– ¿Cómo quieres que averigüe lo que se le ocurre a tu cabeza de chorlito? -gruñó Golder con irritación-. Y responde cuando te pregunto, ¿entendido?
Joy se sentó, cruzó las piernas, le lanzó una mirada desafiante y se echó a reír alegremente.
– Me voy a Madrid.
– ¿Qué?
– ¿No lo sabía? -intervino Hoyos-. Pues sí, nuestra pequeña ha decidido irse a Madrid en coche… sola. ¿No es así, Joy? ¿Sola? -repitió sonriendo-. Con esa manía suya de ir a tanta velocidad, seguramente se partirá la crisma por el camino, pero se le ha metido entre ceja y ceja, y no hay nada que hacer. Entonces, Golder, ¿no lo sabía?
Golder dio una patada en el suelo.
– Joyce! ¿Estás loca? ¡Menudo disparate!
– Ya hace tiempo que te dije que pensaba ir a Madrid en cuanto tuviera un coche nuevo. ¿Qué tiene de particular?
– Te prohíbo que vayas, ¿me oyes? -replicó su padre despacio.
– Te oigo. ¿Ya está?
De pronto, Golder avanzó hacia ella con la mano levantada. Pero Joyce, aunque palideció un poco, volvió a reírse.
– Dad ¿Quieres pegarme? ¿Tú? Pues me da igual, ¿sabes? Pero lo lamentarás.
El bajó lentamente el brazo sin rozarla.
– ¡Vete! -le dijo con un gruñido que apenas pasó entre sus labios cerrados-. ¡Vete a donde quieras! -añadió, sentándose de nuevo y volviendo a coger las cartas.
– Vamos, dad, no te enfades… -murmuró ella con voz mimosa-. Piensa que podría haberme ido sin decirte nada… Además, ¿a ti qué más te da?
– Un día de éstos vas a romperte esa carita tan linda, Joy -dijo Hoyos acariciándole la mano-. Ya lo verás.
– Eso es cosa mía. Venga, dad, hagamos las paces… -Se sentó a su lado y le rodeó el cuello con los brazos-. Dad…
– Yo decidiré cuándo hacemos las paces… Déjame. ¡Qué manera de hablarle a un padre! -gruñó Golder apartándola.
– ¿No le parece que es un poco tarde para empezar a educar a esta preciosidad? -observó Hoyos.
– ¡Usted déjeme en paz! -farfulló Golder descargando el puño sobre las cartas-. ¡Y tú vete! ¿Crees que voy a suplicarte?
– Dad ¡Siempre me lo estropeas todo! ¡Todas mis ilusiones! ¡Toda mi felicidad! -gritó Joyce exasperada, y de pronto resbalaron lágrimas por sus mejillas-. ¡Déjame! ¡Déjame! ¿Crees que esta casa es muy divertida desde que estás enfermo? ¡No puedo más! Andar despacio, hablar bajo, no reírse, no ver más que caras viejas, tristes y amargadas… ¡Quiero…! ¡Quiero ir!
– Pues ve. ¿Quién te lo impide? ¿Vas sola?
– Sí.
Golder bajó la voz.
– Pues no vayas a pensar que te creo, ¿eh? Te vas por ahí con ese rufián, ¿no? Golfa… ¿Crees que no tengo ojos en la cara? Pero ¿qué puedo hacer? Nada -se respondió con voz temblorosa-. Sin embargo, al menos no creas que me la pegas, ¿eh? Aún no ha nacido el guapo que se la pueda pegar al viejo Golder. ¿Has oído, niña?
Hoyos reía por lo bajo tapándose la boca con la mano.
– Qué pérdida de tiempo… No sirve de nada, mi pobre Golder. ¡Está visto que no conoce usted a las mujeres! Con ellas sólo queda ceder… Ven a darme un beso, mi preciosa Joyce…
Pero la muchacha frotaba la cabeza contra el hombro de su padre y no prestaba atención a Hoyos.
– Dad, mi querido dad…
– Déjame… No puedo respirar… -gruñó Golder apartándola-. Y vete de una vez, o saldrás demasiado tarde.
– ¿No me das un beso?
– ¿Yo? Claro… -dijo Golder y, haciendo un esfuerzo, posó los labios en la mejilla que le ofrecía su hija-. Anda, vete.
Joyce lo miró. Había empezado a extender las cartas; sus inseguros dedos parecían resbalar sobre la madera de la mesa.
– Dad… -murmuró ella-. ¿Sabes que estoy sin blanca? -Él no respondió-. ¡Va, dad, dame dinero, por favor!
– ¿Dinero? ¿Qué dinero? -preguntó Golder en un tono seco y reposado que Joyce jamás le había oído.
– ¿Qué dinero? Pues dinero para el viaje -respondió ella esforzándose en disimular la impaciencia que le hacía retorcerse los dedos-. ¿De qué esperas que viva en España? ¿De mi cuerpo?
Golder reprimió una mueca.
– ¿Y necesitas mucho? -le preguntó contando lentamente las trece cartas que formaban la primera fila del solitario.
– Pues no sé… Venga, no seas pesado. Claro que mucho… como siempre… diez, doce, veinte mil…
– Ah.
Joyce deslizó la mano en el bolsillo del chaleco de Golder e intentó sacarla cartera.
– ¡Va, no me tortures más! Dame dinero, anda… ¡Dámelo de una vez!
– No -dijo Golder.
– ¿Qué? -exclamó Joyce-. ¿Qué dices?
– Que no. -Levantó la cabeza y se quedó mirándola sonriendo. Hacía mucho tiempo que no decía no de aquel modo, con el tono duro y claro de antaño-. No -repitió despacio, como si la palabra fuera una fruta para saborear. Luego juntó las manos delante de la barbilla y se acarició los labios con la yema de los dedos-. Parece que te sorprende… ¿Quieres ir? Ve. Pero ya lo has oído: ni un céntimo. Apáñatelas. ¡Ay, todavía no me conoces, hija!
– ¡Te odio! -gritó ella.
Golder volvió a bajar la cabeza y siguió contando las cartas en voz baja. Una, dos, tres, cuatro… Pero al llegar al final de la fila se confundió y, con una voz cada vez más baja y temblorosa, repitió: una, dos, tres… De pronto se detuvo, como al límite de sus fuerzas, y suspiró.
– ¡Tú tampoco me conoces a mí! -estalló ella-. Te he dicho que me iba, y me iré. ¡No necesito tu sucio dinero!
Joyce le silbó a su perro y desapareció. Al cabo de unos instantes se oyó el ruido del coche, que pasó por la carretera como una exhalación. Golder no se había movido.
Hoyos meneó lentamente la cabeza.
– ¡Ay, amigo mío! Sabrá arreglárselas. -Y como el anciano no respondía, entornó los finos y cansados ojos y, con una sonrisa, murmuró-: No sabe usted nada de mujeres, amigo mío… Tenía que haberle dado una bofetada. Puede que la novedad del gesto le hiciera quedarse. Con estos animalillos nunca se sabe.
Golder se había sacado la cartera del bolsillo y le daba vueltas entre las manos. Era una vieja cartera de cuero negro, tan gastada como la mayoría de sus objetos personales. Tenía el forro de satén deshilachado y le faltaba una de las cantoneras de oro; estaba llena a rebosar de billetes y sujeta con una goma. Golder apretó los dientes y empezó a golpearla contra la mesa con todas sus fuerzas. Las cartas volaban por los aires. La estampaba una y otra vez contra la madera, que resonaba sordamente. Cuando se cansó, volvió a guardársela en el bolsillo, se levantó y pasó junto a Hoyos empujándolo adrede con todo el cuerpo.
– Así doy yo las bofetadas -masculló.
Todas las mañanas, Golder bajaba al jardín y paseaba una hora por un sendero resguardado. Caminaba despacio por la franja de sombra de los viejos cedros, contando escrupulosamente los pasos. Cuando llegaba al cincuenta, se paraba, pegaba la espalda al tronco de un árbol, dilataba con esfuerzo las aletas de la nariz y respiraba profunda, penosamente, tendiendo los temblorosos labios abiertos al aire del mar. Después seguía andando y contando los pasos, mientras con la punta del bastón removía con aire distraído la gravilla del sendero. Vestido con una vieja hopalanda gris, una bufanda de lana y un gastado sombrero negro, tenía el extraño aspecto de un prendero judío ucraniano. De vez en cuando, mientras caminaba, levantaba un hombro con un gesto inconsciente y cansado, como si llevara a la espalda un pesado hato de telas o quincalla.
Ese día, salió de nuevo al jardín a las tres: hacía un tiempo espléndido. Se sentó en un banco, frente al mar. Se aflojó un poco la bufanda, se desabrochó los primeros botones del abrigo e inspiró con precaución. Pero el corazón le latía a un ritmo regular; sólo el sempiterno silbido del asma subrayaba el flujo y reflujo del aire en su pecho con un sonido débil, quejumbroso y agudo.
El banco estaba a pleno sol, y el jardín se bañaba apaciblemente en una luz dorada y transparente como fino aceite.
El viejo Golder cerró los ojos, posó las manos, que siempre tenía heladas, sobre las rodillas y, con un suspiro mezcla de tristeza y bienestar, se frotó las falanges con suavidad. Le gustaba el calor. En París y en Londres seguro que hacía un tiempo horrible… Esa tarde esperaba al director de la Golmar, que había anunciado su llegada el día anterior. Era la señal de partida. Dios sabía adónde le tocaría ir. Era una pena tener que marcharse. Hacía un tiempo espléndido.
La grava crujió bajo unos pasos. Golder se volvió y vio a Loewe. Un hombrecillo tímido, pálido, de rostro demacrado y marchito, encorvado por el peso de una enorme cartera repleta de papeles.
Loewe había sido un simple empleado de la Golmar durante mucho tiempo; ahora era director desde hacía casi cinco años, pero bastaba una mirada de Golder para que en su fuero interno temblara, como antaño. Loewe avivó el paso, inclinando los hombros y sonriendo con nerviosismo. Una vez más, Golder recordó lo que tantas veces le había dicho Marcus: «Tú, amigo mío, te crees un gran hombre de negocios, pero no eres más que un especulador; no sabes elegir, encontrar gente. Estarás solo toda la vida, rodeado de sinvergüenzas o cretinos.»
– ¿Por qué ha venido? -gruñó Golder atajando las largas y embarulladas frases de Loewe, que le preguntaba con respeto por su salud.
Loewe se calló de inmediato, se sentó en el otro extremo del banco, entreabrió la cartera y suspiró.
– ¡Ay, Señor! Ahora le explico… Escúcheme con atención, por favor. Aunque puede que esto lo fatigue. ¿Prefiere esperar? Las noticias que traigo…
– Son malas -espetó Golder, irritado-. Naturalmente. Déjese de pamplinas, por Dios. Diga lo que tenga que decir, y sea claro, si puede.
– Sí, señor -se apresuró a murmurar Loewe. La enorme cartera no se mantenía bien en equilibrio sobre sus rodillas, así que la sujetó con las dos manos contra el pecho y empezó a sacar fajos de cartas y papeles, que fue dejando en el banco-. No encuentro la carta… -balbuceó angustiado-. ¡Ah, sí! Aquí está… ¿Me permite?