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– Sí. ¿No es suficiente? -murmuró Golder tratando de sonreír.

– No. Quiero un coche nuevo.

– ¿Cómo? ¿Y el otro?

– Es demasiado pequeño, me he cansado de él… Quiero un Bugatti. Quiero ir a Madrid con… -Se interrumpió.

– ¿Con quién?

– Con unos amigos.

Golder se encogió de hombros.

– No digas tonterías.

– No es ninguna tontería. Quiero un coche nuevo.

– Bueno, pues te aguantas.

– No, daddy, daddy darling… Cómprame un coche nuevo, cómpramelo, va… Seré buena… Daphné Mannering tiene uno precioso que le ha regalado Behring…

– Los negocios van mal. El año que viene…

– ¡A mí siempre me dices eso! ¡Pues me da igual! ¡Apáñatelas!

– ¡Basta! ¡Me tienes harto! -gritó Golder, exasperado.

Joyce se calló y se puso de pie, pero luego cambió de opinión y volvió a arrimarse a su padre.

– Daddy… Pero si tuvieras mucho dinero, ¿me lo comprarías?

– ¿El qué?

– El coche.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Enseguida. Pero no tengo dinero, así que déjame en paz.

Ella soltó un grito de júbilo.

– ¡Entonces ya sé lo que haremos! Esta noche vamos al casino y yo te hago ganar. Hoyos siempre dice que doy buena suerte. ¡Y mañana me compras el coche!

Golder meneó la cabeza.

– No. En cuanto acabe la cena, me vuelvo a casa. ¿No comprendes que he pasado toda la noche en un tren?

– ¿Y qué?

– Pues que hoy me encuentro mal, Joy…

– ¿Tú? ¡Pero si tú nunca estás enfermo!

– ¿Ah, eso crees?

– Dad… ¿te gusta Alec? -preguntó ella de sopetón.

– ¿Alec? ¡Ah, sí, ese chico! Es simpático…

– ¿Te gustaría verme convertida en princesa?

– Eso depende.

– Me llamarían alteza imperial… -Fue a ponerse bajo la araña y echó atrás su fina cabeza dorada-. Mírame bien, dad… ¿Crees que me va ese papel?

– Sí -murmuró él con un secreto arrebato de orgullo que hizo latir su corazón con violencia casi dolorosa-. Sí… Te iría estupendamente, hija.

– ¿Y darías mucho dinero por eso, dad?

– ¿Tanto cuesta? -Su dura e inhabitual sonrisa le torció ligeramente los labios-. Me sorprende. Hoy en día, hay un príncipe en cada esquina.

– Sí, pero a éste lo quiero… -murmuró Joyce, y una expresión apasionada y profunda hizo que hasta sus labios palidecieran.

– ¿Sabes que no tiene nada, ni un céntimo?

– Lo sé. Pero yo soy rica.

– Ya veremos.

– ¡Oh, dad! ¡Es que, ¿sabes?, yo en este mundo lo quiero todo! ¡Si no, prefiero morir! ¡Todo! ¡Todo! -repitió lanzando en derredor una de sus ardientes e imperiosas miradas-. ¡No sé cómo se las arreglan las demás! Daphné se acuesta con el viejo Behring por dinero… ¡Yo, en cambio, necesito amor, juventud, todo lo de este mundo!

Golder soltó un suspiro.

– El dinero…

– El dinero… -lo interrumpió ella con un gesto arrebatado y jubiloso-. ¡El dinero también, claro! ¡O más bien, los vestidos bonitos, las joyas…! ¡Todo, te lo aseguro, mi pobre dad! ¡Lo quiero todo tan desesperadamente! ¡Deseo tanto ser feliz que no puedes imaginártelo! ¡De lo contrario prefiero morir, te lo juro! Pero estoy muy tranquila. Siempre he tenido todo lo que he querido en este mundo…

Golder bajó la cabeza y, esforzándose en sonreír, murmuró:

– Mi pobre Joyce, estás loca… Has estado enamorada de éste y aquél desde los doce años, diría yo…

– Sí, pero esta vez… -Le lanzó una mirada intensa y obstinada-. Lo quiero… Dámelo, dad

– ¿El coche? -Golder sonrió sin ganas-. Anda, ponte el abrigo y bajemos…

En el coche los esperaban Hoyos y Gloria, cubierta de joyas, tiesa y reluciente en la oscuridad como un ídolo bárbaro.

Era medianoche cuando Gloria se inclinó bruscamente hacia su marido, sentado frente a ella.

– Estás pálido como un muerto, David… ¿Qué te pasa? -le preguntó con impaciencia-. ¿Tan cansado estas? Te advierto que luego iremos a Ciboure… Más te valdría volver a casa.

Joyce exclamó:

– ¡Una idea excelente, dad! Vamos, yo te llevo… Nos vemos en Ciboure, ¿no, mummy? Cojo tu coche, Daphné -dijo volviéndose hacia la joven Mannering.

– No me lo destroces -le advirtió ésta con una voz rota, enronquecida por el opio y el alcohol.

Golder le hizo una seña al maître.

– ¡La cuenta!

Lo dijo sin pensar, pero entonces recordó que, según Gloria, estaban invitados. Sin embargo, todos los hombres sentados a la mesa se habían apresurado a volver la cabeza. El único que lo miraba era Hoyos; fruncía los labios irónicamente sin decir nada. Golder se encogió de hombros y pagó.

– Vamos, Joy.

Hacía una noche espléndida. Subieron al pequeño descapotable de Daphné. Joyce arrancó y el coche salió disparado como un rayo. Los álamos que flanqueaban el camino parecían hundirse en el fondo de un pozo y desaparecer.

– Joyce, estás loca perdida… Cualquier noche te matarás por estas carreteras -gruñó Golder, un poco pálido.

Ella no respondió, pero redujo un poco la velocidad, como a regañadientes.

Cuando llegaron a la ciudad, lo miró con ojos brillantes y un tanto extraviados.

– ¿Has pasado miedo, mi viejo dad?

– Uno de estos días te matarás -repitió él.

Joyce se encogió de hombros.

– ¡Bah! ¿Qué más da? Es una muerte bonita… -Suave, tiernamente, se pasó los labios por un arañazo que le sangraba en la mano y murmuró-: Una hermosa noche, en traje de baile… unas vueltas de campana, ¡y se acabó!

– ¡Calla! -exclamó Golder horrorizado.

– Poor old dad… -dijo ella riendo. Y añadió-: Bueno, baja de una vez, ya hemos llegado.

Golder alzó la cabeza.

– ¿Qué? Pero ¡si estamos en el casino! Ah, ahora lo entiendo…

– Si quieres te llevo a otro sitio.

Joyce, inmóvil, lo miraba sonriendo. Sabía que, ahora que había visto las ventanas iluminadas del casino, las sombras de los jugadores, que pasaban una y otra vez detrás de los cristales, y el estrecho balconcillo que daba al mar, no querría irse.

– Está bien, pero sólo una hora.

Sin importarle los empleados que montaban guardia en la escalinata, Joyce soltó un chillido desgarrador.

– Dad! ¡Cuánto te quiero! ¡Ya verás, presiento que vas a ganar!

Golder rió.

– Te lo advierto, pequeña -gruñó-. Pase lo que pase, no pienso darte un céntimo.

Entraron en la sala de juego. Algunas chicas que vagaban entre las mesas reconocieron a Joyce y le sonrieron con familiaridad.

– ¡Oh, dad! -exclamó ella- ¿Cuándo me dejarán jugar a mí también? Con las ganas que tengo…

Pero Golder ya no la escuchaba; miraba las cartas, y sus manos temblaban. Joyce tuvo que insistir varias veces para que le prestara atención. Por fin, se volvió con brusquedad y gruñó:

– ¿Qué? ¿Qué pasa ahora? Me mareas…

– Estoy allí, ¿eh? -dijo ella indicando la banqueta que corría a lo largo de la pared.

– Sí, ve a donde quieras, pero déjame en paz.

Joyce rió, encendió un cigarrillo, se acomodó en el duro y estrecho canapé de terciopelo con las piernas cruzadas y se puso a juguetear con sus perlas. Desde donde estaba, sólo veía gente arremolinada en torno a las mesas, hombres mudos y temblorosos, mujeres que estiraban el cuello todas a la vez, con el mismo movimiento descendente, ávido y extraño, hacia las cartas y el dinero. Hombres desconocidos merodeaban alrededor de Joyce, que de vez en cuando, para distraerse, dejaba escapar entre las entornadas pestañas una larga e insinuante mirada, lánguida y voluptuosa, de mujer fácil, que hacía detenerse a alguno de ellos. Joyce sonreía, le daba la espalda y seguía esperando.