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– ¿Quién es? -preguntó con aire ausente.

– Un telegrama, señor.

– Pase.

El criado se detuvo, sorprendido.

– ¿El señor está enfermo?

Golder no respondió. Cogió el telegrama y lo leyó: «Necesito dinero. Joyce.»

– Si el señor quiere responder-murmuró el criado, que lo miraba con curiosidad-, el telegrafista sigue abajo…

– ¿Cómo? -dijo Golder lentamente-. No… no hay respuesta…

Volvió a tumbarse, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Así lo encontró Loewe, horas después. No se había movido. Resollaba con una expresión de doloroso esfuerzo, con la cabeza echada atrás y los labios abiertos, temblorosos, descoloridos por la fiebre y la sed.

Se negó a levantarse, a contestar; no dijo una palabra, una orden. Parecía medio muerto, fuera del mundo. Loewe le puso en la mano cartas con peticiones de créditos, de aplazamientos, de ayuda, pero sus dedos inertes se derrumbaban sin firmar una y otra vez sobre la cama.

Loewe se marchó esa misma noche, aterrado. Tres días después, el desastre financiero de David Golder se consumaba en la Bolsa, arrastrando consigo otras fortunas, como una riada indiferente.

Esa noche, Joyce y Alec dormían cerca de Ascain. Hacía diez días que habían salido de Madrid y ahora vagaban por los Pirineos, incapaces ambos de arrancarse de los brazos del otro.

Casi siempre conducía ella, mientras Alec y Jill dormitaban medio aturdidos por el sol. Al caer la noche, paraban a cenar en el jardín de algún hostal lleno de enamorados, de acordeones, de racimos de glicinas… Los farolillos de papel aceitado titilaban entre las ramas, y a veces empezaban a arder con vivas llamas doradas que lamían las hojas y llenaban el aire de cenizas negras. Acodados a una mesa coja, atendidos por una chica con el moño sujeto con un pañuelo oscuro, los dos adolescentes bebían vino y se acariciaban. Luego subían a pasar la noche en habitaciones austeras y frescas, hacían el amor, dormían y volvían a marcharse al día siguiente.

Esa tarde, iban camino de Ascain por una carretera de montaña. El poniente pintaba las casas del pueblecito de un rosa suave, como de peladilla.

– Mañana -dijo Alec-, la vuelta. Lady Rovenna…

– ¡Oh! -gruñó Joy-. ¡Qué mujer más horrible, más fea, más mala…!

– De algo hay que vivir. Cuando estemos casados, sólo me acostaré con chicas guapas -repuso él riendo, y posó la mano en la delicada nuca de ella-. Joy… sabes que sólo te deseo a ti. Sólo a ti…

– Sí, ya lo sé -dijo ella con despreocupación, adelantando sus hermosos labios pintados en un mohín triunfal-. Claro que lo sé.

La oscuridad iba extendiéndose a su alrededor. En el paisaje de los Pirineos, las tranquilas nubecillas de la tarde empezaban a descender hacia el fondo de los valles, donde pasarían la noche. Joyce detuvo el coche ante la puerta del hostal. La dueña salió a abrirles la portezuela.

– ¿Una habitación con cama grande, señora, señor? -les preguntó sonriendo.

Les dio una habitación espaciosa con suelo de madera clara y una cama enorme, alta y maciza. Joyce corrió a echarse cuan larga era sobre la colcha floreada.

– Alec… ¡ven!

Él se inclinó sobre ella.

Un poco más tarde, Joy gimió:

– Mosquitos… mira…

Daban vueltas a ras del techo alrededor de la lámpara encendida. Alec se apresuró a apagarla. La noche había caído repentina y solapadamente mientras se amaban. Bajo las ventanas, en el pequeño jardín lleno de girasoles, se oyó correr el agua de una fuente.

– ¿Y el vino blanco que iban a enfriar? -dijo Alec con los ojos brillantes-. Tengo hambre y sed.

– ¿Qué habrá para cenar?

– He pedido cangrejos y vino; pero, aparte de eso, tendremos que conformarnos con el menú, preciosa. ¿Sabes que nos quedan quinientos francos? Nos hemos gastado cincuenta mil en diez días. Si tu padre no te manda nada…

– Cuando pienso que dejó que me marchara sin un céntimo… -refunfuñó Joy con rencor-. Nunca se lo perdonaré. Si no hubiera sido por el viejo Fischl…

– Pero, a cambio de esos cincuenta mil, ¿qué te pidió exactamente el viejo Fischl? -preguntó Alec con malicia.

– ¡Nada! -exclamó ella-. ¡Te lo juro! ¡Sólo de pensar que podría tocarme con sus asquerosas manos me dan ganas de vomitar! ¡Eres tú, canalla, tú, quien se acuesta con viejas como lady Rovenna por dinero!

Joy le atrapó el labio con los dientes y se lo mordió con fuerza, como si fuera una fruta.

Alec soltó un grito.

– ¡Ah! Me has hecho sangre, mal bicho…

Ella rió en la oscuridad.

– Anda, vamos…

Salieron al jardín, con Jill pisándoles los talones. Estaban solos; el hostal parecía desierto. En el cielo todavía claro, una luna enorme y amarilla asomaba entre los árboles. Joy levantó la tapa de la humeante sopera y aspiró el aroma con un gruñido de placer.

– ¡Oh, qué bien huele! Dame tu plato… -Le sirvió de pie; estaba tan rara, maquillada, con los brazos desnudos y el collar de perlas echado hacia atrás, que Alec empezó a reírse-. ¿Qué pasa?

– ¡No, nada! Me hace gracia… No pareces una mujer.

– Una joven -lo corrigió ella con una mueca.

– No consigo imaginarte de pequeña… ¿No viniste al mundo cantando y bailando, con los ojos pintados y los anillos puestos? ¿Seguro? ¿Sabes cortar el pan? Porque quiero un trozo.

– No, ¿y tú?

– Yo tampoco.

Llamaron a la chica, que cortó en rebanadas la dorada hogaza apoyándosela contra el pecho. Con la cabeza echada atrás, Joy la miraba distraídamente, estirando con indolencia los brazos desnudos.

– De pequeña era preciosa. No paraban de acariciarme y besuquearme…

– ¿Sí? ¿Quiénes?

– Los hombres. Sobre todo los viejos, claro.

La chica se llevó los platos vacíos y volvió con una cazuela de barro llena de cangrejos que nadaban en un caldo picante, aromático, borbollante. Los devoraron con un apetito prodigioso. Joyce aún les ponía más pimienta y luego sacaba una lengua que echaba fuego. Alec servía el vino fresco, que empañaba los vasos.

– Tomaremos el champán en la habitación, como todas las noches -murmuró Joy medio achispada, y partió un enorme cangrejo con los dientes-. ¿Sabes qué champán tienen? Quiero Cliquot muy seco -dijo levantando el vaso con ambas manos-. Mira… el vino es del mismo color que la luna de esta noche, tan dorada… Mira…

Bebieron a la vez y luego unieron los labios, húmedos y picantes, pero tan jóvenes que nada alteraba su dulce sabor de fruta.

Con el pollo salteado, aderezado con aceitunas y pimientos, vaciaron una botella de Chambertin escarlata, generoso y cálido, que perfumaba la boca. Luego, Alec pidió aguardiente y lo sirvió en grandes copas medio llenas de champán. Joyce bebía. A los postres empezó a desbarrar. Con Jill sobre las rodillas, miraba el cielo echando la cabeza atrás y se estiraba con fuerza los rubios mechones del corto pelo.

– Me gustaría pasar toda la noche aquí fuera… Me gustaría quedarme aquí para siempre… Me gustaría pasarme la vida haciendo el amor… ¿Y a ti?

– A mí me gustan tus tetitas -dijo Alec, y se calló. Cuando bebía, se volvía taciturno. Siguió añadiendo aguardiente al dorado champán, chorrito a chorrito.

Era una tranquila noche campestre. La luna derramaba su luz sobre las montañas. Las cigarras cantaban.

– Creen que es de día -murmuró Joy embelesada. El perrito se había dormido en sus brazos, y ella no se movía para no despertarlo-. Alec, ponme un cigarrillo en la boca y enciéndelo.

A tientas, él le deslizó el cigarrillo entre los labios y, de pronto, le cogió el cuello con fuerza y barbotó unas palabras ininteligibles.

Joy movió bruscamente las piernas y Jill se despertó sobresaltado. Saltó al suelo, fue a tumbarse en la hierba con las patas extendidas y se puso a husmear la tierra húmeda y fragante de septiembre.