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Pero, de pronto, lo soltó con un gemido: la vieja boca de Golder había mordido brutalmente la carne entre las perlas.

– ¿Cómo te atreves? -aulló él con los ojos inyectados de sangre, como un perro rabioso-. ¿Cómo te atreves a exigir? ¿Que no tienes nada? ¿Y esto? ¿Y esto? ¿Y esto? -Golder sacudía con rabia el grueso collar, retorciéndolo entre los dedos mientras Gloria le hincaba las uñas en las manos, pero él no soltaba su presa-. ¡Esto, guapa, vale un millón! -farfulló medio ahogándose-. ¿Y las esmeraldas? ¿Los collares? ¿Las pulseras? ¿Los anillos? Todo lo que llevas, todo lo que te cubre de la cabeza a los pies. ¿Y dices, te atreves a decir, que no te he dado una fortuna? ¡Pues mírate bien, recubierta de joyas, podrida del dinero que me has sacado, que me has robado! ¡Tú, Havké! Cuando te conocí no eras más que una pelandusca, una muerta de hambre… ¡Acuérdate, acuérdate! ¡Corrías por la nieve con los zapatos agujereados, los dedos de los pies asomando por los rotos de los calcetines y las manos llenas de sabañones! ¡Sí, guapa, yo sí me acuerdo! Y del barco en que vinimos, y de la cubierta de los emigrantes… Y ahora, ¡Gloria Golder! ¡Con vestidos, joyas, casas y coches que he pagado yo, yo, con mi salud, con mi vida! Todo me lo has quitado, me lo has robado… Cuando compré esta casa, ¿crees que no sé que os repartisteis doscientos mil francos de comisión entre Hoyos y tú? Paga, paga, paga… De la mañana a la noche, paga, paga, paga… toda la vida. Pero ¿qué te creías, que no veía nada, que no me enteraba de nada, que no me daba cuenta de cómo te enriquecías, de cómo engordabas a mi costa, y a costa de Joy? Amasando diamantes, títulos… Hace años que eres más rica que yo, años, ¿te enteras? -Los gritos le desgarraban el pecho; se llevó las manos al cuello y empezó a toser; una tos horrible que lo sacudió de pies a cabeza, como un vendaval. Por un momento, Gloria creyó que se moría. Pero Golder aún tuvo fuerzas para espetarle, con un jadeo ronco, un jadeo de torturado que surgía del fondo de su pecho desgarrado-: ¿La casa? ¡No será tuya! ¿Me oyes? Jamás…

Y se desplomó sobre la cama, donde se quedó inmóvil y mudo, con los ojos cerrados. Se había olvidado de Gloria y sólo prestaba atención a su respiración, a aquella tos gemebunda que no se calmaba, que pasaba por su garganta como una ola, y al corazón, su viejo corazón enfermo, que aporreaba las paredes del pecho con sorda violencia.

Estuvo así largo rato. Luego, poco a poco, el ataque remitió. La tos fue debilitándose y espaciándose. Volvió la cabeza hacia su mujer y murmuró trabajosamente, con una voz baja, ahogada, extenuada:

– Confórmate con lo que tienes… Porque te juro que no me sacarás nada más. Nada.

– No hables -dijo ella impulsivamente-. Da pena oírte.

– Déjame -gruñó Golder rechazando la mano que le tendía; no soportaba el contacto de sus dedos, de sus anillos fríos-. Deja. Quiero que lo sepas de una vez para siempre. Mientras viva, de acuerdo, eres mi mujer, te he dado todo lo que he podido… Pero cuando muera no recibirás nada. ¿Me oyes? Nada, querida, aparte de lo que ya has amasado… Y aún es demasiado. Lo he arreglado para que Joyce se quede con todo. Para ti ni un céntimo. Ni el último céntimo. Nada. Nada. Nada. ¿Me oyes? ¿Me oyes bien?

Vio palidecer las mejillas de Gloria bajo el maquillaje ajado.

– Pero ¿qué dices? -replicó ella con voz sorda-. ¿Te has vuelto loco, David?

Él se enjugó el sudor que le resbalaba por la cara y la miró con expresión sombría.

– Quiero, deseo que Joyce sea libre y rica. En cuanto a ti… -Apretó las mandíbulas-. Ni esto, ¿me oyes? Ni esto.

– ¿Por qué? -preguntó ella sin pensar, con una especie de ingenuidad.

– ¿Por qué? -repitió Golder con parsimonia-. Vaya… ¿De verdad quieres saber por qué? Pues porque creo que ya he hecho bastante por ti… que ya te he enriquecido suficientemente, a ti y a tus amantes.

– ¿Qué?

Golder rió.

– ¿Ah, te sorprende? Pero seguro que ahora lo entiendes un poco mejor, ¿a que sí? Sí, tus amantes… Todos… Porjés, Lewis Wichmann y los demás… Y Hoyos, sobre todo Hoyos. ¡Ah, ése! Llevo veinte años viéndolo con sus anillos, con sus trajes, hasta con mujeres pagadas con mi dinero. Bueno, pues se acabó, ¿entendido? -Al ver que Gloria no respondía, repitió-: ¿Entendido? ¡Ah, si vieras la cara que pones…! Ni siquiera intentas mentir.

– ¿Por qué? -dijo Gloria con una especie de siseo que brotó con dificultad entre sus labios apretados-. ¿Por qué? Yo no te he engañado… Porque se engaña a un marido, a un hombre que se acuesta contigo, que te da placer… Pero tú… hace años que eres un viejo enfermo, un pingajo. Olvidas que… ¿No has contado los años? Hace más de dieciocho que no te me acercas. ¿Y antes? -Soltó una carcajada-. ¿Y antes? Ya no te acuerdas, David.

De pronto, el viejo rostro de Golder enrojeció; una oleada de sangre lo arreboló hasta la raíz del pelo e hizo que los ojos se le humedecieran. Aquella risa… No la oía desde hacía años… desde las noches en que la aplastaba en vano bajo sus labios.

– Tú tienes la culpa -murmuró, como entonces-. Nunca me has querido.

Ella rió con más fuerza.

– ¿Quererte? ¿A ti? ¿A David Golder? Pero ¿quién te quiere a ti? ¿Acaso piensas dejarle todo el dinero a tu Joyce porque imaginas que te quiere? Pues ella lo único que quiere es también tu dinero, ¡viejo imbécil! ¿Se ha ido, eh? Tu Joyce te ha dejado solo, viejo, enfermo… ¡Tu Joyce! Pero si cuando estabas enfermo, muriéndote, aquella noche, ¿recuerdas?, ella se fue a bailar. Yo al menos me quedé, por pudor, pero ¿ella? ¡Ella bailará el día de tu entierro, imbécil! ¡Ah, sí, ella te quiere, ella!

– ¡Me da igual! -trató de gritar Golder, pero su torturada voz ya no era más que un jadeo ronco, estrangulado-. Me da igual, no hace falta que me lo digas, ya lo sé, ya lo sé. Ganar dinero para los demás y después reventar, para eso he venido a este sucio mundo… Joy es una fulana como tú, lo sé, pero ella no puede hacerme daño, ella… es una parte de mí, es mi hija, todo lo que tengo en este mundo.

– ¡Tu hija…! -Gloria se había dejado caer en la cama y se retorcía, agitada por una estentórea risa de loca-. ¿Tu hija? ¿Estás seguro? Eso no lo sabes, ¿eh?, tú, que sabes tanto… Pues no es tuya, ¿me oyes? Tu hija no es tuya. Es de Hoyos, ¡imbécil! Pero ¿no has visto cómo se le parece, cómo lo quiere? Porque te aseguro que ella lo adivinó hace mucho tiempo… ¡Nunca te has dado cuenta de cómo nos reímos cuando besas a tu Joyce, a tu hija! -Se interrumpió. Golder no se movía, no respondía. Se inclinó sobre él. Entonces su marido se llevó las manos a la cara-. David… no es verdad. Oye…

Pero no la escuchaba. Se apretaba las manos contra la cara con una especie de vergüenza y no decía nada. No la oyó levantarse, detenerse un instante en el umbral, no la vio mirarlo…

Por fin, lo dejó solo.

Poco después, Golder se levantó y se arrastró penosamente hasta el cuarto de baño. Tenía sed. Buscó la jarra de agua hervida preparada para la noche, pero no la encontró. Abrió los grifos de la bañera y se mojó las manos y la cara. Se irguió poco a poco. Le temblaban las rodillas como a un caballo viejo que se ha caído medio muerto e intenta levantarse para escapar de la fusta.

La brisa de la noche, más fresca, penetraba por la ventana, a la que se acercó maquinalmente y miró fuera sin ver, adelantando la cabeza como un ciego. Luego sintió frío y volvió al interior de la habitación.

Pisó los cristales rotos, soltó una blasfemia, observó con indiferencia la sangre que manaba de sus pies descalzos y volvió a acostarse. Estaba tiritando. Se ciñó las mantas, se tapó hasta el cuello y hundió la frente en la almohada. Estaba exhausto. «Voy a dormir, a olvidar. Mañana pensaré… mañana.» ¿Mañana? ¿Y qué podía hacer? No había nada que hacer. Nada. Hoyos, ese sucio macarra. Y Joyce…

– ¡Es cierto que se le parece! -exclamó de pronto con desesperación.

Pero se calló de inmediato y apretó los puños. «Cómo lo quiere. ¿Nunca te has fijado? -había dicho Gloria-. Hace mucho que lo adivinó.»

Joyce lo sabía, se burlaba de él, le hacía arrumacos para sacarle dinero. Golfa, golfa…

– No me merecía esto… -murmuró con esfuerzo y la boca seca.

Cuánto la había querido, qué orgulloso estaba de ella, cómo se habían reído todos de él… Una hija, suya… ¡Pobre imbécil! ¿Cómo había podido creer que tenía algo en este mundo? Su destino: trabajar toda la vida para al final quedarse solo, desnudo, con las manos vacías… ¡Una hija! Pero si a los cuarenta ya era un viejo y estaba frío como un muerto… La culpa era de Gloria, que siempre lo había odiado, despreciado, rechazado. Aquella risa… Porque era feo, torpe, tosco… Y al principio, cuando eran pobres, ¡cuánto miedo tenía a quedarse embarazada! «David, estate atento, David, ten cuidado, como me dejes preñada me mato.» ¡Valientes noches de amor! Y después… Sí, ahora sí se acordaba, se acordaba perfectamente. Hacía diecinueve años. Hizo recuento. Fue en 1907. Diecinueve años. Ella estaba en Europa y él, en América. Unos meses antes, por primera vez, había ganado dinero, mucho dinero, en un negocio relacionado con la construcción. Pero había vuelto a quedarse sin nada. Ella estaba sola en algún lugar de Italia. De vez en cuando, un breve telegrama: «Necesito dinero.» Siempre lo conseguía para ella. ¿Cómo? ¡Ah! Un marido judío debe apañárselas…

Unos financieros americanos habían fundado una compañía para construir una línea ferroviaria en el Oeste, una región terrible, de llanuras, pantanos… A los dieciocho meses, el dinero se había evaporado y todos se habían ido marchando uno a uno. Entonces, él tomó las riendas del negocio. Encontró capital, fue allí y se quedó… Cuando ponía sus fuertes y pesadas manos en un asunto, no lo soltaba así como así.

Vivía en una cabaña de tablas podridas, como los obreros. Era la época de las lluvias. El agua chorreaba por las paredes y goteaba del techo, y cuando caía la noche los enormes mosquitos de los pantanos zumbaban sin pausa. Todos los días moría alguien a causa de las fiebres. Para no interrumpir el trabajo, los enterraban por la noche. Los ataúdes esperaban todo el día bajo lonas mojadas, relucientes, que crepitaban bajo la lluvia y el viento.