– Se lo agradezco -murmuró Gloria.
Lo hizo pasar a la habitación de Golder y se quedó en el salón, aguzando el oído tras la puerta cerrada; Ghédalia hablaba con la enfermera en voz muy baja. Gloria se alejó de la puerta con expresión malhumorada y fue a acodarse sobre la ventana abierta.
Un cuarto de hora después, el profesor salió de la habitación frotándose las pequeñas y blancas manos.
– ¿Y bien?
– Pues, mi querida señora, la mejoría es sensible hasta tal punto que empiezo a creer que estamos ante una crisis de origen puramente nervioso. Es decir, que no se debe a una lesión del corazón. Es difícil pronunciarse de modo definitivo, dado el estado de agotamiento en que se encuentra el paciente, pero puedo afirmar que, en lo que respecta al futuro, hay motivos para mostrarse optimista. Sin duda, el señor Golder no se verá obligado a renunciar a su actividad durante muchos años…
– ¿En serio? -murmuró Gloria.
– Sí. -Ghédalia hizo una pausa y, en un tono más suave, añadió-: No obstante, insisto en que, en su actual estado, no debe viajar. Sin embargo, actúe usted según su conciencia. La mía, lo admito, se ha liberado de un gran peso.
– ¡Oh, ahora el viaje queda descartado, profesor! -dijo Gloria tendiéndole la mano con una sonrisa-. Se lo agradezco de todo corazón… ¿Tendrá usted la bondad de olvidar un momento de ofuscación bastante comprensible y seguir dispensando sus cuidados a mi pobre enfermo?
Ghédalia se mostró indeciso e intentó excusarse, pero finalmente prometió hacerlo.
A partir de esa tarde, su coche rojo y blanco se detenía a diario ante la casa de los Golder. Así fue durante quince días. Hasta que Ghédalia desapareció de repente.
El primer acto consciente de Golder, poco después, fue firmar un cheque de veinte mil francos en pago de los honorarios del doctor.
Ese día lo habían recostado en unos cojines por primera vez. Rodeando con un brazo sus hombros, Gloria sostenía a su marido y lo inclinaba ligeramente hacia delante, mientras con la mano derecha sujetaba ante él el talonario de cheques abierto. A hurtadillas, miraba a David con dureza. Cómo había cambiado… La nariz, sobre todo… Nunca había tenido esa forma, pensó; ahora era enorme y ganchuda como la de un viejo usurero judío. Y aquellas carnes flácidas y temblonas, que olían a fiebre y sudor… Recogió la estilográfica, que se había escapado de los débiles dedos del enfermo y había manchado las sábanas de tinta.
– Bueno, David, ¿te sientes mejor?
No respondió. Llevaba casi quince días sin decir más que «me ahogo» o «me duele», balbuceando con una voz ronca y extraña que sólo la enfermera parecía entender. Permanecía tumbado, con los brazos pegados al cuerpo y los ojos cerrados, inmóvil y mudo como un cadáver. No obstante, cuando Ghédalia se marchaba e, inclinándose sobre él, la enfermera lo arropaba y le susurraba: «El doctor está satisfecho», bajo sus entreabiertos y temblorosos párpados surgía una mirada fija y dura que, con una profunda expresión de súplica y angustia, se aferraba a los labios, al rostro de la mujer… «Se da cuenta de todo», pensaba ella. Sin embargo, nunca -ni siquiera cuando pudo hablar y dar órdenes- le preguntó, ni a ella ni a nadie, el nombre de su enfermedad, cuánto duraría ni cuándo podría levantarse, marcharse. Parecía bastarle con las vagas afirmaciones de Gloria: «Mejorarás pronto… Era agotamiento… De todas maneras, se acabó el fumar. El tabaco es malo para ti, David… Y el juego, lo mismo… Ya no tienes veinte años.»
Cuando Gloria lo dejó solo, Golder pidió su baraja. Se pasó horas haciendo solitarios en una bandeja apoyada en sus rodillas. La enfermedad le había debilitado la vista; ahora ya no se quitaba las gafas, unas gafas de lentes gruesas y montura de plata tan pesadas que se le deslizaban por la nariz y se le caían continuamente. Golder se pasaba un buen rato buscándolas a tientas con manos temblorosas, tropezando en los pliegues de la ropa de cama. Cuando acababa un solitario, barajaba y volvía a empezar.
Esa tarde, la enfermera había dejado la ventana y los postigos entreabiertos. Hacía mucho calor. Luego, con el fresco de la noche, quiso echarle una toquilla por los hombros, pero el paciente la rechazó con irritación.
– Bueno, bueno, no hace falta que se enfade, señor Golder. El aire del mar sopla fresco… No querrá empeorar, ¿verdad?
– Oh, Señor… -gruñó Golder con una voz débil y jadeante, esforzándose en pronunciar-. ¿Cuándo me dejarán en paz? ¿Cuándo podré levantarme de una vez?
– El doctor ha dicho que a finales de semana, si el tiempo acompaña.
Golder frunció el ceño.
– El doctor… ¿por qué no viene ya?
– Creo que lo han llamado a Madrid para una consulta.
– ¿Usted… usted lo conoce?
La mujer advirtió la expresión ansiosa y ávida de su mirada.
– ¡Sí, señor Golder! Claro que sí.
– ¿Es realmente… un buen médico?
– Muy bueno.
Golder volvió a recostarse en los cojines, cerró los ojos y murmuró:
– He estado enfermo mucho tiempo… -Ahora ya se acabó.
– Se acabó… -Se tocó el pecho, levantó la cabeza y miró fijamente a la enfermera-. ¿Por qué me duele aquí? -le preguntó con un temblor en los labios.
– ¿Ahí? Pues… -La mujer le retiró la mano del pecho con suavidad y volvió a dejarla sobre la colcha-. ¿No lo sabe? ¿No ha oído al doctor? Son espasmos nerviosos… No es nada.
– ¿Nada? -Suspiró, se incorporó maquinalmente y volvió a coger las cartas-. Pero no es… el corazón… ¿verdad? -Lo dijo con profunda emoción, deprisa y en voz baja, sin mirarla.
– No, no, claro que no… -El doctor había insistido en que se le ocultara la verdad, pero tarde o temprano habría que decírsela. Aunque eso no era asunto suyo. Pobre hombre… Qué miedo tenía a morirse… Le señaló el solitario-. Mire, se ha equivocado… Ahí va el as de tréboles, no el rey. Pruebe con el nueve.
– ¿Qué día es hoy? -preguntó Golder sin hacerle caso.
– Martes.
– ¿Ya? Debía estar en Londres… -dijo a media voz.
– ¡Ay, ahora tendrá que viajar menos, señor Golder!
La mujer lo vio ponerse blanco como la pared.
– ¿Por qué? ¿Por qué? -farfulló-. ¿Qué dice usted, por Dios? Está loca… ¿Me han prohibido viajar, salir?
– ¡No, no! -se apresuró a responder la enfermera-. ¿De dónde ha sacado eso? Yo no he dicho tal cosa. Solamente que durante algún tiempo deberá tener cuidado… Nada más.
Se inclinó y le enjugó la cara con un paño. Las gotas de sudor le resbalaban por la mejilla como gruesos lagrimones.
«Me está mintiendo. Lo noto en su voz. ¿Qué tengo? ¿Qué tengo, Dios mío? ¿Y por qué me ocultan la verdad? No soy una mujer, caramba.»
Golder la apartó débilmente y se volvió.
– Cierre la ventana. Tengo frío.
– ¿Quiere dormir? -le preguntó ella mientras cruzaba con pasos silenciosos la habitación.
– Sí. Déjeme solo.
Poco después de las once, cuando empezaba a coger el sueño, la enfermera oyó la voz de Golder en la habitación de al lado. Al acudir, lo encontró sentado en la cama, agitando vagamente las manos con el rostro encendido.
– Escribir… Quiero escribir…
«Le habrá subido la fiebre», pensó ella, e intentó acostarlo de nuevo hablándole como a un niño.
– No, no, a estas horas no… Mañana, señor Golder, mañana. Ahora hay que dormir.
Él profirió un juramento, pero repitió la orden esforzándose en hablar de otro modo, más tranquilo, más sereno, como en otros tiempos.
La enfermera acabó llevándole su estilográfica y una hoja. Pero Golder no pudo escribir más que unas letras; su mano, dolorida y agarrotada, como lastrada por un peso, apenas se movía. Gimió y murmuró: