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– Ve a buscar al capitán.

El muchacho se marchó. Golder se quedó solo. Cuando una ola un poco más fuerte sacudía el barco, gemía débilmente. Pero, poco a poco, el balanceo iba disminuyendo. La luz del día iluminaba el ojo de buey. Golder cerró los párpados, exhausto.

Cuando entró el capitán, un griego gordo y borracho, Golder parecía dormido.

– ¿Qué? ¿Está muerto? -preguntó el capitán, y soltó una maldición.

Lentamente, Golder volvió hacia él el rostro, demacrado y sin color, los labios pálidos y fruncidos.

– Detenga… el barco… -balbuceó-. Detenga el barco, ¿me oye? -repitió alzando la voz al ver que el capitán no respondía. Sus ojos, bajo los párpados entornados y temblorosos, brillaban con tal intensidad que el capitán se dejó engañar y, encogiéndose de hombros, le dijo, como si hablara con alguien lleno de vida:

– Está usted loco.

– Le daré dinero… Le daré mil libras.

– ¡Bah! -gruñó el griego-. Este hombre ha perdido la chaveta. Está desvariando. Maldita sea, ¿por qué recojo a gente así?

– La tierra… -murmuró Golder-. ¿Es que quiere que muera aquí, solo como un animal? Cerdos… -farfulló. Y añadió unas palabras ininteligibles.

– ¿No hay ningún médico a bordo? -preguntó el muchacho.

Pero el capitán ya había dado media vuelta.

El chico se acercó a Golder, que jadeaba ansiosamente.

– Aguante un poco -le susurró con suavidad-. Enseguida llegaremos a Constantinopla. Ahora vamos bastante deprisa. La tempestad ha amainado… ¿Conoce a alguien en Constantinopla? ¿Tiene familia allí? ¿Alguien?

– ¿Qué? ¿Qué? -murmuró Golder, pero al final pareció comprender, aunque se limitó a repetir-: ¿Qué?

El muchacho, nervioso, seguía susurrándole:

– Constantinopla… Es una gran ciudad… Allí lo cuidarán bien… Se curará enseguida… No tenga miedo.

Pero en ese instante comprendió que el anciano se estaba muriendo. Del torturado pecho de Golder brotó por primera vez el sordo estertor de la muerte.

Aquello duró cerca de una hora. El muchacho temblaba. Pero no se iba. Oía pasar el aire por la garganta del moribundo con un gruñido ronco y sordo, una fuerza incomprensible, como si otra extraña vida animara ya aquel cuerpo.

«Un poco más. Sólo un poco más -pensaba el chico-. Esto acabará enseguida. Y me marcharé… porque ni siquiera sé cómo se llama, Dios mío.»

En ese momento, vio la cartera repleta de dinero inglés, que había caído al suelo al acostar al anciano. Se agachó, la recogió y la entreabrió; luego, soltó un suspiro y, conteniendo la respiración, la deslizó suavemente en aquella mano abierta, una mano enorme, pesada, fría, ya muerta.

«¿Quién sabe? A lo mejor… Tal vez un momento antes de morir vuelva en sí y me dé ese dinero… ¿Quién sabe? Podría ser… Lo he traído aquí… Y está solo.»

Siguió esperando. A medida que avanzaba la tarde, el mar se iba calmando. El barco se deslizaba sin sacudidas y el viento había cesado. «Hará buena noche», pensó el chico.

Extendió la mano y tocó la muñeca que pendía ante él; el pulso era tan débil que el tictac del reloj, en la correa de cuero, casi lo solapaba. Pero Golder seguía vivo. El cuerpo tarda en morir. Vivía. Abrió los ojos. Habló. Sin embargo, el aire seguía borboteando en su pecho con un ruido siniestro, inexorable, como el curso de un torrente. El muchacho escuchaba inclinado sobre él. Golder dijo unas palabras en ruso y luego empezó a hablar en yiddish, la lengua olvidada de su infancia, que de pronto había vuelto a sus labios.

Hablaba deprisa, farfullando con una voz entrecortada por largos y roncos silbidos. De vez en cuando se interrumpía, se llevaba las manos a la garganta con lentitud y esbozaba el gesto de levantar un peso invisible. Tenía la mitad de la cara inmóvil y un ojo ya entrecerrado, vidrioso y fijo; pero el otro vivía, ardía… El sudor le resbalaba por la mejilla sin cesar. El chico quiso secárselo.

– Deja… -balbuceó Golder-. No merece la pena… Escucha. Cuando llegues a París, irás a ver al señor Seton, rue Aubert, veintiocho. Le dirás: David Golder ha muerto. Repítelo. Seton. El señor Seton, notario. Dale todo lo que hay en mi maleta y mi cartera. Dile que haga lo que considere más conveniente para mi hija… Luego irás a ver a Tübingen… Espera… -Jadeó. Seguía moviendo los labios, pero el muchacho ya no lo entendía. Estaba tan inclinado sobre él que percibía el olor a fiebre de su boca, el aliento del moribundo-. Hotel Continental. Apúntalo -murmuró Golder al fin-. John Tübingen. Hotel Continental. -A toda prisa, el chico sacó del bolsillo una carta arrugada y escribió las dos direcciones en el dorso del sobre-. Dile que David Golder ha muerto… -pidió con voz cada vez más débil-. Y que le ruego que lo arregle todo… para mi hija… que confío en él y… -Sus ojos se apagaban, se inundaban de oscuridad-. Y… No. Sólo eso. Es todo. Así está bien. -Miró el papel en las manos del chico-. Dame… voy a firmar… Será mejor…

– No podrá -dijo el muchacho. No obstante, cogió la mano de Golder y le colocó el lápiz entre los temblorosos dedos-. No podrá, por mucho que lo intente -repitió.

– Golder… David Golder… -repetía el moribundo con una especie de frenesí, de acongojada obstinación. Seguramente, en sus oídos, el nombre, las sílabas que lo formaban, sonaban tan extrañas como las palabras de una lengua desconocida. Sin embargo, consiguió firmar-. Te doy todo el dinero que llevo encima -jadeó de nuevo-. Pero jura que harás exactamente todo lo que he te he pedido.

– Sí, lo juro.

– Ante Dios, que te está oyendo -insistió Golder.

– Ante Dios.

Un súbito espasmo contrajo las facciones de Golder y por los lados de la boca empezó a rezumar sangre, que le goteaba sobre las manos. El estertor cesó.

– ¿Me oye todavía, señor? -dijo el chico con voz temblorosa.

La luz del atardecer que penetraba por el ojo de buey caía de lleno sobre aquel rostro desencajado. El muchacho se estremeció. Esta vez sí era el final. La cartera había quedado abierta bajo la mano extendida. La cogió con un rápido movimiento, contó el dinero y se la guardó en un bolsillo; luego, se metió el sobre con las dos direcciones debajo del cinturón, pegado al cuerpo.

«¿Habrá muerto ya?», pensó.

Extendió la mano hacia la abertura de la camisa, pero los dedos le temblaban tanto que no consiguió hallarle el pulso. Se apartó. Como si temiera despertarlo, retrocedió de puntillas hasta la puerta. Salió a toda prisa, sin volverse.

Golder se quedó solo.

Tenía el aspecto y la gélida inmovilidad de un cadáver. Sin embargo, la muerte no lo había inundado completamente, de golpe, como una ola. Había sentido que se quedaba sin voz, sin calor humano, sin la conciencia del hombre que había sido. Pero siguió viendo hasta el final. Vio que la luz del crepúsculo caía sobre el mar, que el agua brillaba…

Y en su interior, hasta su último suspiro, las imágenes siguieron sucediéndose, más débiles y desdibujadas a medida que se acercaba la muerte. Por un instante creyó tocar el cabello, la piel de Joyce. Después, su hija se alejó, lo abandonó, mientras él seguía hundiéndose en la oscuridad. Aún le pareció oír su risa, dulce y alegre, como un cascabeleo lejano, por última vez. Luego la olvidó. Vio a Marcus. Rostros, formas vagas, como arrastradas por una corriente de agua, al atardecer; aparecían un instante y luego se esfumaban. Y, al final, no quedó más que el extremo de una calle oscura, con una tienda iluminada, una calle de su infancia, una vela encendida junto a una ventana cubierta de hielo, la oscuridad, la nieve cayendo y él… Notó los gruesos copos, que se derretían en sus labios con un sabor a hielo y agua, como entonces. Oyó que lo llamaban: «David… David…» Era una voz amortiguada por la nieve, el cielo bajo y la oscuridad, una voz débil que se perdía y de pronto cesaba, como obstaculizada por el recodo de un camino. Fue el último sonido del mundo que penetró en él.