– Ven, ven, Joy… -suplicó Alec en voz muy baja-. Ven a jugar al amor…
– Vamos, Jill -le dijo Joy al perro.
El animal levantó la cabeza, indeciso. Pero la pareja ya se había internado en la oscuridad y, con las jóvenes y embriagadas cabezas juntas, avanzaba hacia la casa con pasos lentos e inseguros. Jill se incorporó con un débil gañido que parecía un suspiro humano y los siguió, parándose a cada paso para olfatear el suelo.
En la habitación, como de costumbre, Jill se instaló frente a la cama y, como siempre, Joy murmuró:
– Jill, sinvergüenza, eso se paga.
La luna proyectaba grandes charcos plateados sobre el suelo. Joy se desnudó lentamente y luego se colocó ante la ventana, sin más prenda que las perlas, que brillaban en la fría claridad.
– ¿Soy hermosa, Alec? ¿Te gusto?
– La última noche… -murmuró él en el tono quejumbroso de un niño-. Se acabó el dinero, se acabó todo… Hay que volver, separarse… ¿Hasta cuándo?
– Es verdad, Dios mío…
Esa noche, por primera vez, no se lanzaron al amor con voracidad, para dormirse a continuación como animales jóvenes cansados de jugar. Con el corazón encogido, sobre la colcha de flores iluminada por la luna, se mecieron lenta, tiernamente, el uno en brazos del otro, sin hablar y casi sin experimentar deseo.
Luego sintieron frío; cerraron los postigos y corrieron la cortina azul y rosa de cretona. Era tarde y habían cortado la luz; una vela encendida en un ángulo de la mesa hacía bailar sus sombras en el techo. De muy lejos, les llegó un ruido sordo de pezuñas que golpeaban el suelo.
– Debe de haber una granja cerca -dijo Alec al ver que Joy levantaba la cabeza-. Son los animales, que sueñan…
Jill, dormido, se volvió del otro lado con un gran suspiro, tan profundo y lastimero que Joy murmuró entre risas:
– Así es como suspira daddy cuando pierde en la Bolsa… ¡Ay, Alec, que fríos tienes los pies!
En el techo blanco, sus sombras unidas formaban un dibujo extraño, como un ramo de flores y tallos revueltos. Joyce dejó que sus manos resbalaran lentamente por sus temblorosas y doloridas caderas.
– ¡Oh, Alec, cómo me gusta el amor!
Golder volvió solo a París. Una vez vendida la casa de Biarritz, Gloria y Joyce se marcharon de crucero en el yate de Behring, con Hoyos, Alec y los Mannering. Gloria no volvió hasta diciembre, pero lo primero que hizo fue presentarse en casa de su marido con un anticuario para proceder a la venta de los muebles.
Con una especie de lúgubre placer, Golder vio salir la mesa decorada con esfinges de bronce y la cama Luis XV con sus amorcillos, sus aljabas y su dosel en forma de cúpula. Hacía tiempo que dormía en el salón, en una pequeña cama plegable, estrecha y dura. Al atardecer, cuando se marchó el último camión de la mudanza, en el piso no quedaban más que algunas sillas de rejilla y una mesa de cocina blanca. El suelo estaba cubierto de serrín y papeles de periódico. Gloria volvió. El viejo Golder no se había movido. Estaba incorporado en el catre, con el cuerpo envuelto en una manta a cuadros, mirando con expresión de alivio las enormes ventanas, liberadas de las cortinas de damasco que impedían la entrada del aire y la luz.
Gloria entró haciendo crujir el desnudo parquet. Al parecer, el ruido la sorprendió, porque se detuvo con un estremecimiento y luego empezó a andar de puntillas con esfuerzo, balanceando el cuerpo sin querer; pero el dichoso crujido no cesó.
– David… -dijo sentándose bruscamente frente a él. Por un instante se miraron con dureza. Ella trataba de sonreír, pero no podía evitar que su dura y cuadrada mandíbula se adelantara con aquel movimiento de carnívoro que confería a su rostro, cuando no lo controlaba, una expresión bestial-. Bueno, ¿ya estás contento, satisfecho? -preguntó al fin, azotando nerviosamente el aire con los guantes.
– Sí -dijo Golder.
Gloria apretó los labios y, con una voz aguda como un silbido, murmuró:
– Loco… Viejo loco… Crees que me moriré de hambre sin ti y tu maldito dinero, ¿eh? Pues mírame… Me parece que no tengo un aspecto tan miserable, ¿no? ¿Ves esto? -exclamó agitando la muñeca, en la que tintineaba una pulsera nueva-. Esta no la has pagado tú, ¿eh? Entonces ¿qué? ¿Qué pretendías? El único que lo pasa mal eres tú, imbécil. Yo me las arreglo muy bien. Y todo lo que había aquí es mío, ¡mío! -recalcó acaloradamente, golpeando la silla-. Y si intentas impedir que lo venda, como quiera y cuando quiera, te las veras conmigo, ¡ladrón! Te mereces la cárcel… -añadió casi sin aliento-. Dejar sin recursos a tu mujer después de todos estos años de vida en común… Pero ¡responde, di algo! -gritó de pronto-. No creas que no lo sé… Confiésalo… Has hecho todo esto para dejarme sin dinero. Has arruinado a otros desgraciados y te has arruinado tú. Prefieres reventar entre cuatro paredes con tal de verme pobre a mí también… ¿Es eso? ¿Sí? ¿Es eso?
– ¿Eso? ¡Bah! -gruñó Golder, y cerró los ojos-. Si supieras lo poco que me importáis tú, tu dinero y todo lo tuyo… -murmuró-. Además, querida, el dinero no te durará mucho. Créeme, cuando no hay un marido para alimentar la caja, se esfuma rápido. -Hablaba sin ira, con una vocecilla baja y suave de viejo, subiéndose distraídamente el cuello del batín. El aire frío de la calle se colaba por los resquicios de las desguarnecidas ventanas-. Sí, volando… Has invertido en Bolsa, creo. Dicen que este año basta con tocar una acción para que suba. No durará mucho… Y Hoyos… -Golder soltó una risita inesperada, casi juvenil-. ¡Ah, qué vida la vuestra dentro de uno o dos años! Pobrecitos míos…
– ¿Y tú? ¿Y la tuya? Pero ¡si te has enterrado en vida!
– Porque me ha dado la gana -replicó él con una especie de altanera brusquedad-. Y yo en este mundo siempre he hecho lo que me ha dado la gana.
Gloria no respondió; poco a poco, desanudó los guantes.
– ¿Te quedarás aquí?
– No lo sé.
– Todavía tienes dinero, ¿eh? ¿Te las has compuesto?
Golder inclinó la cabeza.
– Sí -respondió, de nuevo con voz suave-. Pero no intentes sacarme nada, ¿eh? Perderías el tiempo. Me las arreglo muy bien. -Ella señaló con la barbilla el salón vacío y rió por lo bajo-. ¡Bah! Me alegro de haberme librado de todo eso… las esfinges, los laureles… Yo no necesito esas cosas -añadió con voz cansada, y cerró los ojos.
Gloria se levantó, cogió el bolso y el abrigo de piel de zorro, y fue a empolvarse con parsimonia ante el espejo de la chimenea.
– Creo que Joyce vendrá a verte pronto… -murmuró y, como él no respondía, añadió-: Necesita dinero. -En el espejo, vio que una extraña expresión recorría el viejo y duro rostro de su marido-. Todo esto es por ella, ¿no? -dijo deprisa y en voz baja, como sin querer. Con toda claridad, vio temblar las mejillas y las manos de Golder, agitadas por un súbito estremecimiento-. Ha sido sobre todo por ella, ¿verdad? ¿Por ella, que no te ha hecho nada? Es curioso… -Gloria soltó una risita forzada, seca y aguda-. Cómo la quieres… Cómo la quieres, Dios mío… Como un viejo enamorado. Es patético…
– ¡Basta! -rugió Golder.
Gloria reprimió un gesto de temor.
– Pero bueno, ¿es que vamos a empezar otra vez? -murmuró arqueando las cejas-. ¿Es que quieres que haga que te encierren? Porque al final…
– No dudo que serías capaz. Vete -masculló con una mezcla de cólera y cansancio. Lentamente, se secó el sudor que le resbalaba por la cara-. Vete, por favor -repitió tratando de calmarse.
– Entonces… ¿adiós?
Golder se levantó sin responder, entró en la habitación de al lado y cerró de un portazo que resonó en el piso vacío. Gloria pensó que en otros tiempos siempre acababan así sus peleas… Luego se dijo que seguramente no volvería a verlo. Aquella vida solitaria acabaría pronto con él. «Tantos años juntos para terminar así… ¿Y por qué? A su edad… Por cosas que pasan todos los días… El lo ha querido… Peor para él… Pero qué estupidez, Dios mío, qué estupidez…»