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– ¡Tenga cuidado, jefe! ¡Arriba hace mucho viento! -le gritó un marinero que bajaba a toda prisa echándole una tufarada de aguardiente a la cara-. ¡Esto baila, jefe!

– Estoy acostumbrado -gruñó secamente Golder.

Pero le costó llegar a cubierta. Sobre el barco se abatían olas enormes. En un rincón, bajo una lona empapada, los schurum-burum, ovillados unos junto a otros en el suelo, temblaban como un rebaño paralizado por el terror. Al ver a Golder, uno levantó la cabeza y gritó algo con una voz aguda y quejumbrosa que se perdió en el estruendo. Golder le indicó por señas que no lo entendía. El hombre insistió alzando aún más la voz, con la cara desencajada y los ojos desorbitados. De pronto, le dio una arcada, se derrumbó y se quedó inmóvil sobre su vieja piel de carnero, entre los paquetes de mercancías y los hombres tumbados.

Golder se alejó.

Sin embargo, no pudo avanzar mucho. Se quedó de pie, inclinado hacia un lado, como un árbol doblado por la violencia del viento, con el rostro crispado y un amargo sabor a agua salada en la boca. No conseguía abrir los ojos; se aferraba con ambas manos a una barandilla de hierro empapada que le helaba los dedos.

A cada golpe de mar, el barco parecía a punto de hundirse y descuadernarse bajo el peso del agua; de sus costados se alzaba una prolongada y desgarradora queja que por unos instantes ahogaba el fragor del viento y las olas.

«Dios… -pensó Golder-. Lo que me faltaba.»

Pero no se movió. Con un extraño placer, dejaba que la tempestad azotara su viejo cuerpo. El agua de mar, mezclada con la lluvia, le resbalaba por las mejillas y los labios. Tenía el pelo y las cejas tiesos por el salitre.

De repente, una voz empezó a gritar junto a él. Pero el viento se llevaba las palabras. Golder abrió los ojos y vio la encorvada silueta de un hombre que se agarraba a la barandilla de hierro rodeándola con ambos brazos.

Una ola estalló a sus pies. Golder sintió que el agua se le metía en los ojos y la boca, y retrocedió de inmediato. El hombre lo siguió. Bajaron la escalerilla a trompicones, chocando contra el tabique en cada peldaño.

– ¡Qué tiempo…! -murmuraba en ruso el hombre, aterrorizado-. ¡Qué tiempo, Dios mío!

En la densa oscuridad, Golder apenas distinguía el largo abrigo del desconocido, que le llegaba casi hasta los pies, pero reconocía perfectamente aquel acento cantarín, que modulaba la frase como si fuera una melopea.

– ¿Su primer viaje en barco? -le preguntó Golder-. A Yid?

El hombre soltó una risita nerviosa.

– ¡Sí, sí! -respondió con voz alegre-. ¿Usted también?

– Yo también -dijo Golder sentándose en un viejo sofá de terciopelo raído que estaba arrimado a la mampara.

El desconocido se quedó de pie frente a él. Con las manos entumecidas, Golder buscó la pitillera en el bolsillo de su chaqueta, la abrió y se la tendió.

– Coge uno -le ofreció; y, al encender la cerilla y alzarla hacia el desconocido, vio un rostro pálido y joven, casi adolescente, con una nariz larga y triste, y unos ojos enormes e inquietos, húmedos y febriles, bajo una pelambrera negra, crespa y lanosa-. ¿Dé dónde eres?

– De Kremenets, señor, en Ucrania.

– Lo conozco -murmuró Golder. En sus tiempos era una aldea miserable donde los cerdos negros y los niños judíos se revolcaban juntos en el barro. No habría cambiado mucho-. Entonces, ¿te vas? ¿Para siempre?

– ¡Sí, sí!

– ¿Y por qué? Eso se hacía en mi época, pero hoy en día…

– ¡Ah, señor! -exclamó el joven judío con aquel acento cómico y doloroso a un tiempo-. ¿Es que las cosas han cambiado para nosotros? Yo, señor, soy un muchacho honrado, pero salí de la cárcel anteayer. ¿Y por qué? Me habían encargado facturar hasta Moscú un vagón de Montpensier, ya sabe, esos caramelos con sabor a fruta. Era verano y hacía un calor tremendo, así que la mercancía se derritió en el vagón. Cuando llegué a Moscú, el caramelo chorreaba de las cajas. Pero ¿que culpa tenía yo? Pues me he pasado dieciocho meses en la cárcel. Ahora que soy libre quiero ir a Europa.

– ¿Cuántos años tienes?

– Dieciocho, señor.

– ¡Ah! -murmuró Golder lentamente-. Casi los mismos que yo cuando me marché.

– ¿Es usted de esa región?

– Sí.

El chico se calló. Fumaba con avidez. En la penumbra, Golder veía moverse sus nerviosas manos, iluminadas por la brasa del cigarrillo.

– Tu primer viaje en barco… -dijo-. ¿Y adónde piensas ir?

– De momento, a París. Tengo un primo que es sastre allí. Se estableció antes de la guerra. Pero, en cuanto reúna un poco de dinero, me voy a Nueva York. ¡Nueva York…! -repitió con entusiasmo-. Allí…

Pero Golder no lo estaba escuchando. Con una especie de sordo y doloroso placer, se limitaba a observar los movimientos de las manos y los hombros del muchacho, que seguía de pie frente a él. Aquellos incesantes aspavientos que le agitaban todo el cuerpo, aquella voz atropellada que se comía las palabras, aquella fiebre, aquella fuerza joven, nerviosa… También él había tenido la ávida y exuberante juventud propia de su raza… Pero de eso hacía mucho tiempo.

– Vas a morirte de hambre, ¿sabes? -le espetó.

– ¡Bah, estoy acostumbrado!

– Sí, pero allí es peor…

– ¿Qué importa? Eso dura poco…

Golder soltó una carcajada brusca y cortante como un latigazo.

– ¿Ah, sí? ¿Eso crees? Qué tonto… Dura años y más años. Y luego no es mucho mejor…

– Luego te haces rico… -murmuró el muchacho con vehemencia.

– Luego te mueres -lo corrigió Golder-. Solo, como un perro, como has vivido…

Se interrumpió y, ahogando un gemido, echó la cabeza atrás. Otra vez aquel dolor lancinante en el hueco del hombro y la angustia del corazón, que parecía haber dejado de latir…

– ¿Se encuentra mal? -preguntó el muchacho-. Es un mareo…

– No -respondió Golder con voz débil y esforzándose en pronunciar-. No… estoy mal del corazón… Los mareos, muchacho… -Jadeó con dificultad. Qué daño le hacía al hablar… Se le desgarraba la garganta. ¿Y para qué? ¿Qué más le daba a aquel idiota el pasado, su pasado? Ahora la vida era diferente, más fácil… Además, ¿qué le importaba a él aquel chico judío, por Dios?-. Los mareos, muchacho, y todas esas zarandajas… Cuando hayas rodado por el mundo tanto como yo… ¡Ah! ¿Así que quieres hacerte rico? Pues mírame bien -añadió bajando la voz-. ¿Crees que merece la pena?

Hundió la cabeza en el pecho. Por un instante, tuvo la sensación de que el ruido del viento y el mar se alejaba, se convertía en un rumor confuso y acariciante… De pronto oyó la voz aterrada del muchacho, que gritaba:

– ¡Socorro!

Golder se levantó y, al ver que perdía el equilibrio, extendió las manos y trató de asir el vacío. Pero se desplomó.

Más tarde, Golder emergió parcialmente de la oscuridad como de un agua profunda. Estaba en su camarote, tumbado boca arriba en la litera. Alguien le había puesto un abrigo enrollado bajo la nuca y desabrochado la camisa hasta el pecho. Al principio creyó que estaba solo; pero, cuando empezó a mover la cabeza febrilmente, la voz del muchacho judío susurró tras éclass="underline"

– Señor… -Golder intentó volverse. El chico se inclinó sobre la litera-. ¡Oh! ¿Se siente mejor, señor?

Durante unos instantes, Golder movió los labios como si hubiera olvidado la forma y el sonido del lenguaje humano.

– Enciende la luz -logró murmurar al fin.

Cuando el camarote se iluminó, Golder suspiró trabajosamente y se movió; exhaló un gemido y se buscó el corazón moviendo con lentitud y torpeza las manos, que sucumbían una y otra vez ante el esfuerzo. Dijo unas palabras confusas en una lengua extranjera y, de pronto, abrió los ojos, como si hubiera vuelto del todo en sí. Con una voz extrañamente clara, pidió: