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Volvió con brusquedad la cabeza hacia el gran espejo encima de la sobria chimenea y observó con desazón sus tensas y demacradas facciones, veteadas de manchas azuladas, y los dos pliegues a ambos lados de la boca, profundamente marcados en la espesa carne, como mofletes flácidos de un perro viejo.

– Estás envejeciendo, Golder, estás envejeciendo… -gruñó con rabia.

Desde hacía dos o tres años, se cansaba enseguida. «Ante todo -pensó-, mañana me marcho. Ocho o diez días de descanso en Biarritz, y que me dejen tranquilo. Si no, exploto.» Cogió el calendario, lo puso de pie sobre el escritorio, apoyado en el marco dorado del retrato de una jovencita, y lo hojeó. Estaba repleto de nombres y números. La fecha del 14 de septiembre aparecía subrayada con un trazo de tinta. Ese día, Tübingen lo esperaba en Londres. Eso suponía apenas una semana en Biarritz. Después, Londres, Moscú, otra vez Londres, Nueva York. Soltó un débil gemido de irritación, miró fijamente la foto de su hija, suspiró y luego apartó la mirada y se frotó lentamente los doloridos ojos, enrojecidos por el cansancio. Había llegado de Berlín ese mismo día, y hacía tiempo que ya no dormía como antes en los coches cama.

No obstante, se levantó maquinalmente para ir al club, como de costumbre; pero se dio cuenta de que eran más de las tres. «Voy a acostarme -se dijo-. Mañana, otra vez al tren…» En ese momento descubrió el fajo de cartas para firmar en un ángulo del escritorio. Se sentó de nuevo. Todas las noches revisaba el correo preparado por los secretarios. Un hatajo de asnos, aunque los prefería así. Sonrió pensando en el de Marcus, Braun, un jovencito judío de ojos ardientes, que le había vendido el proyecto de contrato con la Amrum. Empezó a leer inclinando bajo la lámpara los espesos cabellos canos, antaño rojos, que aún conservaban en las sienes y la nuca un resto del vivo color del fuego, como brasas sepultadas bajo la ceniza.

De pronto, junto a la cabecera de la cama, el teléfono prorrumpió en una sucesión de chillones e interminables timbrazos. Pero Golder seguía dormido; por las mañanas tenía un sueño pesado y profundo como la muerte. Al fin, abrió los ojos mientras lanzaba un gemido sordo y cogió el auricular:

– ¿Diga…? ¿Diga…?

Durante un instante siguió exclamando «¿Diga?» sin reconocer la voz de su secretario.

– Señor Golder… -oyó al fin-. Muerto… El señor Marcus ha muerto. -Golder no respondió-. ¿Oiga? ¿Me oye? El señor Marcus ha muerto.

– Muerto… -repitió Golder lentamente, sintiendo que un leve y extraño escalofrío recorría sus hombros-. Muerto… No puede ser…

– Ha ocurrido esta noche, señor. En la rue Chabanais… Sí, en una casa de… Se ha pegado un tiro en el pecho. Dicen…

Golder dejó lentamente el auricular entre las sábanas y lo tapó con la manta, como si quisiera ahogar la voz que seguía zumbando como un moscardón atrapado.

Al final, la voz cesó. Golder tocó el timbre.

– Prepáreme el baño -le dijo al criado que entró con el correo y la bandeja del desayuno-. Con agua fría.

– ¿Pongo en la maleta el esmoquin del señor?

Golder frunció el ceño con nerviosismo.

– ¿Qué maleta? ¡Ah, sí, Biarritz…! No lo sé, me iré mañana, quizá, o más tarde, no lo sé… -Maldijo entre dientes y murmuró-: Tendré que ir a su casa, mañana… El martes será el entierro, seguro… ¡Por Dios!

En la habitación contigua, el criado estaba llenando de agua la bañera. Golder bebió un sorbo de té hirviente y empezó a abrir cartas al azar, pero luego las arrojó todas al suelo y se levantó. En el cuarto de baño se sentó, se tapó las rodillas con los faldones de la bata y se quedó mirando el chorro del grifo con expresión absorta y malhumorada, mientras jugueteaba maquinalmente con las borlas del ceñidor de seda.

– Muerto… muerto… -Poco a poco, iba invadiéndolo un sentimiento de cólera. Se encogió de hombros y masculló con rabia-: Muerto… ¡Será posible! Si yo…

– El baño está listo, señor -dijo el criado.

Una vez solo, Golder se acercó a la bañera, sumergió la mano en el agua y la mantuvo allí; todos sus movimientos eran extraordinariamente lentos y vagos, inacabados. El agua fría le helaba los dedos, el brazo, el hombro, pero él permanecía inmóvil; con la cabeza agachada, miraba atónito el reflejo de la bombilla del techo, que brillaba y temblaba en el agua.

– Si yo… -repetía.

Viejos recuerdos olvidados, oscuros, extraños, emergían de las profundidades de su memoria. Toda una vida, dura, ajetreada, difícil… Hoy, la riqueza; mañana, nada. Y otra vez a empezar… Desde luego, si a él le hubiera dado por ahí, hace tiempo que… Se incorporó, se sacudió el agua, se acercó a la ventana y extendió alternativamente sus heladas manos hacia el calor del sol. Meneaba la cabeza y decía en voz alta:

– Sí, ya lo creo, en Moscú, por ejemplo, o en Chicago…

Y su mente, poco ducha en ensoñaciones, recomponía el pasado por medio de breves imágenes pobres e inconexas. Moscú… cuando no era más que un muchacho judío flaco y pelirrojo de ojos claros y penetrantes, con las botas agujereadas y los bolsillos vacíos. Dormía en los bancos, en las plazas, durante esas oscuras noches a comienzos de otoño, tan frías… Cincuenta años después, todavía le parecía sentir en la médula la penetrante humedad de las primeras nieblas, densas y blancas, que se adhieren al cuerpo y dejan una especie de escarcha rígida y helada en la ropa. Las tormentas de nieve en marzo, el viento…

Y Chicago… Aquel pequeño bar, el gramófono que crepitaba y gangueaba un viejo vals europeo, aquella sensación de hambre devoradora, mientras el calor y los olores de la cocina le daban en la cara. Cerró los ojos y volvió a ver con asombrosa precisión el rostro reluciente de un negro borracho o enfermo que gemía en un rincón, tumbado en una banqueta, ululando quejumbrosamente como un búho. Y también… Ahora le ardían las manos. Apoyó las palmas en el cristal con precaución, después las retiró, movió los dedos y se las frotó con suavidad.

– Idiota -murmuró como si el muerto pudiera oírlo-, idiota, ¿por qué lo has hecho?

Golder pasó un buen rato buscando a tientas ante la puerta de Marcus; sus manos fofas y frías palpaban la pared sin conseguir dar con el timbre. Cuando entró, miró alrededor con una especie de terror, como si esperara ver al muerto de cuerpo presente allí mismo, preparado para que se lo llevaran. Pero en el vestíbulo sólo había rollos de tela negra en el suelo y, en los sillones, ramos de flores atadas con cintas de muaré violeta tan anchas y largas que arrastraban por la alfombra sus leyendas en letras doradas.

Alguien llamó al timbre a espaldas de Golder, y el criado entreabrió la puerta y recogió una tupida y enorme corona de crisantemos rojos, que se colgó del brazo, como si fuera el asa de un cesto. «Tendría que haber mandado flores», pensó Golder.

Flores a Marcus… Se imaginó el abotargado rostro, la mueca de los labios, y las flores, como si fuera una novia…

– Si el señor es tan amable de esperar un momento en el salón… -le susurró el criado-. La señora está con… -Esbozó un gesto vago, apurado-. Con el señor, con el cuerpo…

Le acercó una silla y salió. En la habitación contigua, dos voces se fundían en un murmullo confuso, misterioso, como los bisbiseos de un rezo. Paulatinamente, fueron subiendo de tono. Golder oyó que decían:

– La primera clase extra incluye el coche decorado con cariátides, con galería plateada, imperial y cinco penachos, y el ataúd de ébano, con cuarterones, ocho asas plateadas y cinceladas e interior en satén acolchado. A continuación, tenemos la primera clase tipo A, con ataúd de caoba barnizada.

– ¿Cuánto? -murmuró una voz de mujer.

– Veinte mil doscientos con el ataúd de caoba. La primera clase extra son veintinueve mil trescientos.

– No, no. No quiero gastarme más de cinco o seis mil. De haberlo sabido, me habría dirigido a otra funeraria. El ataúd puede ser de roble normal, si va cubierto de una colgadura lo bastante ancha.

Golder se levantó bruscamente. El tono de voz bajó de inmediato y volvió a convertirse en un cuchicheo monótono y solemne.

– Pero qué absurdo es todo esto, qué absurdo… -murmuró Golder apretando el pañuelo, que anudaba y retorcía maquinalmente entre los dedos.

No encontraba otras palabras… No las había. Era absurdo, absurdo… Ayer Marcus estaba frente a él, gritando, respirando, y ahora… Ya ni siquiera lo nombraban. El cuerpo… «¿Es él, ya, o es esa porquería de flores? -se preguntó al percibir horrorizado el olor denso y dulzón que colmaba la sala-. ¿Por qué lo ha hecho? Matarse, a su edad, como una modistilla… -se preguntó como asqueado-. Por dinero.» Cuántas veces lo había perdido él todo y había hecho como los demás, volver a empezar. Así era la vida.

– Y en ese asunto de Teisk había una posibilidad entre cien de ganar -dijo de pronto en voz alta, con pasión, como poniéndose en el lugar de Marcus-. Con la Amrum detrás, ¡el muy imbécil!

Febrilmente, imaginó las combinaciones más diversas. «En los negocios nunca se sabe, hay que volver y volver, roer el hueso hasta la médula, pero ¿suicidarse? ¿Piensa hacerme esperar mucho?», se dijo con irritación.

La señora Marcus entró en el salón. Su escuálido rostro, de nariz huesuda y aguileña, era amarillento y opaco como un asta; sus brillantes y redondos ojos sobresalían bajo las cejas, claras, ralas y alineadas de un modo extraño, desigual y muy altas.

Avanzó en silencio a pasitos cortos y rápidos, estrechó la mano de Golder y se quedó como esperando. Pero él, que tenía un nudo en la garganta, no dijo nada. Con un extraño rechinar de dientes, parecido a una risita irritada o un sollozo ahogado, la señora Marcus murmuró:

– Claro. Usted no se lo esperaba… Esta locura, este ridículo, este escándalo… Bendigo al Señor por no habernos dado hijos. ¿Sabe cómo ha muerto? En una casa de mala nota de la rue Chabanais, con unas golfas. Como si la ruina no fuera suficiente -concluyó llevándose el pañuelo a los ojos.

El brusco movimiento levantó la gasa y dejó al descubierto un collar de gruesas perlas de tres vueltas alrededor del largo y arrugado cuello, que agitaba a sacudidas, como una vieja ave de presa.