– Pero… -murmuró Gloria con la voz alterada-. No puede… no puede ser… Renunciar a los negocios… Imposible, vamos… Se moriría -añadió con nerviosismo al ver que Ghédalia guardaba silencio.
– Créame, señora -respondió él sonriendo-. Casos como el de su marido se me presentan bastante a menudo. Entre mis pacientes no faltan hombres poderosos, si se me permite decirlo. Hace años traté a un famoso financiero al que mis colegas habían desahuciado de forma unánime… Pero no es éste el caso. No obstante, el caballero del que le hablo padecía una enfermedad similar a la que afecta al señor Golder. Y mis recomendaciones fueron exactamente las mismas. Las personas de su entorno temían por su vida. Pues bien, nuestro famoso financiero sigue vivo. Y han pasado quince años… Ahora es un experto y apasionado coleccionista de plata labrada del Renacimiento. Posee un extraordinario número de piezas admirables, entre otras un aguamanil sobredorado que pasa por ser el primer trabajo del gran Cellini, una obra maestra. Me atrevería a decir que la contemplación de esos hermosos y raros objetos le procura alegrías que jamás había sentido. Puede estar segura de que, una vez pasen las primeras e inevitables semanas de ansiedad, su marido también descubrirá su… ¿cómo lo diría? Su hobby. Coleccionar esmaltes o gemas, entregarse a los placeres mundanos, qué sé yo. Los hombres somos niños grandes.
«Será idiota -pensó Gloria. Un amargo regocijo la embargó al imaginarse a David ocupado con libros raros, medallas, mujeres…-. ¡Señor! ¡Imbécil! ¿Y vivir? ¿Y comer? ¿Y vestirse? ¿Es que se cree que el dinero crece en los árboles?»
Se levantó bruscamente e inclinó la cabeza.
– Gracias por todo, profesor. Pensaré en ello…
– Me mantendré al corriente de los progresos del paciente -repuso Ghédalia con una leve sonrisa-. Y creo que sería preferible que en su momento lo pusiera yo al tanto de su estado. Se necesita mucho tacto, mucha habilidad. Por desgracia, los médicos estamos habituados a tratar tanto el alma como el cuerpo.
Le besó la mano y se alejó. Gloria se quedó sola.
Silenciosamente, empezó a recorrer de un extremo a otro la galería desierta. Lo sabía. Siempre lo había sabido. Nunca había apartado un céntimo para ella. Todo se iba, todo desaparecía de un negocio al siguiente. ¿Y ahora? «Sobre el papel miles de millones, sí, pero nada en las manos, ni esto», siseó con rabia y los dientes apretados. «¿Por qué te preocupas? -le decía él-. Yo sigo estando aquí, ¿no?» ¡Imbécil! ¿Es que a los sesenta y ocho años no había que esperar la muerte en cualquier momento? ¿Acaso el primer deber de un marido no era asegurar a su mujer una fortuna adecuada, suficiente? No tenían nada. Cuando dejara los negocios, no quedaría nada. Los negocios… Cuando ese río de dinero vivo dejara de fluir… «Como mucho quedará un millón -pensó-, puede que dos, rascando bien…» Alzó los hombros con furia. Con el tren de vida que llevaban, un millón les duraba seis meses. Seis meses… Y, encima, con aquel hombre, con aquel moribundo inútil a la espalda… «¡Realmente, es para querer que viva otros quince años! -pensó con rencor-. ¡Claro, como me ha dado tanta felicidad! No, no…» ¡Lo odiaba, odiaba a aquel hombre brutal, viejo, feo, al que no le importaba otra cosa que el dinero, ese sucio dinero que encima ni siquiera era capaz de acumular! Nunca la había querido. Si la cubría de joyas, era como a una enseña viviente, como un escaparate, y ahora que Joyce se había hecho mayor, sólo se interesaba en ella. ¡Joyce! A ella sí que la quería… Bueno, la quería porque era joven, guapa, brillante. ¡Por orgullo! ¡No había más que orgullo y vanidad en el fondo de su corazón! Sin embargo, a ella, su esposa, por un diamante, por un anillo nuevo, siempre le gritaba y le montaba las mismas escenas. «¡Déjame, no me queda nada! ¿Qué quieres, que me muera?» ¿Y los demás? ¿Cómo lo hacían? ¡Todos trabajaban, como él! No se creían más inteligentes ni más fuertes que el resto del mundo, pero al menos cuando se hacían viejos, cuando se morían, dejaban a sus mujeres con las necesidades cubiertas. «Las hay con suerte.» En cambio, ella… La verdad es que su marido nunca se había preocupado por ella. Jamás la había querido. De lo contrario, no habría podido vivir ni una hora en paz sabiendo que su mujer no tenía nada… El mísero dinero que había reunido por sí sola, a fuerza de paciencia y sacrificio… «Pero es mi dinero, mío, mío… Si cree que lo voy a mantener con él… No, gracias, con un chulo tengo bastante -se dijo pensando en Hoyos-. No, no, que se las componga.» Después de todo, ¿por qué tenía que decirle la verdad, en nombre de qué? Sabía perfectamente que su marido, dado el terror judío que sentía ante la muerte, lo dejaría todo, no pensaría más que en su preciosa salud, en su vida. Egoísta, cobarde… «¿Acaso es culpa mía que en tantos años no haya sido capaz de ganar suficiente dinero para morirse tranquilo?» Y justo en ese momento, cuando los negocios atravesaban una situación tan espantosa… ¡Era para volverse loca! Más adelante, ya vería… «Ahora estoy al corriente, lo vigilaré… Ese asunto que quiere montar. "Una cosa interesante", me ha dicho. Cuando el negocio esté cerrado, será el momento, podría ser incluso útil para impedir que se lance a alguna loca maniobra… Entonces será el momento.»
Indecisa, miró la puerta y se acercó a un pequeño escritorio que había en un rincón:
Admirado profesor:
Devorada por la inquietud, he decidido, después de haberlo pensado mucho, trasladar urgentemente a mi querido enfermo a París. Le ruego acepte, con mi eterno agradecimiento…
Se interrumpió, soltó la pluma, cruzó la galería y entró en la habitación de su marido. La enfermera había salido. David parecía dormido. Un imperceptible temblor agitaba sus manos. Gloria le lanzó una mirada distraída, echó una ojeada a la habitación y vio su ropa colocada en una silla. Cogió la chaqueta, buscó en el bolsillo interior, sacó la cartera y la abrió. Sólo había un billete de mil francos doblado en cuatro. Lo apretó en el puño.
En ese momento entró la enfermera.
– Está más tranquilo -dijo señalando al enfermo.
Un tanto azorada, Gloria se agachó y dio un furtivo beso en la mejilla a su marido con los labios pintados. Golder soltó un repentino gemido y movió débilmente las manos, como si quisiera apartar el collar, las frías perlas que se deslizaban por su pecho. Gloria se irguió y suspiró.
– Será mejor que me vaya. No me reconoce.
El doctor Ghédalia volvió esa misma tarde a casa de los Golder.
– No quería dejar marchar a su marido sin antes declinar toda responsabilidad respecto a él -le dijo a Gloria-. Ha de saber, señora, que en estos momentos el paciente no se halla en condiciones de viajar. Seguramente esta mañana me he explicado mal…
– Al contrario -respondió ella-, me ha alarmado usted de un modo… ¿exagerado, quizá?
Se miraron un instante sin decir nada. Ghédalia parecía indeciso.
– ¿Desea que vuelva a examinar al enfermo, señora? Tengo una cena en Villa des Blues, en casa de la señora Mackay… No obstante, todavía dispongo de media hora. Le aseguro que nada me satisfaría más que poder modificar mi riguroso diagnóstico.