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– Démela -dijo Golder arrebatándosela.

Cuando acabó de leerla no dijo nada, pero Loewe, que no le quitaba ojo, advirtió el leve temblor de sus labios.

– Ya ve… -musitó como excusándose, y le tendió otros documentos-. Todos los problemas han surgido a la vez, como siempre… La Bolsa de Nueva York, anteayer, fue el último revés, por así decirlo. Pero no ha hecho más que precipitar las cosas. Supongo que usted se lo esperaba…

Golder levantó de golpe la cabeza.

– ¿El qué? Sí -murmuró con aire ausente-. ¿Dónde está el informe de Nueva York?

Al ver que Loewe volvía a remover los papeles, Golder los apartó de un manotazo.

– ¡Por Dios! ¿No ha podido ordenar todo eso antes?

– Es que acabo de llegar y… y no he querido pasar por el hotel.

– Sólo faltaría -gruñó Golder.

– La ha leído bien, ¿no? -dijo Loewe carraspeando nerviosamente-. La carta del Banco Británico… Si no están cubiertos en ocho días, procederán de oficio a vender sus títulos.

– Eso ya lo veremos… Cabrones… Esto es cosa de Weille… Pero no se saldrá con la suya, lo juro. ¿A cuánto asciende mi descubierto con ellos? ¿A cuatro millones?

– Sí -respondió Loewe, y meneó la cabeza-. Ahora mismo, todo el mundo está de uñas con la Golmar. En la Bolsa circulan rumores muy pesimistas, desde que el pobre señor Marcus… Sus enemigos se han atrevido incluso a tergiversar del modo más falso y malintencionado su enfermedad, señor Golder.

Golder se encogió de hombros.

– Eso… -Eso no le sorprendía en absoluto. Y los efectos del suicidio de Marcus, aún menos. «Seguro que a Marcus le sirvió de consuelo antes de morir», pensó-. Eso no es nada -aseguró-. Hablaré con Weille. Lo que me preocupa es Nueva York. No habrá más remedio que ir. ¿De Tübingen, nada?

– Sí. Ha llegado un telegrama justo cuando salía.

– ¡Pues démelo, hombre de Dios! -«El 28 de los corrientes estaré en Londres», leyó Golder, y esbozó una leve sonrisa. Con la ayuda del viejo Tübingen, todo se arreglaría fácilmente-. Telegrafíele de inmediato que estaré en Londres el veintinueve por la mañana.

– Sí, señor. Perdone, pero… ¿entonces es verdad lo que se dice?

– ¿Y qué se dice?

– Pues… que la Tübingen le ha encargado a usted negociar con los sóviets el acuerdo sobre la concesión de Teisk, y que Tübingen le comprará las acciones y lo incorporará a la operación… ¡Oh, es un gran negocio, un negocio estupendo! ¡Y qué crédito en cuanto se sepa!

– ¿Qué día es hoy? -lo interrumpió Golder y empezó a calcular con rapidez.

«Las cuatro… Aún podría salir hoy. No, no merece la pena. El sábado. Tengo que ver a Weille en París a toda costa. Mañana. El lunes por la mañana en París; si salgo otra vez a las cuatro, el martes estoy en Londres… En cuanto a Nueva York, tengo un barco el día uno. Si pudiera evitar Nueva York… No, imposible. Sin embargo, debería estar en Moscú el quince, el veinte a más tardar. ¡Uf, qué justo viene todo! Juntó lentamente las manos y las apretó como si quisiera cascar unas nueces entre sus palmas-. Muy justo… Tendría que partirme en dos, por lo menos. En fin, ya veremos.»

Loewe le tendió una hoja repleta de nombres y cifras.

– ¿Qué es esto?

– Si es tan amable de echarle un vistazo… Son los aumentos de los empleados. ¿Lo recuerda? Hablé de ello con usted y el señor Marcus el pasado abril.

Golder examinó la lista con el ceño fruncido.

– Lamben, Mathias… Conforme. ¿La señorita Wieilhomme? ¡Ah, sí, la mecanógrafa de Marcus! Esa pelandusca que no escribe una carta a derechas. ¡No, ni hablar! A la otra sí, a la gibadita, ¿cómo se llama?

– Señorita Gassion.

– Sí, muy bien. ¿Chambers? ¿Su yerno? Pero bueno, ¿es que no le parece suficiente que le diéramos trabajo a ese imbécil? No se digna aparecer por la oficina más que dos días a la semana, cuando no tiene nada mejor que hacer. Y para lo que trabaja… Ni un céntimo más, ¿me oye? ¡Ni un céntimo!

– Pero en abril…

– En abril tenía dinero. Ahora no. ¡Si les subiera el sueldo a todos los zánganos, a todos los hijos de papá que Marcus y usted me han metido en la oficina…! Deme su lápiz.

Golder tachó con rabia varios nombres.

– ¿Y a Levine, que acaba de ser padre por quinta vez?

– ¡Me trae sin cuidado!

– Vamos, vamos, no se haga más duro de lo que es, señor Golder.

– No me gusta que la gente se las dé de generosa con mi dinero, Loewe, como hace usted. Es muy bonito prometer el oro y el moro, pero luego… Después soy yo el que tiene que apañárselas si no hay un céntimo en la caja, ¿verdad?

Golder se interrumpió. Se acercaba un tren. En el aire inmóvil se oía con toda claridad cómo iba aumentando el ruido a medida que se aproximaba. Bajó la cabeza y aguzó el oído.

– ¿Se lo pensará, verdad? Lo de Levine… Es difícil alimentar a cinco criaturas con dos mil francos al mes. Hay que compadecerse…

El tren se alejaba. Un largo pitido, debilitado, amortiguado por la distancia, atravesó el aire como una llamada, una pregunta inquietante.

– ¿Compadecerse? -exclamó Golder con súbita vehemencia-. ¿Por qué? De mí no se compadece nadie, ¿verdad? De mí nunca se ha compadecido nadie…

– Pero señor…

– ¡Sí, sí, pagar, pagar y seguir pagando! Para eso he venido yo al mundo… -Inspiró con dificultad y, con una voz más baja, decretó-: Suprima los aumentos que he tachado, ¿entendido? Y encárguese de los billetes. Nos vamos mañana.

– Me voy mañana -anunció Golder levantándose de la mesa.

– ¡Ah! -murmuró Gloria con un leve estremecimiento-. ¿Y para muchos días?

– Sí.

– ¿Estás… estás seguro de que es prudente, David? Todavía sigues enfermo.

El soltó una carcajada.

– ¿Y qué mas da? ¿Acaso tengo yo derecho a estar enfermo como todo el mundo?

– Ya está haciéndose la víctima… -masculló Gloria entre dientes.

Golder salió dando un portazo. Agitados por la corriente de aire, los candelabros de cristal de la chimenea llenaron el silencio con su argentino tintineo.

– Está nervioso -dijo Hoyos con dulzura.

– Sí. ¿Va a salir esta noche? ¿Quiere el coche?

– No, querida, gracias.

Gloria se volvió hacia el criado.

– Esta noche no necesitaré al chofer.

– Muy bien, señora.

Dejó la bandeja de plata, los licores y los cigarros sobre la mesa y se marchó.

Gloria, nerviosa, hizo el gesto de espantar los mosquitos que zumbaban suavemente alrededor de las lámparas.

– ¡Ah, qué pesadez! ¿Quieres café?

– ¿Y Joy? ¿Sabes algo de ella?

– No. -Hizo una pausa; luego, con una especie de rabia, farfulló-: ¡La culpa la tiene David! ¡Mima a esa cría como un imbécil, como un loco! ¡Y ni siquiera la quiere! ¡Ella sólo halaga su grosera vanidad de advenedizo! Porque, desde luego, es para estar orgulloso… ¡Si se comporta como una golfa! ¿Sabes cuánto dinero le dio la noche que se desmayó en el casino? Cincuenta mil francos, querido. Enternecedor, ¿verdad? Unos conocidos me describieron la escena. La niña dando vueltas por esa timba, medio dormida, con las manos llenas de fajos de billetes, como una fulana que ha engatusado a un viejo… Y a mí, siempre las mismas escenas, la misma cantinela: ¡Los negocios van mal! ¡Estoy harto de trabajar para ti!, etcétera. ¡Mira que soy desgraciada! En cuanto a Joyce…

– ¡Oh, Joyce es encantadora…!

– Ya lo sé -lo atajó Gloria.

Hoyos se levantó, se acercó a la ventana y aspiró el aire de la noche.

– Qué bien se está… ¿No le apetece bajar al jardín?

– Como quiera.

Salieron juntos. Era una hermosa noche sin luna; los grandes focos blancos de la terraza empolvaban la gravilla del paseo y las ramas de los árboles con su fría luz teatral.

– Qué bien se está, ¿verdad? -repitió Hoyos-. Sopla viento de España… Huele a canela, ¿no crees?

– No -respondió Gloria con sequedad. De pronto, tropezó con un banco-. Vamos a sentarnos. Me cansa andar en la oscuridad.

Hoyos se sentó a su lado y encendió un cigarrillo. La llama del encendedor iluminó fugazmente su rostro inclinado, sus abultados párpados, finos y arrugados como pétalos marchitos, el exquisito dibujo de sus labios, todavía jóvenes, rebosantes de vida.

– Pero bueno, ¿qué pasa? ¿Es que esta noche estamos solos?

– ¿Esperas a alguien? -dijo ella con aire ausente.

– No, a nadie en especial… pero me sorprende. Esta casa siempre está llena, como un hostal en día de feria. Y no es que me queje, ¿eh? Somos viejos, querida, y necesitamos gente y ruido a nuestro alrededor. Antes no era así, mas todo llega…

– Antes… -murmuró Gloria-. ¿Sabes cuántos años hace? Es aterrador.

– ¡Casi veinte!

– En mil novecientos uno. En el carnaval de Niza de mil novecientos uno, amigo mío. Veinticinco años.

– Sí -dijo Hoyos-. Una jovencita extranjera, perdida en la ciudad, con su canotier y un sencillo vestido… Pero eso pronto cambió.

– Entonces me querías y… Ahora lo único que te importa es el dinero, lo sé. ¡Si no tuviera dinero…!

Hoyos se encogió levemente de hombros.

– Chist, chist… No te enfades, que pareces más vieja. Y esta noche siento una gran ternura. ¿Te acuerdas de aquel salón de baile celeste y plata, Gloria?

– Sí.

Se callaron. Veían, sin duda al mismo tiempo, la calle de Niza, aquella noche de carnaval, llena de máscaras que pasaban cantando, las palmeras, la luna y los gritos de la gente en la plaza Masséna… Su juventud, la belleza de la noche, voluptuosa y fácil, como una romanza napolitana…

Hoyos agitó la mano que sostenía el cigarrillo.

– Bueno, querida, basta de evocaciones. Me hacen sentir el frío de la muerte.

– Es verdad -dijo Gloria estremeciéndose-. Cuando recuerdo aquellos tiempos… Yo quería venir a Europa. Todavía no me explico cómo consiguió David el dinero para mi viaje. Vine en tercera. Cuando veía bailar a aquellas mujeres cubiertas de joyas, desde el entrepuente… ¿Por qué llega todo tan tarde? Y aquí, en Francia… Vivía en una pequeña casa de huéspedes. Y a final de mes, cuando no había llegado el dinero de América, cenaba una naranja, en mi cuarto. Eso no lo sabías,¿eh? Fanfarroneaba. Sí, Dios sabe que no todos los días eran alegres. Pero lo que daría por esos días y por esas noches…