– ¡Ah, todo esto es culpa tuya, sólo tuya! El dinero, el dinero… Pero ¿qué puedo hacer?, yo no sé vivir de otra manera… Lo he intentado, te juro que lo he intentado. Si me hubieras visto este invierno… ¿Sabes el frío que ha hecho? Como nunca, ¿verdad? Pues yo iba por ahí con mi abriguito gris de otoño (lo último que me encargué antes de que te fueras) ¡llamando la atención! No puedo, no puedo, ¿qué culpa tengo si no estoy hecha para eso? Las deudas, los problemas, todo eso… Así que, tarde o temprano, tendré que hacerlo, ¿no? Si no es éste será otro. Pero Alec, ¡Alec…! Que engañe a Fischl, dices… ¡Claro! Pero, si crees que podré hacerlo tan fácilmente, estás muy equivocado… ¡Ah, tú no lo conoces! Cuando ha pagado por algo, lo vigila, no sabes cómo lo vigila… ¡Ese viejo, ese asqueroso viejo…! ¡Oh, me gustaría morirme! Soy muy desgraciada, estoy sola, lo paso mal, ¡ayúdame, dad, no tengo a nadie más que a ti! -Joyce le cogió las manos, se las apretó y retorció febrilmente-. ¡Responde, habla, di algo! O en cuanto salga de aquí me mato. ¿Te acuerdas de Marcus? Dicen que se mató por tu culpa. Bueno, pues ¡también mi muerte caerá sobre tu conciencia!, ¿me oyes? -gritó de pronto con su vibrante y aguda voz de niña, que resonó de un modo extraño en el piso vacío.
Golder apretó los dientes.
– ¿Qué pretendes, asustarme? ¡No me tomes por idiota! Además, ya no tengo dinero. Déjame. Nada nos une. Lo sabes de sobra. Siempre lo has sabido. No eres mi hija… Lo sabes… Sabes perfectamente que eres hija de Hoyos… Bueno, pues vete a verlo a él. Que te proteja él, que te mantenga él, que trabaje él para ti. Ahora le toca a él… Yo ya he hecho bastante por ti, ya no es asunto mío, ya no tengo nada que ver… ¡Vete! ¡Vete!
– ¿Hoyos? ¿Estás… estás seguro? ¡Oh, dad, si supieras…! Alec y yo nos vemos en su casa… y delante de él, nosotros… -Escondió el rostro entre las manos. Golder vio resbalar las lágrimas entre sus dedos-. Dad -repitió con desesperación-. ¡Sólo te tengo a ti, no tengo a nadie más que a ti! Si supieras lo poco que me importa que seas o no mi padre… ¡No te tengo más que a ti! Ayúdame, te lo suplico… Deseo tanto ser feliz… Soy joven, quiero vivir, quiero… ¡quiero ser feliz!
– No eres la única, pequeña… Déjame, déjame…
Golder hizo un gesto vago con la mano, rechazándola y al tiempo atrayéndola. De repente se estremeció y dejó que sus dedos se deslizaran a lo largo de la nuca inclinada, de los cortos cabellos dorados impregnados de perfume… Sí, tocar otra vez aquella carne extraña, sentir bajo la palma de la mano la débil y presurosa palpitación de la vida, como antaño, y después…
– ¡Ah, Joyce! -murmuró con el corazón encogido-. ¿Por qué has venido, pequeña? Con lo tranquilo que estaba…
– ¿Y adónde querías que fuera, Dios mío? -respondió ella estrujándose las manos-. ¡Ah, si tú quisieras, sólo con que quisieras…!
Golder se encogió de hombros.
– ¿Qué? ¿Quieres que te dé a tu Alec, y de por vida, con dinero, joyas, como antes te daba juguetes? ¿Eso quieres? Pues ya no puedo. Es demasiado caro. Tu madre te ha dicho que todavía tengo dinero, ¿verdad?
– Sí.
– Pues mira cómo vivo. Me queda lo justo para aguantar hasta que muera. Pero a ti te duraría un año.
– Pero ¿por qué? -preguntó Joyce con desesperación-. Haz como antes, negocios, dinero… Es fácil…
– ¿Ah, sí? ¿Eso crees? -Volvió a acariciar la delicada cabeza rubia con una especie de temerosa ternura-. Mi pobre, mi pequeña Joyce…
«Es curioso -pensó apesadumbrado-, pero sé perfectamente cómo acabaría todo… En dos meses se habría hartado de acostarse con su Alec, o con quien fuese, y todo habría terminado… Pero ¡Fischl! ¡Ah, si al menos se tratara de otro, de cualquier otro! Pero Fischl… -se repitió con odio-. Después el muy canalla dirá: "La hija de Golder vino sin nada, sólo con lo puesto…"»
Acto seguido, se inclinó hacia Joyce, le cogió el rostro entre las manos y la obligó a levantarlo. Hundió sus viejas y endurecidas uñas en la delicada carne con una especie de pasión.
– Tú… tú… si no me necesitaras, me habrías dejado morir solo, ¿verdad? ¿Verdad?
– ¿Me habrías llamado tú? -murmuró ella, y sonrió.
Golder miraba descompuesto aquellos ojos llenos de lágrimas y aquellos hermosos labios, carnosos y rojos, que se entreabrían como flores, poco a poco…
«Mi pequeña… Puede que después de todo seas mía, ¿quién sabe? Y además, ¿qué importa eso, Dios mío, qué importa?»
– Qué bien sabes engatusar al viejo, ¿eh? -le susurró febrilmente-. Esas lágrimas… y la idea de que ese cerdo pueda comprar algo mío… ¿eh? ¿Eh? -repitió Golder de manera absurda, con una mezcla de odio y ternura salvaje-. Bueno, ¿quieres que lo intente? ¿Que gane un poco más de dinero antes de morir? Tendrás que esperar un año. En un año serás más rica que tu madre en toda su vida. -La apartó y se levantó. De nuevo sentía en su viejo y achacoso cuerpo el calor y el hormigueo de la vida, la fuerza y la fiebre de antaño-. Manda a Fischl al infierno -añadió con voz tajante-. Y si no fueras idiota de remate, mandarías a tu Alec por el mismo camino. ¿No? Si dejas que se coma tu dinero, ¿que harás cuando yo no esté? Te da igual, ¿eh? Siempre podrás volver a echarle el anzuelo al viejo Fischl, ¿no? ¡Ah, no soy más que un anciano imbécil! -gruñó, y cogió a Joy por la barbilla y se la apretó entre los dedos con tal fuerza que ella soltó un grito-. Vas a hacerme el favor de firmar sin rechistar el contrato matrimonial que haré redactar. No tengo ganas de deslomarme por tu gigoló. ¿Entendido? ¿Quieres dinero? -Joyce asintió con la cabeza. El le soltó la barbilla y abrió un cajón-. Escúchame… Mañana irás de mi parte a ver a Seton, mi notario. Él se encargará de que todos los meses recibas ciento cincuenta libras… -Garabateó con rapidez unas cifras en un periódico olvidado en la mesa-. Es más o menos lo que te daba antes. Un poco menos. Pero de momento tendrás que conformarte con eso, pequeña, porque es todo lo que me queda. Más adelante, cuando vuelva, te casarás.
– Pero ¿adónde vas?
Golder se encogió de hombros.
– ¿Y eso qué más te da? -gruñó; le posó la mano en la nuca y se la inclinó con suavidad-. Joyce… si muero antes de volver, Seton se encargará de arreglarlo todo para salvaguardar al menos tus intereses. No tendrás más que dejarle hacer a él. Firma todo lo que te diga. ¿Lo has entendido?
Ella asintió.
Golder respiró hondo.
– Entonces… ya está…
– Daddy darling… -Se sentó en sus rodillas, apoyó la frente en su hombro y cerró los ojos.
Golder la miró y esbozó una débil sonrisa, apenas un temblor enseguida reprimido.
– Qué cariñoso se siente uno cuando no tiene dinero, ¿eh? Es la primera vez que te veo así, hija mía.
«¡Y la última!», pensó, pero no lo dijo. Se limitó a rozarle con los dedos los párpados y el cuello lenta, repetidamente, como si los modelara para conservar más tiempo su imagen.
– «Ambas partes aceptan concluir el acuerdo, en lo concerniente a las concesiones, en un plazo de treinta días, a partir de la ratificación del presente contrato…»
Los diez hombres sentados alrededor de la mesa miraron a Golder.
– Sí, continúe -murmuró él. -«En las siguientes condiciones…»
Golder agitó con nerviosismo la mano ante su cara para disipar la densa y molesta humareda. Había momentos en que el rostro del hombre que leía frente a él, pálido, anguloso y chupado en torno al agujero negro de la boca, apenas le parecía nítido, una mancha de color medio disuelta en el humo. El olor del fuerte tabaco ruso, el cuero y el sudor impregnaba el ambiente.