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Pero todo aquello no resultaría en nada a menos que una de aquellas sentiencias-semilla condujera a su antiguo fantasma a las profundidades del pozo.

Guilford Law sintió el miedo del Guilford mortaclass="underline" después de todo, era su propio miedo. Sintió piedad por aquella pequeña réplica de sí mismo, aquel inconsciente eje sobre el cual giraba el mundo.

Valor, hermanito.

El pensamiento resonó entre Guilford y Guilford como un haz de luz entre espejos distorsionados.

Los hombres controlados por demonios —incluso aquellos tan absolutamente transformados que ya no podían manejar un rifle— seguían siendo letalmente peligrosos. Incluso ahora, herido como estaba, Guilford sentía la enorme energía que se estaba gastando para mantenerlo con vida.

El sonido de la artillería se había desvanecido hacia el oeste. Se han quedado sin municiones, pensó. Más lucha cuerpo a cuerpo ahora.

La ciudad había sido diferente en invierno, con Tom y Sullivan caminando a su lado, el sonido de voces humanas y el ladrido como un lamento de las serpientes de pelo y la blanda curvatura de la nieve, allá donde éramos lo bastante ignorantes como para creer en un mundo cuerdo y ordenado.

Pensó con pesar en Sullivan esforzándose en extraer sentido al milagro de Darwinia…, que después de todo no era un milagro, solo una tecnología tan monstruosamente avanzada que ningún ser humano podía extraerle sentido o reconocer su signatura. Pero a Sullivan no le hubiera gustado este mundo atormentado, pensó Guilford, más de lo que le hubiera gustado a Preston Finch; este mundo nunca fue considerado con los escépticos o los fanáticos.

Cerca de ellos resonó el fuego de armas pequeñas. Adelante, hizo señas con la mano Tom Compton a Guilford a lo largo de un oscuro muro de piedra encostrado con musgo. Los claros cielos matutinos habían dejado paso a unas cargadas nubes plomizas y a accesos de lluvia. El asolado cuerpo del hombre de la frontera resplandecía débilmente —como una vela— en las sombras. Malo para la lucha nocturna. Casi como colgar un cartel, pensó Guilford. Mátame rápido, solo estoy medio muerto.

Pero el enemigo también era fácil de ver.

Una docena de ellos avanzaron a lo largo de la silenciosa avenida a unos pocos metros de distancia. Se agachó detrás de un montón de piedras caídas y los observó pasar, con sus nudosas espaldas brillando como metal martilleado y sus largas cabezas oscilando quejumbrosamente. Eran grotescamente bípedos, casi una deliberada parodia de los seres humanos que habían sido recientemente. Algunos de ellos llevaban jirones de ropas sobre sus huesudas caderas y hombros.

La fracción mortal de Guilford Law se sintió aterrada hasta el punto de sumirse en el pánico.

Pero la fracción mortal de Guilford Law engulló su miedo.

Avanzó entre fracturadas paredes de piedra hacia el centro de la ciudad, de la misma forma como había avanzado aquel terrible invierno hacía casi medio siglo, hacia el Domo del Pozo, el borde absoluto del mundo fenomenal.

39

Matthew Crane había apagado la luz del techo. Estaba sentado en un rincón oscuro de la oficina. Había dejado encendida la luz de su escritorio.

El propio escritorio había sido despejado. En el iluminado círculo de la lámpara solo había un objeto: una pistola, un revólver pasado de moda, pulido y limpio.

Lily se lo quedó mirando.

—Está cargado —dijo Matthew Crane.

Su voz era gelatinosa e imprecisa. Gorgoteaba al hablar. Lily se dio cuenta de que estaba calculando la distancia al escritorio. ¿Podía alcanzarlo antes que él? ¿Valía la pena correr el riesgo? ¿Qué deseaba el hombre de ella?

—No se preocupe, mi Pequeña Pulga —dijo Crane.

—¿Pequeña Pulga? —murmuró Lily.

—Estoy pensando en el poema. Las grandes pulgas llevan pequeñas pulgas a sus espaldas para que las muerdan, y las pequeñas pulgas llevan otras pulgas más pequeñas, y así ad infinitum. Porque usted era mi Pequeña Pulga, ¿verdad, Lily?

Ella tanteó en busca del interruptor de la luz. Crane dijo secamente:

—No lo haga.

Lily bajó la mano.

—No sé de lo que está hablando.

—Demasiado tarde. Demasiado tarde para los dos, me temo. Yo también tengo mis espías, ¿sabe? La Pequeña Pulga tenía a otra Pulga Aún Más Pequeña a sus espaldas cuando visitó el museo ayer.

Puedo echar a correr, pensó Lily. Pero si lo hago, ¿me disparará? Resultaba difícil pensar. El hedor a productos químicos la hacía sentir mareada.

—Sabemos lo que somos —dijo Crane—. Eso lo hace más fácil.

—¿Hace más fácil qué?

—Pensar en nosotros —dijo Crane con voz húmeda. Tosió, se dobló por un momento sobre sí mismo, se enderezó antes de que Lily pudiera aprovecharse de su debilidad—. Piense en nosotros juntos durante todos estos años, la Gran Pulga y la Pequeña Pulga, ¿y con qué fin? ¿Qué he conseguido, Lily? Desvié unos cuantos envíos de armas, compartí secretos de estado, hice mi pequeño papel para mantener al gobierno civil preocupado con guerras o disputas doctrinales, y ahora la batalla está a punto de ser librada… —Hizo un gesto que, en la oscuridad, podía haber sido un encogimiento de hombros—. Lejos de aquí. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

—Eso no es divertido.

—Estoy de acuerdo. Estoy cambiando, Pequeña Pulga, y no sé por qué.

Se puso en pie y se acercó un poco más a la lámpara…, a la pistola.

Dejó caer su abrigo largo. El hedor se intensificó. Lily consiguió ver la granulosa piel debajo de la camisa hecha jirones, las erupciones pustulosas, la piel de su rostro separándose como arrugado papel tisú. Su cabeza había empezado a adoptar una nueva silueta, la mandíbula se proyectaba hacia adelante, la caja craneana se estremecía debajo de islas de sangre y pelo y denso plasma amarillo.

Lily jadeó.

—¿Tan malo es, Pequeña Pulga? No tengo ningún espejo. Pero sí, supongo que es tan malo.

La mano de ella tanteó en busca de la puerta.

—Corra —dijo él—, y le dispararé. Lo haré, de veras. Cuestión de honor. Así que en vez de ello hagamos un juego.

Se sentía más asustada de lo que nunca había estado, tan asustada como aquella terrible noche en Fayetteville. Entonces, el enemigo había parecido al menos humano. Crane no, ya no, ni siquiera a esa débil luz.

—¿Un juego? —musitó.

—Olvide mi aspecto, Pequeña Pulga. Se supone que esto no está ocurriendo, al menos no todavía, pienso. No tengo control sobre ello. Sorprendentemente, tampoco lo tiene mi dios.

—¿Qué dios?

—Mi dios ausente. Ausente. Ese es el problema. Esa pequeña voz se ha sumido en el silencio. Está atareada en otra parte, supongo. Emergencias no previstas. Cosa de la gente de usted. Pero este… proceso… —Alzó sus ampolladas manos—. Duele, Pequeña Pulga. Y por mucho que ruego pidiendo un poco de alivio…, mis ruegos no reciben respuesta.

Hizo una pausa para toser, un largo espasmo líquido. Gotas de algo rosado y acuoso aterrizaron sobre el escritorio, la moqueta, la blusa de ella.

Ahora, pensó Lily, pero sus piernas estaban paralizadas.

—Antes de que transcurra mucho tiempo —dijo Crane— ya no seré yo. Hubiera debido adivinarlo. Los dioses, sean lo que sean, están hambrientos. Por encima de todo lo demás que puedan ser. No desean que Matthew Crane sobreviva más de lo que ellos desean que viva usted, Pequeña Pulga. Así que ya ve en la posición en que me encuentro.