Salió de allí, cerró la puerta y bajó pesadamente las escaleras.
Golder estaba solo.
Golder siguió solo durante mucho tiempo. Al menos, su familia no lo molestó más.
El médico lo visitaba todas las mañanas. Cruzaba a toda prisa las tristes habitaciones vacías, entraba en el salón y auscultaba el viejo pecho de Golder, en el que persistían los roncos estertores de la noche. Pero el corazón mejoraba. La enfermedad se había aplacado. Y Golder también parecía sumido en una especie de letargo, de apática modorra. Se levantaba y se vestía jadeando, sin prisa, como para economizar al máximo las fuerzas, las fuentes de su vida. Después recorría dos veces todo el piso, calculando cada movimiento de sus músculos, contando cada latido de su corazón y sus arterias. Él mismo se dosificaba los alimentos gramo a gramo en la balanza de la recocina y vigilaba, reloj en mano, la cocción del huevo pasado por agua.
Ahora, en la amplia cocina, donde antaño se afanaban con holgura cinco criados, una vieja sirvienta que se ocupaba de todo le preparaba las comidas, mirándolo con ojos cansados y tristes, mientras él iba y venía con las manos a la espalda, vestido con un batín violeta comprado en Londres en su día, pero cuya seda, raída y agujereada, dejaba escapar blancos copos de lana.
Después arrastraba hasta la ventana del salón un sillón y un taburete, y se quedaba allí sentado todo el día, haciendo solitarios en una bandeja que se colocaba sobre las rodillas. Si lucía el sol, bajaba a la calle, iba hasta la farmacia de la calle de al lado, se pesaba y volvía poco a poco a casa, parándose cada cincuenta pasos para recuperar el aliento apoyado en el bastón, mientras con la mano izquierda sujetaba con cuidado ambas puntas de la bufanda, que llevaba enrollada dos veces alrededor del cuello y prendida a la pechera con un imperdible.
Más tarde, cuando el sol empezaba a declinar, Soifer, un viejo judío alemán, antiguo conocido de Silesia al que había perdido de vista y con quien se había reencontrado hacía unos meses, acudía a jugar con él a las cartas. Soifer, arruinado en su día por la inflación, se había resarcido de todas sus pérdidas especulando con el franco. No obstante, de aquello le había quedado una desconfianza permanente, que crecía de año en año, hacia un dinero que las revoluciones y las guerras podían transformar de la noche a la mañana en papeles sin valor. Poco a poco, fue convirtiendo su fortuna en joyas. En una caja de seguridad de Londres guardaba diamantes, perlas magníficas, esmeraldas tan hermosas que ni Gloria en sus mejores tiempos habría soñado poseer… Sin embargo, era de una tacañería rayana en la obsesión. Vivía de alquiler en un sórdido piso amueblado, en una tenebrosa calle del barrio de Passy. No se subía a un taxi aunque se lo pagaran. «No quiero acostumbrarme a lo que no puedo permitirme», solía decir. En invierno, esperaba el autobús bajo la lluvia las horas que hiciera falta y, si en segunda no quedaba sitio, seguía esperando hasta que lo hubiera. Toda la vida había andado de puntillas para no gastar suelas. Como se había quedado sin dientes, hacía años que no comía más que caldos y purés de legumbres, para ahorrarse la dentadura postiza.
Pese a su tez amarillenta, reseca y transparente como una hoja en otoño, tenía una expresión de nobleza patética, como la tienen a veces los ex presidiarios con muchos años de trabajos forzados. Su hermoso cabello cano le ceñía una corona plateada en torno a las sienes. Pero aquella boca vacía, salivosa, perdida entre las profundas arrugas del rostro, inspiraba una mezcla de repulsión y temor.
Todos los días, Golder le dejaba ganar una veintena de francos y lo escuchaba hablar de los negocios de los demás. Soifer tenía una especie de humor sombrío que se asemejaba bastante al suyo y les hacía pasar ratos entretenidos.
Años después, Soifer moriría solo, como un perro, sin amigos, sin una corona de flores sobre la tumba, enterrado en el cementerio más barato de París por una familia que lo odiaba y a la que había odiado, pero a la que sin embargo dejó una fortuna de más de treinta millones, cumpliendo de ese modo el incomprensible destino de todo buen judío sobre esta tierra.
De modo que, todos los días a las cinco, alrededor de una mesa de madera blanca, frente a la ventana del salón, Golder, enfundado en su batín violeta, y Soifer, con una toquilla de lana negra sobre los hombros, jugaban a las cartas. En el silencioso piso, los accesos de tos de Golder resonaban con un eco sordo y extraño. El viejo Soifer se lamentaba con voz irritada y quejumbrosa.
Ante ellos, en grandes vasos con pies de plata que Golder había hecho traer de Rusia en otros tiempos, el té humeaba. Soifer dejaba de jugar, ponía las cartas sobre la mesa ocultándolas instintivamente con el canto de la mano, daba un sorbo y preguntaba:
– ¿Sabe que el azúcar volverá a subir?
Y más tarde:
– ¿Sabe que el Banco Lalleman va a financiar a la Compañía Franco-Argelina de Minas?
Golder levantaba la cabeza con una mirada viva y ardiente como un ascua que brilla entre la ceniza y vuelve a apagarse.
– No parece mal negocio -murmuraba con voz cansada.
– El único negocio bueno es coger tu dinero, convertirlo en valores seguros, si es que alguno lo es, y luego sentarte encima y empollarlo como una gallina vieja… Le toca, Golder.
Y volvían a las cartas.
– ¿Lo sabe usted? -dijo Soifer nada más entrar-. ¿Sabe usted qué van a inventar ahora?
– ¿Quiénes?
Soifer mostró su puño amenazante a la ventana y a París entero.
– Anteayer, el impuesto sobre la renta -prosiguió con su voz aguda y quejumbrosa-. Mañana, el alquiler. Hace ocho días, cuarenta y tres francos de gas. Ahora va mi mujer y se compra un sombrero nuevo. ¡Sesenta y dos francos! Una especie de maceta puesta del revés… No me importa pagar por algo que merezca la pena, que dure… pero ¡eso! ¡No lo llevará ni dos temporadas! Y a su edad… Un traje de pino, ¡eso es lo que necesita! ¡Eso es lo que habría pagado de mil amores! ¡Sesenta y dos francos! En mi época, por ese precio, en mi tierra te comprabas una pelliza de piel de oso. ¡Ah, Dios mío, Dios mío! Si un día mi hijo dice que se casa, lo estrangulo con mis propias manos. Eso sería mejor para el pobre muchacho que pasarse la vida acoquinando, como usted y como yo. Y hoy, al parecer, si no voy a renovar el carnet de identidad, ¡me expulsan! ¿Adónde iba a ir un pobre hombre, viejo y enfermo como yo, dígame?
– A Alemania.
– ¡Sí, justo, a Alemania! -bufó Soifer-. ¡Mal rayo la parta! Ya sabe que en su día tuve problemas por un asunto de suministros de guerra… ¿Ah, no? ¿No lo sabía?… Bueno, tengo que irme, cierran a las cuatro. ¿Y sabe lo que cuesta ese gustazo? Trescientos francos, amigo Golder, trescientos francos y los gastos, sin contar la pérdida de tiempo y los veinte francos que me deja usted ganar, porque encima no podemos ni echar la partida… ¡Ay, Señor, Señor! ¿Quiere venir? Le servirá de distracción. Hace un día estupendo…
– ¿Es que quiere que también le pague el taxi? -repuso Golder con una risa brusca y ronca como un acceso de tos.
– Le aseguro que no esperaba más que un tranvía. Además, ya sabe que nunca subo a un taxi, para qué acostumbrarme… Pero hoy mis viejas piernas me pesan como el plomo. Y si a usted le apetece tirar el dinero por la ventana…
Salieron juntos, cada uno apoyado en su bastón. Golder caminaba en silencio mientras su compañero le hablaba de un asunto de azúcares que había terminado en quiebra fraudulenta. Al citar las cifras y los nombres de los accionistas implicados, Soifer se frotaba con deleite las temblorosas manos. Cuando salieron de la comisaría, a Golder le apetecía pasear. Aún era de día; los últimos rayos del rojo sol invernal iluminaban el Sena. Cruzaron el puente y subieron al azar por una calle detrás del ayuntamiento, y luego por otra que resultó la rue Vieille-du-Temple.