En una ocasión, al abrirse un claro para que se sentaran nuevos jugadores, vio a su padre con bastante claridad. El envejecimiento súbito, extraño, del abotagado y macilento rostro, que adquiría tintes verdosos a la luz de las lámparas, la turbó y le causó una vaga inquietud.
«Qué pálido está… ¿Qué le pasa? ¿Estará perdiendo? -se preguntó levantándose y mirando con avidez. Pero la gente ya había vuelto a cerrar el círculo alrededor de la mesa. Joyce hizo una mueca de exasperación-. ¡Maldita sea! ¿Y si me acerco? No, una persona interesada en el juego da mala suerte.»
Buscó por la sala, vio pasar a un joven acompañado por una chica muy atractiva y bastante ligera de ropa y les hizo un gesto imperioso.
– ¡Eh, oigan! El viejo Golder, en aquella mesa… ¿Saben si está ganando?
– No; gana el otro carcamal, Donovan -respondió la chica aludiendo a un jugador famoso en las timbas del mundo entero.
Joyce tiró el cigarrillo al suelo con rabia.
«¡Oh, tiene que ganar, tiene que ganar! -pensó con desesperación-.¡Quiero mi coche! ¡Quiero…!¡Quiero ir a España con Alec! Solos, libres… Nunca he pasado una noche entera con él, en sus brazos… Mi adorado Alec… ¡Oh, tiene que ganar! ¡Dios mío, Señor, haz que gane!»
La noche avanzaba. Cansada, Joyce recostó la cabeza en el brazo. El humo le escocía en los ojos. Vagamente, como en el fondo de un sueño, oyó decir a alguien:
– Vaya, si es la pequeña Joyce, y dormida. Qué bonita es…
Sonrió, se dejó acariciar por sus perlas moviendo con suavidad el cuello y volvió a dormirse. Poco después entreabrió los ojos: las ventanas del casino se habían teñido de una palidez rosa.
Levantó la cabeza con pesadez y miró alrededor. Había menos gente. Golder seguía jugando.
– Ahora está ganando -dijo alguien-. Había perdido más de un millón…
Estaba saliendo el sol. De manera instintiva, Joyce volvió el rostro hacia la luz y siguió durmiendo. Cuando notó que la zarandeaban, ya era pleno día; se despertó, tendió las manos y volvió a cerrarlas sobre los estrujados billetes que su padre, de pie junto a ella, le deslizaba entre los dedos.
– ¡Oh, dad! -exclamó alborozada-. Entonces ¿es verdad? ¿Has ganado?
El no se movía; la barba crecida durante la noche le cubría las mejillas de un espeso color ceniciento.
– No. He perdido más de un millón, creo. Pero luego lo he recuperado y he ganado cincuenta mil francos, que son para ti. Eso es todo. Vamos -dijo articulando con dificultad.
Dio media vuelta y avanzó penosamente hacia la puerta. Joyce, medio dormida todavía, lo siguió arrastrando con el brazo caído su gran abrigo de terciopelo blanco, que barría el suelo, y con las manos llenas de billetes que asomaban entre los dedos. Creyó ver que su padre se detenía y se tambaleaba. «Estoy soñando… ¿Habrá bebido?», se dijo.
En ese momento, el corpachón osciló de un modo alarmante. Golder elevó los brazos en el aire, intentó asir el vacío y luego se derrumbó con ese ruido, sordo y profundo como un gemido, que parece ascender de las raíces vivas de un árbol derribado hasta su corazón.
– Retírese de la ventana, señora -dijo la enfermera-. No deja ver al profesor.
Gloria retrocedió maquinalmente unos pasos sin apartar los ojos de la cama; la pesada cabeza estaba hundida en la almohada. Gloria se estremeció. «Parece un muerto», pensó.
No había recobrado el conocimiento; inclinado sobre el inerte corpachón, el médico auscultaba, palpaba… Golder no se movía, ni siquiera gemía.
Gloria retorció con nerviosismo el collar con ambas manos y volvió la cabeza. ¿Moriría? «Todo esto es culpa suya -pensó irritada, casi en voz alta-. ¿Qué necesidad tenía de ir a jugar esta noche?»
– ¿Estás contento ahora? -bisbiseó sin darse cuenta-. Idiota… El dineral que nos va a costar esto, Dios mío. Si al menos se curara… Ojalá esto no dure mucho… Porque me volvería loca. Qué noche he pasado…
Recordó que había permanecido toda la noche en la habitación y esperado hasta la mañana al profesor Ghédalia, preguntándose en todo momento si Golder se moriría allí, ante sus ojos. Había sido horrible.
«Pobre David. Su mirada…»
Volvió a ver aquellos ojos absortos que no se apartaban de ella; su marido temía a la muerte. Gloria se encogió de hombros. La gente no se moría así, por las buenas. «Vaya, lo que me faltaba», pensó mirándose en el espejo con disimulo.
Hizo un brusco gesto de impotencia y rabia, y se sentó en un sillón con el cuerpo erguido, rígido.
Entretanto, Ghédalia había vuelto a tapar el pecho del enfermo con la sábana y se había incorporado. Golder exhaló una queja ininteligible.
– ¿Y bien? -preguntó Gloria con ansiedad-. ¿Qué tiene? ¿Es grave? ¿Se trata de un proceso lento? ¿Estará enfermo mucho tiempo? ¡Dígame la verdad, se lo ruego! Estoy preparada para todo…
El profesor se dejó caer en una silla, se pasó la mano por la negra barba lentamente y sonrió.
– Mi querida señora, la veo muy afectada -dijo con una voz suave y melodiosa que era un bálsamo para los oídos-. Sin embargo, no nos ahoguemos en un vaso de agua, si me permite la expresión. Sí, se ha producido un síncope que nos ha asustado, que nos ha impresionado… Es natural. Pero, ocho o diez días de reposo, y no volverá a ocurrir. Es fatiga, agotamiento. Por desgracia, todos envejecemos día tras día. Nuestras arterias ya no tienen veinte años. Eso hay que aceptarlo…
– ¿Lo ves? -exclamó Gloria con vehemencia-. ¡Bah, ya lo sabía yo! A la menor molestia piensas que te vas a morir. Pero mírelo… ¡Vamos, hombre, di algo!
– ¡No, no! -la atajó Ghédalia-. No hace falta que hable, al contrario. Reposo, reposo y más reposo. Ahora vamos a darle un pinchacito que le calmará ese dolor nervioso y nosotros, mi querida señora, nos iremos…
– Pero bueno, ¿cómo te sientes? ¿Mejor? -insistió Gloria con impaciencia-. David…
Golder hizo un débil gesto con las manos y movió los labios. Más que oírlas, Gloria vio formarse en ellos las palabras: «Me duele.»
– Acompáñeme, señora, dejémoslo descansar -repitió Ghédalia-. No puede hablar pero nos oye perfectamente, ¿verdad, caballero? -añadió en tono jovial, y cambió una rápida mirada con la enfermera.
El profesor abandonó la habitación. Gloria lo siguió a la galería.
– No es nada, ¿verdad? -dijo-. ¡Ay, es tan impresionable y tan nervioso! Si supiera usted la noche que me ha dado…
El doctor levantó solemnemente una mano blanca, pequeña y regordeta y, en tono grave, declaró:
– ¡Debo interrumpirla, señora! Tengo como primer principio in-que-bran-ta-ble no permitir que mis pacientes conciban la menor sospecha sobre la naturaleza de su dolencia cuando ésta presenta un peligro… cierto. Pero, desgraciadamente, a sus allegados les debo la verdad; de modo que mi segundo principio es no ocultársela jamás a la familia de mis pacientes. Jamás! -repitió vehemente.
– Entonces… ¿se va a morir?
El doctor le lanzó una mirada sorprendida e irónica, que a todas luces quería decir: «Por lo que veo, no hacen falta circunloquios.» Se sentó, cruzó las piernas, echó la cabeza atrás ligeramente y respondió con flema:
– No de inmediato, mi querida señora…
– ¿Qué tiene?
– Angor pectoris -respondió Ghédalia recalcando las sílabas latinas con evidente placer-. En cristiano, una angina de pecho. -Al ver que Gloria no decía nada, continuó-: Siguiendo un régimen y con los cuidados adecuados, todavía podría vivir bastante tiempo, cinco, diez, quince años… Naturalmente, tendrá que renunciar a los negocios. Nada de emociones, nada de esfuerzos. Una vida tranquila, apacible, ordenada, sin sobresaltos. Reposo total. Para siempre. Sólo con esa condición, señora, responderé de él, en la medida en que se puede responder en estos casos, porque por desgracia esta enfermedad es pródiga en sorpresas fulminantes. Los médicos no somos dioses… -El doctor sonrió con afabilidad-. Como sin duda comprende, mi querida señora, no es cuestión de decírselo en estos momentos, en que por otra parte sufre terriblemente. Pero es de esperar que, en ocho o diez días, la crisis haya remitido. Entonces habrá llegado la hora de darle el ultimátum.