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Dio otro tembloroso paso adelante. Sus piernas se doblaban por lugares equivocados. La carne crujía a cada paso; una bilis amarilla rezumaba de los puños de su camisa.

—Una competición. La pistola está cargada y preparada para disparar. Por horribles que sean esos dedos míos actuales, todavía pueden apretar un gatillo. Y también pueden hacerlo los suyos, por supuesto. Yo no estoy tan ágil como lo estaba antes, pero usted no es joven tampoco, mi Pequeña Pulga. Apuesto a que ha entrado usted en el estadio de las medias antivarices y los zapatos ortopédicos, ¿correcto? Puede que incluso sienta algo de artritis las noches húmedas. Y ya no corre detrás de los autobuses.

Todo aquello era cierto.

—Un juego. Llamémoslo «agarra la pistola». Creo que las posibilidades están más o menos igualadas. Simplemente no espere a que yo diga adelante.

No lo hizo. Lily avanzó de inmediato, un furioso paso detrás de otro, pero fue como correr en un sueño; sus miembros eran pesos muertos; parecía como si estuviera debajo del agua.

Vio la pistola en su círculo de luz, negra satinada sobre la lustrosa caoba, con la luz de la lámpara destacando los huecos y los ángulos del arma en brillantes constelaciones.

El hedor de la transformación de Crane flotaba denso en el aire. Emitió un sonido que Lily apenas oyó, un estridente grito animal.

Su mano derecha tocó la culata de la pistola. Se deslizó de entre sus dedos un precioso centímetro. Ahora sintió la proximidad de Crane, un sulfuroso calor.

Pero repentinamente la pistola fue suya. Cerró los dedos sobre la culata.

Dio un paso atrás desde el escritorio, tropezó con uno de sus tacones, se encontró sentada sobre la moqueta manchada de sangre con la pistola entre sus temblorosas manos, sujetándola frente a ella como un crucifijo de una tienda de todo a diez centavos.

Matthew Crane —la cosa que antes había sido Matthew Crane— se alzaba ante ella. La lámpara del escritorio estaba volcada, y su dura luz incidía de lado sobre su ampollado rostro. Sus ojos eran de color rojo cereza, sus pupilas estrechas rendijas negras.

—¡Pequeña Pulga! —exclamó—. ¡Buen trabajo!

Ella disparó la pistola. Apuntó bajo. La bala partió una costilla, lanzando un borbollón de sustancia sanguinolenta contra la pared del fondo. Crane retrocedió de espaldas y se apoyó contra una estantería de actas del Congreso. Bajó la vista hasta su herida, luego miró a Lily.

Ella se puso cautelosamente en pie.

Él sonrió —si aquello pretendía ser una sonrisa— más allá de los tocones de sus dientes.

—No se detenga ahora, Pequeña Pulga —susurró—. Por el amor de Dios, no se detenga ahora.

Ella no lo hizo. No se detuvo hasta que la pistola estuvo vacía, no hasta que lo que quedaba de Matthew Crane quedó tendido inmóvil en el suelo.

40

Un espasmo de fuego de mortero desmoronó lo que quedaba del Domo del Pozo. Enormes losas intactas de roca tallada cayeron y se hicieron pedazos, alzando columnas de humo al aire otoñal. Guilford avanzó por entre los escombros, rifle en mano. Sus heridas eran graves y su respiración entrecortada y dolorosa. Pero todos sus miembros funcionaban y su mente estaba tan clara como podía esperarse bajo las circunstancias.

Un banco de nubes había derivado de las montañas, convirtiendo el día en algo frío y húmedo. La llovizna heló la ciudad y pintó las ruinas con una parda y aceitosa oscuridad. Guilford se oscureció el rostro con un puñado de lodo y se imaginó fundiéndose entre aquellos torturados ángulos de rota piedra. El enemigo había abandonado todo orden y acechaba a los intrusos humanos casi al azar, una estrategia efectiva, puesto que no había forma alguna de adivinar qué rincón podía ocultar a un demonio. Solo su hedor los traicionaba.

Guilford asomó la cabeza más allá de una piedra intacta de los cimientos y vio a uno de los monstruos a menos de una docena de metros de distancia.

Este había dejado muy atrás sus orígenes humanos. La transformación era casi completa: medía más de dos metros de altura, su redondeado cráneo y sus mandíbulas como navajas eran similares al espécimen que Sullivan le había mostrado en el Museo de Monstruosidades. Estaba desmembrando sistemáticamente a un hombre que había caído en sus garras, nadie a quien Guilford conociera personalmente, aunque esto era tan solo un pequeño consuelo. Despedazaba metódicamente el cuerpo, inspeccionando y desechando los trozos mientras Guilford intentaba dominar las náuseas y apuntaba cuidadosamente. Cuando el monstruo se echó hacia atrás con un pedazo fresco de carne humana en la mano, disparó.

Un tiro limpio al pálido y vulnerable vientre. El monstruo se tambaleó y cayó…, herido, no muerto, pero no pareció capaz de hacer otra cosa más que permanecer tendido de espaldas y flexionar sus garras en el aire. Guilford echó a correr cruzando un campo de polvo de granito hacia el desmoronado Domo, ansioso por hallar una nueva cobertura antes de que el sonido atrajera a más criaturas.

Descubrió a Tom Compton agazapado detrás de una pared medio derrumbada, aferrándose la garganta con una mano.

—Los bastardos casi me arrancaron la cabeza —dijo el hombre de la frontera. Escupió un glóbulo rojo al polvo.

Así que todavía podemos sangrar, pensó Guilford. Sangrar de la misma forma que lo hicimos en el bosque de Belleau. Sangrar de la forma en que lo hacíamos cuando éramos humanos.

Tomó a Tom del brazo.

—¿Puede andar?

—Espero que sí. Es demasiado jodidamente pronto para ceder mi cuerpo al fantasma.

Guilford lo ayudó a ponerse en pie. La herida de la garganta era terrible, y las demás heridas del hombre de la frontera eran igual de graves. Una débil luz brotaba parpadeando de su arruinado cuerpo. Una frágil magia.

—Tranquilos ahora —advirtió Tom.

Remataron una colina de escombros, todo lo que quedaba del Domo que se había alzado durante diez mil años en el silencio de aquel vacío continente. Se oían frenéticos disparos de rifle al norte y al oeste.

—La cabeza baja —advirtió Tom. Avanzaron centímetro a centímetro, respirando polvo hasta que sus bocas fueron papel de lija y sus gargantas tuberías oxidadas. Te recuerdo, pensó Guilford: Tom Compton, el sargento primero que lo había arrastrado a través del campo de trigo hacia Château-Thierry, inútilmente, porque se estaba muriendo… Sobre aquellos cuchillos de granito hasta que vieron el Pozo, más brillante de lo que Guilford lo recordaba, radiante de luz, con su desmoronante perímetro guardado por un par de vigilantes monstruos, con los ojos poseídos de una feroz inteligencia yendo de un lado para otro.

Elias Vale todavía era capaz de sujetar y disparar un rifle automático, aunque sus dedos se habían vuelto torpes y extraños. Estaba cambiando en formas en las que prefería no pensar, cambiando como los hombres a su alrededor, algunos de los cuales ya no eran ni remotamente humanos. Pero aquello estaba bien. Estaba cerca del Pozo de la Ascensión, realizando un trabajo sagrado y urgente. Sintió la inmediata proximidad de los dioses.

Su visión se había visto sutilmente alterada. Descubrió que podía detectar débiles movimientos a la más tenue luz. Sus demás sentidos también. Podía oler el olor a pella salada de los atacantes. La lluvia que caía sobre su granulosa piel era a la vez fría y agradable. El sonido de los disparos de rifle era agudamente fuerte, incluso el resonar de los guijarros constituía una sinfonía de tonos diferenciados.

Más agudo también era el sentido que había atraído en primer lugar a los dioses hacia él, su habilidad de penetrar al menos hasta una pequeña distancia en el alma humana. Los seres que atacaban la Sagrada Ciudad eran solo parcialmente humanos —parcialmente algo mucho más antiguo y grande—, pero captaba la forma de sus vidas, cada emoción y tensión y secreta vulnerabilidad. Esa habilidad todavía podía ser útil.