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Golder la miró y esbozó una débil sonrisa, apenas un temblor enseguida reprimido.

– Qué cariñoso se siente uno cuando no tiene dinero, ¿eh? Es la primera vez que te veo así, hija mía.

«¡Y la última!», pensó, pero no lo dijo. Se limitó a rozarle con los dedos los párpados y el cuello lenta, repetidamente, como si los modelara para conservar más tiempo su imagen.

– «Ambas partes aceptan concluir el acuerdo, en lo concerniente a las concesiones, en un plazo de treinta días, a partir de la ratificación del presente contrato…»

Los diez hombres sentados alrededor de la mesa miraron a Golder.

– Sí, continúe -murmuró él. -«En las siguientes condiciones…»

Golder agitó con nerviosismo la mano ante su cara para disipar la densa y molesta humareda. Había momentos en que el rostro del hombre que leía frente a él, pálido, anguloso y chupado en torno al agujero negro de la boca, apenas le parecía nítido, una mancha de color medio disuelta en el humo. El olor del fuerte tabaco ruso, el cuero y el sudor impregnaba el ambiente.

Los diez hombres llevaban todo un día intentando ponerse de acuerdo sobre la redacción definitiva del contrato. Y las conversaciones previas habían durado dieciocho semanas.

Golder se miró la muñeca, pero el reloj se le había parado. Echó un vistazo a la ventana. Tras los polvorientos cristales, el sol se alzaba sobre Moscú. La mañana de agosto era muy hermosa, pero tenía ya la pura transparencia helada de las primeras albas otoñales.

– «El gobierno soviético otorgará a la Tübingen Petroleum Co. una concesión equivalente al cincuenta por ciento de los terrenos petrolíferos comprendidos entre la región de Teisk y la llanura denominada de los Aroundgis, descritos en el memorándum presentado por el representante de la Tübingen Petroleum Co. con fecha del dos de diciembre de mil novecientos veinticinco. Los campos petrolíferos concedidos en las mencionadas condiciones tendrán una superficie rectangular cuya extensión no excederá de las cuarenta deciatinas, y no serán colindantes…»

Golder hizo un gesto.

– ¿Puede volver a leer ese último punto, por favor? -pidió frunciendo los labios.

– «Los campos petrolíferos concedidos…»

«Ajá -pensó Golder, exasperado-. Eso no lo habíamos hablado. Esperan hasta el último minuto para colar sus malditas cláusulas equívocas, que parecen carecer de significado preciso. Todo, para tener una excusa que más tarde les permita romper el acuerdo, cuando ya has adelantado el dinero de los primeros gastos… Dicen que con la Amrum hicieron lo mismo.»

Recordó haber leído en su día una copia del acuerdo con la Amrum encontrada entre los papeles de Marcus. Los trabajos debían iniciarse en determinada fecha. Aunque de forma oficiosa, los rusos le habían prometido al representante de la Amrum que el plazo podría prorrogarse, pero luego habían anulado el contrato. La broma le había costado a la Amrum varios millones.

«¡Hatajo de cerdos!», gruñó para sus adentros, y pegó un puñetazo en la mesa.

– ¡Tache eso de inmediato!

– ¡No! -gritó una voz.

– Pues no firmo.

– Pero ¡mi muy querido David Issakitch…! -exclamó el hombre que leía. El acento ruso, meloso y cantarín, y las fórmulas eslavas, obsequiosas y acariciantes, contrastaban de un modo extraño con su macilento y duro rostro, en el que brillaban unos ojillos rasgados, vivaces, penetrantes y crueles-. No diga eso, mi muy querido amigo Goloubtchik… -repitió abriendo los brazos, como si quisiera estrechar a Golder contra su pecho-. Sabe usted perfectamente que esa cláusula no tiene ningún significado especial. No sirve más que para calmar las legítimas inquietudes del proletariado, que no podría ver sin desconfianza que una parte del territorio soviético pasara a manos de los capitalistas sin asegurarse…

Golder se encogió de hombros con brusquedad.

– ¡Basta! No me venga con ésas. ¿Y la Amrum? ¿Eh? Además, no tengo autoridad para firmar una cláusula que no ha sido ni leída ni aprobada por la compañía… ¿Queda claro, Simon Alexeevitch?

Simon Alexeevitch cerró el informe y, en un tono totalmente distinto, declaró:

– ¡Muy bien! Entonces, esperaremos a que la compañía la apruebe o la rechace.

«Así que es eso -pensó Golder-. Quieren alargar la cosa. ¿No será que la Amrum…?» Echó atrás la silla ruidosamente y se levantó.

– No esperaré nada, ¿me oyen? ¡Nada! ¡O firmamos ahora o nunca! Ustedes verán… ¡Díganme sí o no, pero de inmediato! Porque no pienso quedarme en Moscú ni una hora más, eso se lo aseguro. ¡Vámonos, Valleys! -dijo volviéndose hacia el secretario de la Tübingen, que llevaba treinta y seis horas sin dormir y lo miraba con una especie de desesperación. ¿Es que iban a empezar desde el principio otra vez por aquella insignificancia, Dios mío? Las discusiones, los gritos y el viejo Golder, con aquella voz torturada, sobrecogedora, que en algunos momentos no era más que un borboteo ininteligible, como si tuviera la garganta llena de sangre…

«¿Cómo puede gritar de ese modo? -se preguntó Valleys, horrorizado-. ¿Y los demás?»

En esos momentos, arremolinados en una esquina de la sala, todos daban voces destempladas, en las que Valleys sólo distinguía las frases «intereses del proletariado» y «tiranía del capitalismo explotador», que se lanzaban a la cara diez veces por segundo como puñetazos.

Golder, con el rostro congestionado, aporreaba frenéticamente la mesa con la mano abierta, haciendo volar por los aires los papeles que la cubrían. Valleys tenía la sensación de que el corazón del anciano estallaría en cualquier momento.

– ¡Valleys! ¡Andando!

El secretario se estremeció y se levantó de un brinco.

Su jefe pasó junto a él como un vendaval, arrastrando tras sí a los rusos, que gesticulaban y vociferaban. Valleys ya no entendía una palabra. Siguió a Golder como en una pesadilla. Ya habían llegado a la escalera, cuando uno de los miembros de la comisión, el único que no se había movido de su asiento, se levantó y fue en su busca. Tenía un rostro extraño, achatado y cuadrado, casi de chino, y la tez de un moreno oscuro que recordaba el de la tierra seca. Era un ex presidiario. Las aletas de su nariz estaban horriblemente mutiladas.

Golder pareció calmarse. El ruso le habló al oído. Luego, regresaron juntos a la sala y volvieron a sentarse. Simon Alexeevitch reanudó la lectura:

– «El gobierno soviético recibirá un porcentaje del cinco por ciento sobre la producción anual de petróleo, que puede estimarse aproximadamente en unas treinta mil toneladas. Por cada diez mil toneladas que excedan de esa cantidad, el porcentaje se incrementará en un cero coma veinticinco por ciento, hasta llegar al rendimiento anual de cuatrocientas treinta mil toneladas, momento en que los derechos del gobierno soviético se elevarán al quince por ciento. El Tesoro soviético recibirá también un canon equivalente al cuarenta y cinco por ciento del petróleo de los pozos activos y un porcentaje sobre el gas, que oscilará entre el diez y el treinta y cinco por ciento, según la gasolina que contenga…»

Ahora Golder escuchaba sin rechistar, con una mejilla apoyada en la mano y los párpados entornados. Valleys pensó que se había dormido: tenía la cara pálida y flácida, con las comisuras de los labios caídas y la nariz afilada, como los muertos.

Valleys sopesó con la mirada las hojas mecanografiadas del contrato que sostenía Simon Alexeevitch. «Esto no acabará nunca», pensó con desánimo.

De pronto, Golder se inclinó hacia él.

– Abra la ventana de ahí atrás… -le susurró-. Rápido… me ahogo… -Valleys lo miró sorprendido-. ¡Abra! -volvió a ordenar sin apenas abrir la boca.

El secretario se apresuró a empujar los batientes y volvió junto a Golder, temiendo que se cayera de la silla.

Mientras tanto, Simon Alexeevitch seguía leyendo:

– «La sociedad Tübingen Petroleum podrá explotar todos los productos brutos y refinados sin pagar derechos ni solicitar autorización especial. Asimismo, podrá importar sin ningún gravamen las máquinas, herramientas y materias primas necesarias para sus operaciones y los productos de primera necesidad para los trabajadores…»

– Voy a decirle que pare, señor Golder -balbuceó Valleys precipitadamente-. No está usted en condiciones… está lívido.

Golder le agarró la mano con fuerza.

– Cállese… no me deja oír… ¡Cállese de una vez, por el amor de Dios!

– «Las cantidades que deberán abonarlos concesionarios al gobierno soviético oscilarán entre el cinco y el quince por ciento del rendimiento total de los campos petrolíferos y podrán elevarse al cuarenta por ciento del rendimiento de los pozos activos…»

Golder soltó una queja inarticulada y encorvó el cuerpo sobre la mesa. Simon Alexeevitch se interrumpió.

– Les hago notar que, en lo relativo a los pozos activos, la segunda subcomisión, cuyo informe puedo proporcionarles, estima…

Valleys notó que la mano helada de Golder buscaba la suya bajo la mesa y la agarraba convulsivamente. Sin vacilar, le apretó los dedos con fuerza. En ese momento, recordó de forma imprecisa que en cierta ocasión le había sujetado la mandíbula, rota y ensangrentada, a un setter agonizante. ¿Por qué aquel viejo judío le recordaba tan a menudo a un perro moribundo que da sus últimas boqueadas pero aún se revuelve con un gruñido feroz, dispuesto a morder, a soltar una última y rabiosa dentellada?

– Su nota a la cláusula veintisiete… -estaba diciendo Golder-. Nos ha hecho gastar saliva durante tres días… ¿Es que vamos a empezar otra vez? Siga…

– «La sociedad Tübingen Petroleum puede construir edificios, refinerías, conductos y todo cuanto sea necesario para sus trabajos. Las concesiones tendrán una duración de noventa y nueve años…»

Golder había soltado la mano de Valleys y, encorvado, medio echado sobre el hule manchado de tinta, se aflojaba la ropa sobre el pecho y se lo arañaba con las uñas, como si quisiera dejar los pulmones al descubierto. Con manos temblorosas, se apretaba el corazón con el salvaje e instintivo encarnizamiento del animal enfermo que restriega contra el suelo la parte que le duele. Estaba blanco como la pared. Valleys veía resbalar por su rostro las gotas de sudor, gruesas y abundantes como lágrimas.