A solas en su oficina, Matthew Crane se quitó la chaqueta, tendió su brazo sobre el lacado escritorio y se subió la manga de su camisa. Puso un papel secante bajo su codo para que absorbiera la sangre que todavía seguía manando.
Había tropezado con la fuente dispensadora de agua en el vestíbulo y de alguna forma se había lacerado la piel de su antebrazo izquierdo. El brazo estaba sangrando. Aquello era una desagradable novedad: había transcurrido mucho tiempo desde que Crane había visto algo más que unas meras gotas de su propia sangre.
Si era su propia sangre. No lo parecía. Por un lado, su tonalidad roja no era la correcta. Su color era un enlodado rojo ladrillo, casi pardo. Algo en ella brillaba como partículas de mica. Y la sangre era viscosa, como miel; y olía débilmente (quizás algo más que débilmente) a amoníaco.
La sangre, pensó febrilmente Matthew Crane, no debería de hacer estas cosas.
La herida en sí era menor, más una abrasión que un corte, completamente superficial en realidad, excepto que no se apresuraba en curarse por sí misma, y la carne interna revelada por la herida tenía una estructura peculiar, en nada parecida a la honesta carne humana, más bien algo así como el hemorrágico panal de un nido de avispas.
Llamó a Lily por el teléfono interior y le pidió que le trajera algo de algodón y un vendaje de la enfermería.
—Y por favor no haga una crisis de esto…, solo me he hecho un arañazo.
Un momento de silencio.
—Sí, señor —dijo Lily.
Crane colgó el teléfono. Una gota de sangre cayó sobre sus pantalones. El olor era más fuerte ahora. Como algo de lo que usaba el conserje para limpiar los inodoros.
Hizo varias inspiraciones relajantes y se examinó las manos. Sus dedos se parecían a los dedos de un niño, rosados y poco formados. Las últimas uñas se habían desprendido durante la noche. Las había buscado, infantilmente, irritadamente, pero no había conseguido encontrarlas entre la ropa de cama manchada de rosa.
De todos modos, todavía conservaba las uñas de los pies. Estaban atrapadas en sus zapatos. Podía sentirlas, sueltas y enmarañadas en la red de sus calcetines Argyll.
Lily llegó unos pocos momentos más tarde con algodón y una botella de desinfectante. Crane había olvidado cubrir su brazo, y ella no pudo evitar un jadeo a la vista de la herida. Se va a poner histérica, pensó Crane, si la mira más detenidamente. Le dio las gracias y le dijo que se marchara.
Vertió yodo sobre el corte y secó el exceso con un ejemplar de las Actas del Congreso. Luego aplicó algodón alrededor de su brazo y lo fijó con un cordón de zapato y se bajó la manchada manga de su camisa sobre el desastre.
Iba a necesitar una nueva chaqueta, pero, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Enviar a Lily a la tienda a comprarle una nueva?
Algo había ido mal, y era más que la pérdida de sus uñas, más que la herida, más que el amilanante silencio de su dios interior. Crane lo sentía en la médula de sus huesos, literalmente. Sentía dolor por todas partes. Imaginó que podía sentir un brotar en el manto de la Tierra, un entrechocar de las ruedas dentadas que operaban el mundo material.
La batalla está en camino, pensó, el momento de la ascendencia, el amanecer de una nueva era; los dioses entrarían en erupción desde su oculto valle en Europa, construirían sus palacios con los huesos de las truculentas masas, y Crane viviría para siempre, gobernaría para siempre su baronía en la Tierra conquistada…
Eso era lo que le había dicho su dios.
¿Qué había ido mal?
Quizá nada. Pero él se estaba haciendo pedazos.
Alzó sus dedos sin uñas, diez regordetas salchichas rosadas.
Miró a los papeles sobre su escritorio y vio que el pelo había empezado a caérsele también.
Matthew Crane no abandonó su oficina en toda la mañana, y canceló todas sus citas del día. Por todo lo que Lily sabía, podía estar muerto desangrado en su despacho, excepto que llamaba periódicamente pidiendo más vendajes, un mocho y un cubo, algodón quirúrgico. («Rápido —en su última petición—. Y por el amor de Dios, sea discreta.») Difícil ser discreta, pensó Lily, cuando estás suplicando una botella de Pine-Sol al conserje del edificio.
Crane recibía todos aquellos pedidos a través de la puerta, entreabierta apenas una rendija; Lily no tenía permitido entrar.
Pero incluso a través de aquella angosta abertura podía oler el amargo aroma del amoníaco, la lejía, y algo más punzante, intenso como un quitaesmaltes de uñas. Barb y Carol fruncían la nariz, miraban sus máquinas de escribir, no decían nada.
Se fueron rápidamente a las cuatro y media. El teléfono interior zumbó justo en el momento en que Lily estaba recogiendo su escritorio. Estaba sola en la espaciosa oficina exterior, con los ecos amortiguados por la moqueta, las placas del techo, las bancadas de luces empotradas en ellas. Al otro lado de la única ventana de la oficina la luz del día se estaba ya desvaneciendo. Su ficus, observó, había empezado a marchitarse.
No cojas el teléfono, se dijo. Solo toma tu bolso y márchate.
Pero la personalidad que tan elaboradamente se había creado, esa eficiente secretaria, la mujer de mediana edad casada con su trabajo…, esa personalidad no podía ignorar la llamada.
Pensó brevemente en lo que le había dicho Guilford acerca de su abuelo durante su breve encuentro en Fayetteville. Su abuelo había sido un impresor de Boston tan firmemente ligado a su sentido del deber que había resultado muerto mientras intentaba alcanzar su imprenta —que no había visto a un cliente de pago desde hacía un mes— en medio de los disturbios del pan que habían asolado la ciudad.
Hey, abuelo, pensó. ¿Es eso lo que se siente, luchando contra la multitud?
El receptor estaba ya en su mano.
—¿Sí?
—Por favor, venga —dijo Matthew Crane.
Su voz era ronca e inarticulada. Lily miró con un profundo presentimiento cuando cerró tras de sí la puerta interior.
37
Elias Vale se acercó a la ciudad sagrada dejando rastros de sangre en el mantillo debajo de los pinos salvia.
No estaba acostumbrado a aquel crudo ambiente darwiniano. Su dios había guiado sus pasos, lo había dirigido desde el depósito ferroviario en Perseverance más allá de las primitivas minas, lo había conducido por caminos de tierra y grava, y finalmente al intocado bosque. Su dios le advirtió que se mantuviera lejos de los atolones de coral de los osarios de los insectos, le halló agua para beber, lo protegió del frío de las claras noches otoñales. Y era su dios, supuso Vale, quien le infundió este sentido de finalidad, de totalidad, de claridad.
Su dios, hasta la fecha, no había explicado la rápida pérdida de su pelo y uñas, ni la forma en que su piel inmortal se laceraba y desprendía tras cualquier herida sin importancia. Sus brazos eran un mosaico de supurantes llagas; sus hombros pulsaban doloridos; su rostro —que había visto reflejado por última vez en un charco de agua helada— parecía estarse desprendiendo a lo largo de sus fracturadas costuras. Sus ropas estaban rígidas a causa de los fluidos resecos. Olía mal, un penetrante hedor químico.
Vale trepó una ladera rocosa, dejando su rosado rastro de gusano en el seco suelo, con su excitación en pleno crescendo: Ya estamos cerca, susurró su dios, y cuando llegó a la cresta de la colina vio la ciudad de redención, la sagrada ciudad resplandeciendo oscura en su oculto valle, vasta e imperial y antigua, durante mucho tiempo deshabitada pero viva ahora con hombres controlados por dioses. El corazón de la ciudad, el Pozo de la Creación, latía todavía debajo de su domo fracturado. Incluso a aquella distancia Vale podía oler la ciudad, una fragancia mineral de vapor y luz solar y frío granito, y deseó llorar con gratitud, humildad, exaltación. Estoy en casa, pensó, en casa después de demasiados años en demasiados antros carentes de luz y demasiados oscuros callejones, en casa al fin.