– Escriba usted…
– Pero ¿a quién?
– Al profesor Weber. Busque la dirección en el listín de París, ahí abajo. Ruego que venga inmediatamente. Urgente. Mi dirección. Mi nombre. ¿Lo ha comprendido?
– Sí, señor Golder.
Él pareció tranquilizarse, pidió agua y volvió a echarse.
– Abra los postigos, la ventana, me asfixio… -pidió.
– ¿Quiere que me quede?
– No. No hace falta. Ya llamaré… El telegrama, mañana a las siete, en cuanto abra la oficina de correos…
– Sí, sí, no se preocupe, intente dormir.
Golder se volvió de costado con infinita dificultad y se quedó inmóvil, jadeando penosamente y mirando la ventana con tristeza. El viento agitaba las grandes cortinas blancas, que se hinchaban como globos. Durante largo rato escuchó maquinalmente el rumor de las olas… Una, dos, tres… El golpe sordo contra la roca del faro, y luego el suave y musical chapoteo del agua deslizándose entre las piedras… El silencio… La casa parecía vacía.
«¿Qué es? ¿Qué tengo? Dios mío, ¿qué tengo? -pensó una vez más-. ¿El corazón? ¿Es el corazón? Mienten. Lo sé. Hay que saber enfrentarse a las cosas.»
Entrelazó las manos con nerviosismo. Estaba temblando. Ni siquiera tenía valor para nombrarla, para pensar en la muerte… Miró con una especie de pavor el cielo negro que llenaba la ventana. «No puedo… No, todavía no. Todavía tengo que trabajar… No puedo.»
– Adonay… -murmuró con desesperación, acordándose de pronto del nombre del Señor-. Tú sabes que no puedo… Pero ¿por qué? ¿Por qué no me dicen la verdad?
Era curioso. Durante la enfermedad, se había creído todo lo que habían querido decirle… Ese Ghédalia… Y Gloria… No obstante, estaba mejor. Eso era cierto. Le dejarían levantarse, salir. Sin embargo, el tal Ghédalia no le inspiraba ninguna confianza. Además, ni siquiera se acordaba de su cara. Y hasta el nombre… era un nombre de charlatán. Y de Gloria no podía esperar nada bueno. ¿Por qué no se le había ocurrido a ella misma llamar a Weber, que, ése sí, era el mejor médico de Francia? Cuando ella había sufrido el ataque de hígado, entonces sí, lo había hecho venir de inmediato, claro… En cambio, para él… Para él cualquier cosa bastaba, ¿no? Volvió a ver el rostro de Weber, sus ojos penetrantes y cansados, que parecían leer hasta el fondo de los corazones. «Le diré… -pensó-. Mire, tengo que trabajar, necesito saberlo… Él lo entenderá.»
Sin embargo… ¿para qué, Dios mío? ¿De qué serviría saberlo por anticipado? Sería cuestión de un segundo, como el desvanecimiento en el casino… Pero esta vez sería para siempre, para siempre… Dios mío…
«¡No, no! ¡No hay enfermedad incurable! ¡Bah! No dejo de repetir el corazón, el corazón, como un imbécil… Pero, aunque sea el corazón, con cuidados, con un régimen… ¿No? Seguro que sí. Los negocios… Sí, lo más terrible son los negocios. Pero los negocios no son para siempre, para toda la vida… A ver, ahora está lo de Teisk. Eso, claro, hay que cerrarlo lo primero… Pero tardaré seis meses, un año -pensó con el inquebrantable optimismo del hombre de negocios-. Sí, a lo sumo un año. Y luego se acabó… Y podré vivir tranquilo, descansar… Soy viejo… Un día u otro tendré que parar. No quiero trabajar hasta morirme. Quiero seguir viviendo… No fumaré, no beberé, no jugaré… Si es el corazón, hay que estar tranquilo, relajado, nada de emociones, de… Sólo los negocios. -Se encogió de hombros y rezongó para sus adentros-. Y nada de emociones. Pero antes de poder cerrar lo de Teisk, reventaré cien veces, cien veces…»
Se volvió trabajosamente y se quedó boca arriba. Se sentía débil y cansado en grado sumo. Miró el reloj. Era muy tarde. Casi las cuatro. Quiso beber, buscó a tientas el vaso de limonada que le habían preparado para la noche y sin querer golpeó con él la mesilla.
La enfermera despertó sobresaltada y un momento después asomó la cabeza por la puerta.
– ¿Ha dormido algo?
– Sí -contestó Golder y, tras beber con avidez, le tendió el vaso. Pero, de pronto, aguzó el oído y le hizo una seña-. ¿Qué ha sido eso? En el jardín… ¿Qué es? Vaya a echar un vistazo…
La enfermera se asomó a la ventana.
– La señorita Joyce, que ha vuelto, creo.
– Llámela.
La mujer suspiró y salió a la galería.
Los altos y puntiagudos tacones de Joyce repiqueteaban en las baldosas. Golder la oyó preguntar:
– ¿Qué le pasa? ¿Está peor?
Joyce entró presurosa en la habitación, y lo primero que hizo fue accionar el interruptor e inundarla de luz.
– No entiendo cómo puedes estar así, dad. ¡Qué lamparilla más lúgubre!
– ¿Dónde te habías metido? -murmuró Golder-. Hace dos días que no te veo…
– Pues… no sé. Tenía cosas que hacer.
– ¿De dónde vienes?
– De San Sebastián. María Pía daba un gran baile. Mira mi vestido. ¿Te gusta?
Joyce entreabrió su amplio abrigo y se mostró medio desnuda, con un vestido de tul rosa escotado hasta el nacimiento de sus pequeños y delicados pechos, una sarta de perlas alrededor del cuello y el cabello dorado alborotado por el viento. Golder la contempló en silencio.
– Qué raro estás, dad… ¿Qué te pasa? ¿Por qué no dices nada? ¿Estás enfadado? Joyce se subió ágilmente a la cama y se arrodilló a los pies de su padre-. Escucha, dad… Esta noche he bailado con el príncipe de Gales. Luego, he oído que le decía a María Pía: It's the loveliest girl. I’ve ever seen. Y le ha preguntado mi nombre… ¿No te alegras? -murmuró con una sonrisa feliz que dibujó dos hoyuelos infantiles en sus maquilladas mejillas. Se inclinaba tanto sobre el pecho de su padre que la enfermera, de pie detrás de la cama, le hizo señas de que se apartara. Pero Golder, que apenas podía soportar el peso de la sábana en la zona del corazón sin ahogarse, dejaba que Joyce apoyara en él su cabeza y sus brazos desnudos-. ¡Te alegras, mi viejo dad! Ya lo sabía yo… -exclamó. Una brusca sonrisa, que más parecía una mueca, estiró con doloroso esfuerzo las comisuras de los labios cerrados de Golder-. ¿Ves? Estabas enfadado porque te he dejado para ir a bailar, ¿a que sí? Pero aun así he sido yo la primera que te ha hecho sonreír… Por cierto, dad, ¿lo sabes? Me he comprado el coche. ¡Si supieras qué bonito! ¡Corre como el viento! Eres un cielo, dad… -Se interrumpió, bostezó y alzó los revueltos cabellos estirándolos con las puntas de los dedos-. Voy a acostarme, estoy muerta… Es que ayer ya llegué a las seis. No puedo más, no he parado de bailar… -Entornó los párpados y se puso a canturrear jugando soñadoramente con las pulseras-: «Marquita… Marquita… el deseo… aunque no quieras… brilla en tus ojos… cuando bailas…» Buenas noches, dad. Duerme bien y sueña con los angelitos.
Joyce se inclinó y le rozó la mejilla con los labios.
– Sí -murmuró Golder-. Ve, ve a dormir, Joy…
La chica desapareció, y Golder se quedó escuchando sus pasos con una expresión distinta, suavizada, dulcificada… Aquella criatura con su vestido rosa… Allí donde iba, llevaba la alegría, la vida… Ahora se sentía más tranquilo, más fuerte. «La muerte… -se dijo-. Me he dejado llevar por el pánico, nada más. Todo eso son tonterías… Hay que trabajar y seguir trabajando… Tübingen tiene setenta y seis años. A los hombres como nosotros, lo único que nos mantiene vivos es el trabajo.»
La enfermera había apagado la luz y preparado una tisana en el infiernillo de alcohol. Golder se volvió hacia ella:
– El telegrama ya no es necesario… Rómpalo -murmuró.
– Muy bien, señor.
En cuanto se quedó solo, se durmió como un bendito.
Cuando Golder se repuso, septiembre tocaba a su fin, pero la temperatura era más agradable que en pleno verano, y no soplaba ni pizca de viento; una luz dorada como la miel resplandecía en el aire.