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Y allí se presentó Gloria un buen día, con sus pieles, sus uñas pintadas y sus tacones de aguja, que se hundían en el barro.

Aún recordaba su llegada, cómo entró en su cabaña, cuánto le costó abrir aquel ventanuco de cristales mugrientos. Fuera croaban las ranas. Era un atardecer de otoño, con un cielo rojo oscuro, casi negro, que se reflejaba en los pantanos. Bonito espectáculo. Un poblado miserable. Olor a madera húmeda, a barro, a agua sucia… «Estás loca. ¿A quién se le ocurre? -le repetía él-. Vas a coger las fiebres… Lo que me faltaba, cargar con una mujer.» «Me aburría, quería verte, somos marido y mujer, vivimos como extraños, cada uno en un extremo del mundo.» Después: «¿Dónde vas a dormir?» No había más que una cama de campaña, estrecha y dura. Ella había bajado la voz y había dicho: «Contigo, David.» Sabe Dios que aquella noche no quería nada de ella. Estaba embrutecido por el cansancio, el trabajo, la falta de sueño, la fiebre… Aspiraba casi con miedo su perfume, cuyo aroma ya había olvidado. «Estás loca, estás loca», le repetía mientras ella pegaba a él su cuerpo ardiente y murmuraba con odio entre los dientes apretados: «Pero ¿es que no sientes nada? ¿Ya no eres un hombre? ¿No te da vergüenza?» ¿No sospechó nada, entonces? Golder ya no se acordaba. A veces cierras los ojos, vuelves la cabeza, te niegas a ver… ¿Para qué, si no se puede hacer nada? Y después se olvida. Aquella noche, Gloria se apartó de él con aquel gesto cansado, satisfecho, de animal ahíto… Se durmió atravesada en la cama, con los brazos en cruz, respirando con fuerza, como si tuviera una pesadilla. Él se levantó y trabajó, como todas las noches. El quinqué vacilaba y humeaba, fuera llovía, las ranas croaban bajo la ventana.

Unos días después, ella se marchó. Ese año nació Joyce. Claro.

«Joy… Joy…» Golder repetía su nombre estúpidamente, con un sollozo ronco y seco, como el grito de un animal. A ella la había querido. Su pequeña, su niña… Se lo había dado todo. Pero ella no lo quería, se restregaba contra él como las fulanas que abrazan y besuquean al viejo que las mantiene… Ella sabía que no era su padre. El dinero, sólo el dinero. ¿Se habría marchado como lo había hecho, si no? Y cuando la besaba y ella apartaba la cara… «¡Oh, dad, me vas a quitar los polvos!» Se avergonzaba de él, un hombre torpe y vulgar, carente de modales… Una humillación insufrible estrujaba el corazón de Golder. Una gruesa y ardiente lágrima rebosó lentamente de sus ojos hinchados y resbaló por su mejilla. La borró con un puño tembloroso. Llorar por esa… por esa golfa, ¡él, David Golder! «Se ha ido, te ha dejado solo, enfermo…» Pero, al menos, esta vez no le había sacado ni un céntimo. Con una satisfacción aguda, salvaje, recordó que Joyce se había ido con las manos vacías. «Tenía que haberla abofeteado, amigo mío», le había dicho Hoyos. ¿Para qué? La mejor venganza era aquélla. Habían olvidado que el dinero era suyo y que mañana, si quería, se morirían de hambre, todos… Decía «todos», pero sólo pensaba en Joyce. No tendría nada, ni un céntimo, ¡ni esto!, se dijo haciendo chasquear una uña con rabia entre los dientes. ¡Ah, habían olvidado quién era él! Un pobre hombre enfermo, moribundo, engañado, ridículo, ¡pero también David Golder! En Londres, en París, en Nueva York, cuando se nombraba a David Golder, la gente pensaba en un viejo y duro judío que había sido odiado y temido toda su vida, que había aplastado a todos los que se habían cruzado en su camino. «Canallas, más que canallas… Ya les enseñaré yo antes de morir… si, como dice ella, hay que morir.» Sus temblorosas manos tropezaban en los pliegues de la colcha. Miró con una especie de piedad desesperada sus gruesos dedos, agitados por la fiebre. «¿Qué han hecho conmigo?» Cerró los ojos y pensó con odio: «Gloria.» Sus perlas, resbaladizas y frías como un amasijo de serpientes enredadas… Y la otra, la pequeña ramera… «Pero ¿qué son sin mí? Nada, sólo basura.»

– He trabajado… he matado -dijo con una voz extraña, y se interrumpió, retorciéndose lentamente las manos-. Sí, maté a Marcus, lo sé… ¡Vamos, lo sabes muy bien! -se dijo con voz lúgubre-. Y ahora… ahora se imaginan que voy a seguir, que voy a trabajar como un animal hasta que reviente, ¡por Dios! -Soltó una risa seca como una tos ahogada-. La vieja loca… y la otra, la… -Apretó los dientes y masculló una maldición en yiddish-. No, guapa, se acabó, se acabó para siempre, ¿te enteras?

Había amanecido. Golder oyó un ruido al otro lado de la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó con aire ausente.

– Un telegrama, señor.

– Pase.

El criado se detuvo, sorprendido.

– ¿El señor está enfermo?

Golder no respondió. Cogió el telegrama y lo leyó: «Necesito dinero. Joyce.»

– Si el señor quiere responder-murmuró el criado, que lo miraba con curiosidad-, el telegrafista sigue abajo…

– ¿Cómo? -dijo Golder lentamente-. No… no hay respuesta…

Volvió a tumbarse, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Así lo encontró Loewe, horas después. No se había movido. Resollaba con una expresión de doloroso esfuerzo, con la cabeza echada atrás y los labios abiertos, temblorosos, descoloridos por la fiebre y la sed.

Se negó a levantarse, a contestar; no dijo una palabra, una orden. Parecía medio muerto, fuera del mundo. Loewe le puso en la mano cartas con peticiones de créditos, de aplazamientos, de ayuda, pero sus dedos inertes se derrumbaban sin firmar una y otra vez sobre la cama.

Loewe se marchó esa misma noche, aterrado. Tres días después, el desastre financiero de David Golder se consumaba en la Bolsa, arrastrando consigo otras fortunas, como una riada indiferente.

Esa noche, Joyce y Alec dormían cerca de Ascain. Hacía diez días que habían salido de Madrid y ahora vagaban por los Pirineos, incapaces ambos de arrancarse de los brazos del otro.

Casi siempre conducía ella, mientras Alec y Jill dormitaban medio aturdidos por el sol. Al caer la noche, paraban a cenar en el jardín de algún hostal lleno de enamorados, de acordeones, de racimos de glicinas… Los farolillos de papel aceitado titilaban entre las ramas, y a veces empezaban a arder con vivas llamas doradas que lamían las hojas y llenaban el aire de cenizas negras. Acodados a una mesa coja, atendidos por una chica con el moño sujeto con un pañuelo oscuro, los dos adolescentes bebían vino y se acariciaban. Luego subían a pasar la noche en habitaciones austeras y frescas, hacían el amor, dormían y volvían a marcharse al día siguiente.

Esa tarde, iban camino de Ascain por una carretera de montaña. El poniente pintaba las casas del pueblecito de un rosa suave, como de peladilla.

– Mañana -dijo Alec-, la vuelta. Lady Rovenna…

– ¡Oh! -gruñó Joy-. ¡Qué mujer más horrible, más fea, más mala…!

– De algo hay que vivir. Cuando estemos casados, sólo me acostaré con chicas guapas -repuso él riendo, y posó la mano en la delicada nuca de ella-. Joy… sabes que sólo te deseo a ti. Sólo a ti…

– Sí, ya lo sé -dijo ella con despreocupación, adelantando sus hermosos labios pintados en un mohín triunfal-. Claro que lo sé.

La oscuridad iba extendiéndose a su alrededor. En el paisaje de los Pirineos, las tranquilas nubecillas de la tarde empezaban a descender hacia el fondo de los valles, donde pasarían la noche. Joyce detuvo el coche ante la puerta del hostal. La dueña salió a abrirles la portezuela.

– ¿Una habitación con cama grande, señora, señor? -les preguntó sonriendo.

Les dio una habitación espaciosa con suelo de madera clara y una cama enorme, alta y maciza. Joyce corrió a echarse cuan larga era sobre la colcha floreada.

– Alec… ¡ven!

Él se inclinó sobre ella.

Un poco más tarde, Joy gimió:

– Mosquitos… mira…

Daban vueltas a ras del techo alrededor de la lámpara encendida. Alec se apresuró a apagarla. La noche había caído repentina y solapadamente mientras se amaban. Bajo las ventanas, en el pequeño jardín lleno de girasoles, se oyó correr el agua de una fuente.

– ¿Y el vino blanco que iban a enfriar? -dijo Alec con los ojos brillantes-. Tengo hambre y sed.

– ¿Qué habrá para cenar?

– He pedido cangrejos y vino; pero, aparte de eso, tendremos que conformarnos con el menú, preciosa. ¿Sabes que nos quedan quinientos francos? Nos hemos gastado cincuenta mil en diez días. Si tu padre no te manda nada…

– Cuando pienso que dejó que me marchara sin un céntimo… -refunfuñó Joy con rencor-. Nunca se lo perdonaré. Si no hubiera sido por el viejo Fischl…

– Pero, a cambio de esos cincuenta mil, ¿qué te pidió exactamente el viejo Fischl? -preguntó Alec con malicia.

– ¡Nada! -exclamó ella-. ¡Te lo juro! ¡Sólo de pensar que podría tocarme con sus asquerosas manos me dan ganas de vomitar! ¡Eres tú, canalla, tú, quien se acuesta con viejas como lady Rovenna por dinero!

Joy le atrapó el labio con los dientes y se lo mordió con fuerza, como si fuera una fruta.

Alec soltó un grito.

– ¡Ah! Me has hecho sangre, mal bicho…

Ella rió en la oscuridad.

– Anda, vamos…

Salieron al jardín, con Jill pisándoles los talones. Estaban solos; el hostal parecía desierto. En el cielo todavía claro, una luna enorme y amarilla asomaba entre los árboles. Joy levantó la tapa de la humeante sopera y aspiró el aroma con un gruñido de placer.

– ¡Oh, qué bien huele! Dame tu plato… -Le sirvió de pie; estaba tan rara, maquillada, con los brazos desnudos y el collar de perlas echado hacia atrás, que Alec empezó a reírse-. ¿Qué pasa?

– ¡No, nada! Me hace gracia… No pareces una mujer.

– Una joven -lo corrigió ella con una mueca.

– No consigo imaginarte de pequeña… ¿No viniste al mundo cantando y bailando, con los ojos pintados y los anillos puestos? ¿Seguro? ¿Sabes cortar el pan? Porque quiero un trozo.

– No, ¿y tú?

– Yo tampoco.

Llamaron a la chica, que cortó en rebanadas la dorada hogaza apoyándosela contra el pecho. Con la cabeza echada atrás, Joy la miraba distraídamente, estirando con indolencia los brazos desnudos.