum, había leído) y alteraciones geológicas (terribles terremotos en Japón, rumores de otros aún peores en Manchuria).

Para un milagro, pensaba Guilford, había causado muchos efectos secundarios sospechosos…, no había sido algo tan claro y perentorio como debería de ser un milagro. Pero cuando su padre planteaba alguna de esas mismas objeciones Kominski se mostraba burlón.

—El Diluvio —decía—. Eso no fue una acción limpia. La destrucción de Sodoma. La esposa de Lot. Una estatua de saclass="underline" ¿es eso lógico?

Quizá no.

Guilford acudía al globo terráqueo que tenía su padre en el escritorio de su oficina. Los primeros dibujos tentativos de los periódicos habían mostrado un anillo o lazo garabateado sobre los antiguos mapas. Biseccionaba Islandia, englobaba la punta sur de España y una media luna del norte de África, cruzaba Tierra Santa, formaba un incierto arco a través de las estepas rusas y del Círculo Polar Ártico. Guilford presionaba la palma de su mano sobre Europa, cubriendo las anticuadas identificaciones. Terra incognita, pensaba. Los periódicos de Hearst, siguiendo el renacimiento religioso nacional, llamaban a veces irónicamente al nuevo continente «Darwinia», dando a entender que el milagro había desacreditado la historia natural.