De pronto, Soifer se detuvo.
– ¿Sabe dónde estamos, Golder?
– No -respondió con indiferencia.
– Aquí al lado, amigo mío, en la rue Rosiers, hay un pequeño restaurante judío que es el único sitio de París donde saben hacer el lucio relleno como Dios manda. Venga a cenar conmigo.
– ¿Quiere que me coma un lucio relleno -gruñó Golder-, cuando llevo seis meses sin probar carne ni pescado?
– ¿Y quién le pide que pruebe nada? Usted venga y pague. ¿De acuerdo?
– Váyase al diablo.
No obstante, Golder siguió a Soifer, que subía penosamente la calle olisqueando el tufillo a moho, pescado y paja podrida de los tenebrosos figones. Al fin, se detuvo, se volvió y cogió a Golder del brazo.
– Qué asco de judería, ¿eh? -exclamó enternecido-. ¿Qué le recuerda?
– Nada bueno -dijo Golder alzando la cabeza con expresión sombría.
Contempló en silencio las casas y la ropa tendida en los balcones. Unos críos empezaron a corretear alrededor de sus piernas. Golder los alejó suavemente con la punta del bastón y suspiró. En las tiendas no vendían más que ropa usada o pescado, arenques dorados, barriles de salmuera… Soifer señaló un pequeño restaurante con un letrero en caracteres hebreos.
– Es ahí. Entonces, ¿qué? ¿Se anima, Golder? ¿No quiere invitarme a cenar y darle una alegría a un pobre viejo?
– ¡Bah, váyase al diablo! -repitió Golder, pero, aunque se sentía más cansado de lo habitual, siguió de nuevo a Soifer-. ¿Aquí o allí?
El pequeño establecimiento parecía bastante limpio. En las mesas había servilletas de papel de colores y en un rincón relucía un hervidor de cobre. No había un alma.
Soifer pidió un plato de lucio relleno y rábanos blancos. Cuando se lo sirvieron, lo alzó con cuidado a la altura de su nariz.
– ¡Qué bien huele!
– ¡Oh, por el amor de Dios! ¡Coma y déjeme en paz! -refunfuñó Golder.
Apartó la vista del plato y levantó una esquina del visillo de algodón a cuadros blancos y rojos. Fuera, dos hombres se habían parado a hablar apoyados en la ventana. No se entendía lo que decían, pero a Golder le bastó con observar sus gesticulantes manos para imaginárselo. Uno era un polaco tocado con un aparatoso gorro de piel con orejeras, raído y chamuscado, y una barba enorme, rizada y gris, que sus impacientes dedos peinaban, trenzaban, retorcían y alborotaban cien veces por segundo. El otro era un joven pelirrojo cuyo cabello crecía en todas direcciones, como llamas.
«¿Qué venderán? -se preguntó Golder-. ¿Heno? ¿Chatarra, como en mis tiempos?»
Entornó los ojos. Ahora que la noche empezaba a caer, que el estrépito de una carreta ahogaba con su traqueteo y sus chirridos el ruido de los coches de la rue Vieille-du-Temple y la penumbra disimulaba la altura de las casas, Golder tenía la sensación de haber regresado a su país en sueños, de estar contemplando rostros familiares pero deformados, distorsionados por el inconsciente…
«Hay sueños así, en los que se ve a gente que lleva muchos años muerta», pensó vagamente.
– ¿Qué mira? -le preguntó Soifer apartando el plato, en el que todavía quedaban trozos de pescado y patatas espachurradas-. ¡Ah, qué malo es hacerse viejo! Antes me habría comido tranquilamente tres raciones como ésta… ¡Cómo echo de menos mis pobres dientes! Me trago la comida sin masticar. Y luego me arde el… -dijo señalándose el estómago-. ¿En qué piensa? -Soifer siguió la mirada de Golder y meneó la cabeza-. Oi! -exclamó de pronto en su inimitable tono, quejumbroso e irónico a un tiempo-. ¡Oi, Señor! ¿No le parece que son más felices que nosotros? Sucios, pobres… Pero un judío no necesita tantas cosas. La miseria conserva a los judíos como arenques en salmuera. Me gustaría venir aquí más a menudo. ¡Si no estuviera tan lejos y, sobre todo, si no fuera tan caro…! Porque ahora no hay sitio barato… Vendría aquí todas las noches, a cenar tranquilo, sin mi familia, que el diablo se la lleve…
– Habrá que volver de vez en cuando -murmuró Golder, y extendió las manos hacia la estufa, recién encendida, que enrojecía y crepitaba en un rincón, llenando el comedor de un agradable calorcillo.
«En casa -se dijo-, con este olor me ahogaría.»
Pero allí no estaba mal. Una especie de tibieza animal, que nunca había sentido, calaba en sus viejos huesos.
Por la otra acera pasaba un individuo que sostenía una larga vara con una llama en el extremo. Se detuvo enfrente del restaurante y la levantó hacia una farola; el resplandor iluminó una estrecha ventana cerrada en la que había ropa blanca tendida encima de unas macetas viejas y vacías. De pronto, Golder recordó un ventanuco situado oblicuamente, como aquél, frente a la tienda donde había nacido… Y aquella calle nevada y azotada por el viento a la que de vez en cuando volvía en sueños.
– Es un largo camino… -dijo.
– Sí -murmuró el viejo Soifer-. Largo, duro e inútil.
Ambos se quedaron mirando la ventana miserable y los andrajos que azotaban los cristales. De pronto, una mujer abrió los batientes, se asomó, recogió una prenda, la sacudió… Al acabar, ladeó el rostro, sacó un espejito de un bolsillo y, a la luz de la farola, se pintó los labios.
Golder se levantó de golpe.
– Venga, vámonos… No soporto este olor a petróleo…
Esa noche soñó con Joyce, pero sus facciones se confundían con las de la chica judía de la rue Rosiers. Era la primera vez que soñaba con ella en mucho tiempo. El recuerdo de su hija dormía en su interior, como su enfermedad.
Cuando despertó, las piernas le temblaban y dolían como si hubiera andado kilómetros. Se pasó el día sentado delante de la ventana, arrebujado en mantas y chales, sin tocar las cartas. Un frío sutil, glacial, le penetraba hasta los huesos y le hacía tiritar.
Soifer se presentó a la hora de siempre, pero también se sentía triste y enfermo, y apenas habló. Se fue antes que de costumbre, apretando el paso por la lóbrega calle, estrechando el paraguas contra el pecho.
Golder cenó. Luego, cuando la criada subió a acostarse, hizo la ronda del piso y cerró todas las puertas. Gloria se había llevado las lámparas; en todas las habitaciones, las bombillas desnudas se balanceaban al final del cable impulsadas por las corrientes de aire, y los espejos encima de las chimeneas reflejaban al viejo Golder, descalzo, llaves en mano, la espesa y cana pelambrera revuelta y la cara, de sobrecogedora palidez, cada día más demacrada por las profundas ojeras de cardíaco.
De pronto sonó el timbre. Antes de abrir, Golder miró sorprendido la hora. Los periódicos vespertinos habían llegado hacía rato. Pensó que Soifer había sufrido un accidente y había pedido que lo llevaran allí para que le pagara el médico.
– ¿Es usted, Soifer? -preguntó a través de la puerta-. ¿Quién llama?
– Tübingen -respondió una voz.
Con el rostro alterado por una súbita emoción, Golder empezó a retirar la cadena de seguridad con manos que apenas le obedecían, aunque la impaciencia lo consumía… Tübingen esperó sin decir nada. Golder sabía que podía estar así, sin moverse, horas enteras. «No ha cambiado», se dijo.
Al fin, consiguió descorrer el cerrojo. Tübingen entró.
– Hello -dijo.
El anciano se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó él mismo con cuidado; luego abrió el paraguas mojado, lo dejó en un rincón y finalmente estrechó la mano de Golder.
Su alargada cabeza tenía una forma tan extraña que la frente parecía desmesurada y luminosa. Un rostro severo, pálido, de labios fruncidos.
– ¿Puedo entrar? -preguntó señalando el salón.