Su rifle no era su única arma.
Se acurrucó detrás de un bloque de granito mientras dos de los más profundamente transformados hombres patrullaban el borde del Pozo. Sintió —¡pero era algo indescriptible!— la inmensa energía viva de aquel lugar, los dioses aprisionados en el no-espacio en las profundidades de la Tierra, tendiéndose ansiosamente hacia la encarnación física.
Un ejército de ellos.
Y sintió la presencia de dos hombres semimortales acercándose desde el norte.
Captó sus nombres del resplandeciente aire: Tom Compton. Guilford Law.
Almas antiguas.
Vale apoyó su rifle en su pustuloso pecho y sonrió vacuamente.
—Yo rodearé por la izquierda, los atraeré con un par de disparos —dijo Tom—. Usted haga lo que pueda.
Guilford asintió y observó a su herido amigo alejarse arrastrándose.
El Pozo era una bolsa de algoritmos encajados en la ontosfera, un alfilerazo abierto a la arquitectura profunda del Archivo. La única forma que tenía el dios-Guilford de entrar era a través de la encarnación física: había necesitado que Guilford lo llevara hasta allí, pero la batalla dentro del Pozo, el Confinamiento, eso era obra de los dioses. Pero estoy cansado, pensó Guilford. Me duele. Y con el dolor y el cansancio vino una desgarradora nostalgia; se dio cuenta de que estaba pensando en Caroline, en su largo pelo negro y sus ojos heridos; en Lily, con cinco años, hechizada bajo la influencia de Dorothy Gale y Tik-tok; en la paciencia y la fuerza de Abby; en Nicholas mirándole con una confianza que él nunca se había ganado ni había merecido, una confianza pronto quebrantada…, deseó volver atrás, volverlo todo atrás, y se preguntó si era por eso por lo que los dioses habían construido originalmente su Archivo: esta no aceptación mortal a renunciar al pasado, a dejar que el amor se convirtiera en desmoronantes átomos.
Cerró los ojos y apoyó la mejilla en un saliente de húmeda piedra. La luz dentro de él parpadeó. La sangre manó de sus heridas.
El sonido del rifle de Tom lo puso de nuevo en guardia.
En el erosionado borde del Pozo, los dos monstruos giraron la cabeza hacia el sonido del arma. Tom disparó de nuevo y una de las bestias gritó, un chillido casi humano en su rabia y su dolor. Un fluido verde bilis brotó de las reventadas entrañas del monstruo.
Guilford aprovechó la distracción para acercarse unos metros más al Pozo, agachado entre columnas de granito de la altura de un hombre.
Ahora ambas criaturas se estaba moviendo, acercándose a la fuente de los disparos en ángulo oblicuo, ofreciendo su armadura dorsal contra el fuego de rifle. Eran extraordinariamente grandes, quizá guardianes especialmente preparados para esa misión. Su andar —bípedo, fluidamente equilibrado— era lento, pero Guilford había aprendido a respetar su velocidad. Las garras y las mandíbulas en los antebrazos estaban expuestas, con la blancura del hueso, resplandecientes en la lluvia. Sus brazos inferiores más pequeños, menos brazos que cuchillos auxiliares, chasqueaban incansablemente.
La lluvia aumentó de llovizna a aguacero, láminas de agua que golpeaban las antiguas piedras, haciendo brotar nubes de vapor del Pozo.
Los monstruos no se veían afectados por la lluvia. Se detuvieron e inclinaron la cabeza, un gesto irritado más propio de un ave. El agua daba a sus pieles o conchas un brillo pulido y despertaba colores ocultos, un arco iris de iridiscencia que hizo pensar a Guilford en su infancia, en lavar guijarros en un arroyo para ver emerger su lustre más allá del polvo y del aire.
Más cerca ahora. Sintió el calor del Pozo, su apestoso olor a aislante quemado.
Tom se puso al descubierto y disparó de nuevo, quizá la última bala de su munición. Guilford usó la oportunidad creada por el hombre de la frontera y corrió hacia el borde del Pozo, sin dejar de mirar hacia atrás. Márchate mientras puedas, deseó gritar, pero vio que la pierna izquierda de Tom se doblaba bajo su cuerpo. El hombre de la frontera cayó sobre una rodilla, consiguió alzar su rifle, pero la criatura más cercana, aquella a la que había herido, ya estaba sobre él.
Guilford gimió involuntariamente cuando el monstruo arrancó limpiamente la cabeza de Tom de su cuerpo.
La cortina de lluvia ocultó todo lo demás. El aire olía a ozono y a relámpagos.
No hubiera debido detenerse. El segundo monstruo lo había visto y avanzaba ahora a una velocidad aterradora hacia el Pozo, con sus largas piernas bombeando tan eficientemente como las de un leopardo. Al correr no producía ningún sonido audible por encima del de la lluvia; pero cuando se detuvo dejó escapar una nube de hediondos vapores solubles, productos de desecho de alguna inimaginable química corporal. Sus ojos, inexpresivos y extraños, se enfocaron fijamente en él.
Guilford alzó su rifle y disparó dos rápidos tiros a la criatura.
Las balas astillaron su brillante armadura, quizá rompieron una costilla expuesta, hicieron que retrocediera un tambaleante paso. Guilford disparó de nuevo, siguió disparando hasta que su cargador estuvo vacío y el monstruo yació inmóvil en el suelo.
Tom, pensó.
Pero el hombre de la frontera estaba más allá de toda posible reparación.
Guilford se volvió hacia el Pozo.
El borde estaba cerca. La espiral de escalones de piedra seguía intacta, aunque peligrosamente sembrada de nuevos cascotes. Aquello no importaba. No planeaba bajar las escaleras. Saltaría y dejaría que la gravedad lo arrastrara: no había fondo en aquella conejera, solo el fin del mundo. Echó a correr.
Se detuvo en seco cuando una figura humana se alzó a menos de diez pasos frente a él.
No, se dio cuenta, no humana, solo alguna pobre alma menos avanzada en su destrucción. El rostro en particular parecía como si hubiera sido fracturado hacía mucho tiempo, con los huesos asomando a lo largo de las líneas de falla como placas volcánicas.
La criatura luchó por alzar su rifle, con sus brazos temblando con la parálisis de la transformación.
Guilford tomó otro cargador de su cinturón.
—No querrás dispararme —dijo el monstruo.
Las palabras atravesaron la lluvia y se impusieron al distante crepitar de la artillería.
Ignóralo, dijo el dios-Guilford.
—Hay alguien conmigo, Guilford. Alguien a quien conoces.
Expulsó el cargador vacío del arma.
—¿Quién es? —Mientras observaba al monstruo luchar con su propio rifle. Un caso grave de temblores. Haz que siga hablando.
No, insistió el piquete.
El monstruo cerró los ojos y dijo:
— ¿Papá?
Guilford sintió que algo se helaba en su interior.
No.
— ¿Eres tú? No puedo ver…
Guilford se inmovilizó, pese a sentir la urgente súplica del piquete.
— ¡Papá, soy yo! ¡Soy Nick!
No, no es Nick, porque Nick…
—¿Nick?
— ¡Papá, no dispares! ¡Estoy dentro! ¡No quiero morir, no de nuevo!
El monstruo seguía forcejeando con sus propias convulsiones para alzar el rifle. Lo veía claramente, pero no podía extraer ningún sentido de todo aquello. Recordó las brillantes y horribles rosas de la sangre de su hijo.
El piquete estaba repentinamente a su lado, débil como la bruma.
El tiempo detuvo su marcha hasta casi un arrastrarse. Sintió que su martilleante corazón latía a la mitad de su velocidad, lentas notas de timbales.
El monstruo agitaba su arma con una glacial imprecisión.
El piquete dijo:
—Escúchame. Rápidamente, ahora. Eso no es Nick.
—¿Qué les ocurre a los muertos? ¿Se apoderan de ellos los demonios?
—No siempre. Y eso no es Nick.
— ¿Cómo puedo saberlo?
—Guilford. ¿Crees que yo dejaría que se apoderaran de él?
—¿Lo hiciste?
—No. No lo hice. Nick está conmigo, Guilford. Está con nosotros.
El piquete tendió sus manos en un movimiento como si acunara algo, y por un momento —un dulce y terrible momento— Nick estuvo allí, con los ojos cerrados, dormido, con doce años y en paz.
—Así es como son las cosas —dijo el piquete—. Todas esas vidas.
—Estoy tan cansado… —dijo Guilford—. ¿Nick?
Pero Nick se había desvanecido de nuevo.
—Dispara tu arma —dijo firmemente el piquete.