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Ese día, después de almorzar, en vez de subir a acostarse de nuevo, como solía hacer, Golder se sentó en la terraza y pidió las cartas. Gloria no estaba, pero poco después apareció Hoyos.

Golder le lanzó una mirada por encima de las gafas, pero no dijo nada. Hoyos bajó casi hasta el suelo el respaldo abatible de una hamaca, se dejó caer en ella y se tumbó como en una cama, con la cabeza echada atrás, los brazos caídos y los dedos rozando perezosamente el fresco suelo de mármol.

– Hace buen tiempo. Menos calor -murmuró-. Odio el calor.

– ¿No sabrá por casualidad dónde ha almorzado la niña? -le preguntó Golder.

– ¿Joyce? En casa de los Mannering, supongo… ¿Porqué?

– Por nada. Nunca está aquí.

– Es la edad. Y encima le compra usted un coche nuevo… Ahora tiene el diablo metido en el cuerpo… -Se interrumpió, se incorporó apoyándose en un codo y se volvió hacia el jardín-. ¡Mire, ahí está su Joy! ¡Eh, Joy! -exclamó acercándose a la balaustrada-. ¿Qué, ya te vas? Estás loca, ¿sabes?

– ¿Cómo? -gruñó Golder.

Hoyos reía de buena gana.

– Esta chica es increíble… Y se lleva toda la feria, mírela… Jill… ¿No coges tus muñecas? ¿Y eso? Pero bueno… ¿Ya tu principito tampoco, preciosa? Mírela, Golder, y dígame si no es increíble.

– Ah, ¿pero está ahí dad? ¡Lo he buscado por todas partes! -exclamó Joyce, y subió los escalones a la carrera con el abrigo de viaje puesto, un gorro calado hasta la cejas y su perrito bajo el brazo.

– ¿Adónde vas? -le preguntó su padre, levantándose.

– ¡Adivínalo!

– ¿Cómo quieres que averigüe lo que se le ocurre a tu cabeza de chorlito? -gruñó Golder con irritación-. Y responde cuando te pregunto, ¿entendido?

Joy se sentó, cruzó las piernas, le lanzó una mirada desafiante y se echó a reír alegremente.

– Me voy a Madrid.

– ¿Qué?

– ¿No lo sabía? -intervino Hoyos-. Pues sí, nuestra pequeña ha decidido irse a Madrid en coche… sola. ¿No es así, Joy? ¿Sola? -repitió sonriendo-. Con esa manía suya de ir a tanta velocidad, seguramente se partirá la crisma por el camino, pero se le ha metido entre ceja y ceja, y no hay nada que hacer. Entonces, Golder, ¿no lo sabía?

Golder dio una patada en el suelo.

– Joyce! ¿Estás loca? ¡Menudo disparate!

– Ya hace tiempo que te dije que pensaba ir a Madrid en cuanto tuviera un coche nuevo. ¿Qué tiene de particular?

– Te prohíbo que vayas, ¿me oyes? -replicó su padre despacio.

– Te oigo. ¿Ya está?

De pronto, Golder avanzó hacia ella con la mano levantada. Pero Joyce, aunque palideció un poco, volvió a reírse.

– Dad ¿Quieres pegarme? ¿Tú? Pues me da igual, ¿sabes? Pero lo lamentarás.

El bajó lentamente el brazo sin rozarla.

– ¡Vete! -le dijo con un gruñido que apenas pasó entre sus labios cerrados-. ¡Vete a donde quieras! -añadió, sentándose de nuevo y volviendo a coger las cartas.

– Vamos, dad, no te enfades… -murmuró ella con voz mimosa-. Piensa que podría haberme ido sin decirte nada… Además, ¿a ti qué más te da?

– Un día de éstos vas a romperte esa carita tan linda, Joy -dijo Hoyos acariciándole la mano-. Ya lo verás.

– Eso es cosa mía. Venga, dad, hagamos las paces… -Se sentó a su lado y le rodeó el cuello con los brazos-. Dad

– Yo decidiré cuándo hacemos las paces… Déjame. ¡Qué manera de hablarle a un padre! -gruñó Golder apartándola.

– ¿No le parece que es un poco tarde para empezar a educar a esta preciosidad? -observó Hoyos.

– ¡Usted déjeme en paz! -farfulló Golder descargando el puño sobre las cartas-. ¡Y tú vete! ¿Crees que voy a suplicarte?

– Dad ¡Siempre me lo estropeas todo! ¡Todas mis ilusiones! ¡Toda mi felicidad! -gritó Joyce exasperada, y de pronto resbalaron lágrimas por sus mejillas-. ¡Déjame! ¡Déjame! ¿Crees que esta casa es muy divertida desde que estás enfermo? ¡No puedo más! Andar despacio, hablar bajo, no reírse, no ver más que caras viejas, tristes y amargadas… ¡Quiero…! ¡Quiero ir!

– Pues ve. ¿Quién te lo impide? ¿Vas sola?

– Sí.

Golder bajó la voz.

– Pues no vayas a pensar que te creo, ¿eh? Te vas por ahí con ese rufián, ¿no? Golfa… ¿Crees que no tengo ojos en la cara? Pero ¿qué puedo hacer? Nada -se respondió con voz temblorosa-. Sin embargo, al menos no creas que me la pegas, ¿eh? Aún no ha nacido el guapo que se la pueda pegar al viejo Golder. ¿Has oído, niña?

Hoyos reía por lo bajo tapándose la boca con la mano.

– Qué pérdida de tiempo… No sirve de nada, mi pobre Golder. ¡Está visto que no conoce usted a las mujeres! Con ellas sólo queda ceder… Ven a darme un beso, mi preciosa Joyce…

Pero la muchacha frotaba la cabeza contra el hombro de su padre y no prestaba atención a Hoyos.

– Dad, mi querido dad

– Déjame… No puedo respirar… -gruñó Golder apartándola-. Y vete de una vez, o saldrás demasiado tarde.

– ¿No me das un beso?

– ¿Yo? Claro… -dijo Golder y, haciendo un esfuerzo, posó los labios en la mejilla que le ofrecía su hija-. Anda, vete.

Joyce lo miró. Había empezado a extender las cartas; sus inseguros dedos parecían resbalar sobre la madera de la mesa.

– Dad… -murmuró ella-. ¿Sabes que estoy sin blanca? -Él no respondió-. ¡Va, dad, dame dinero, por favor!

– ¿Dinero? ¿Qué dinero? -preguntó Golder en un tono seco y reposado que Joyce jamás le había oído.

– ¿Qué dinero? Pues dinero para el viaje -respondió ella esforzándose en disimular la impaciencia que le hacía retorcerse los dedos-. ¿De qué esperas que viva en España? ¿De mi cuerpo?

Golder reprimió una mueca.

– ¿Y necesitas mucho? -le preguntó contando lentamente las trece cartas que formaban la primera fila del solitario.

– Pues no sé… Venga, no seas pesado. Claro que mucho… como siempre… diez, doce, veinte mil…

– Ah.

Joyce deslizó la mano en el bolsillo del chaleco de Golder e intentó sacarla cartera.

– ¡Va, no me tortures más! Dame dinero, anda… ¡Dámelo de una vez!

– No -dijo Golder.

– ¿Qué? -exclamó Joyce-. ¿Qué dices?

– Que no. -Levantó la cabeza y se quedó mirándola sonriendo. Hacía mucho tiempo que no decía no de aquel modo, con el tono duro y claro de antaño-. No -repitió despacio, como si la palabra fuera una fruta para saborear. Luego juntó las manos delante de la barbilla y se acarició los labios con la yema de los dedos-. Parece que te sorprende… ¿Quieres ir? Ve. Pero ya lo has oído: ni un céntimo. Apáñatelas. ¡Ay, todavía no me conoces, hija!

– ¡Te odio! -gritó ella.

Golder volvió a bajar la cabeza y siguió contando las cartas en voz baja. Una, dos, tres, cuatro… Pero al llegar al final de la fila se confundió y, con una voz cada vez más baja y temblorosa, repitió: una, dos, tres… De pronto se detuvo, como al límite de sus fuerzas, y suspiró.

– ¡Tú tampoco me conoces a mí! -estalló ella-. Te he dicho que me iba, y me iré. ¡No necesito tu sucio dinero!

Joyce le silbó a su perro y desapareció. Al cabo de unos instantes se oyó el ruido del coche, que pasó por la carretera como una exhalación. Golder no se había movido.

Hoyos meneó lentamente la cabeza.

– ¡Ay, amigo mío! Sabrá arreglárselas. -Y como el anciano no respondía, entornó los finos y cansados ojos y, con una sonrisa, murmuró-: No sabe usted nada de mujeres, amigo mío… Tenía que haberle dado una bofetada. Puede que la novedad del gesto le hiciera quedarse. Con estos animalillos nunca se sabe.