Casi sin querer, Golder extendió la mano hacia el picaporte, pero la dejó caer. ¡Hacía cuarenta y ocho años! Se encogió de hombros y siguió su camino.
«¿Y si me hubiera quedado?»
Rió por lo bajo. ¿Quién sabía? Gloria, cuidando de la casa y friendo tortas en grasa de oca los viernes por la noche…
– La vida… -murmuró débilmente.
Era extraño que al cabo de tantos años hubiera vuelto a aquel rincón perdido de la tierra.
El puerto: lo reconoció como si se hubiera marchado el día anterior. El pequeño edificio medio en ruinas de la aduana. Barcas varadas, encalladas en la arena negra, basta, salpicada de carbonilla y desperdicios… El agua verde, espesa, cenagosa, cubierta como antaño de corteza de sandía y animales muertos. Subió a bordo de un pequeño vapor griego que antes de la guerra hacía la travesía entre Batum y Constantinopla. Debía de haber transportado pasajeros, porque conservaba la apariencia de cierto confort. Tenía un salón con piano. Pero desde la Revolución sólo llevaba mercancías, aunque seguro que también se dedicaba a tráficos dudosos. Era un barco sucio y miserable.
«Por suerte, no es un viaje largo», se dijo Golder.
En la cubierta, un grupo de hombres, schurum-burum con los casquetes rojos calados, jugaban a las cartas sentados en el suelo. Al acercarse Golder, levantaron la cabeza. Uno de ellos agitó un collar de abalorios rosa que llevaba enrollado en el brazo y le sonrió.
– Compra algo, barin …
Golder meneó la cabeza y los apartó con suavidad valiéndose de la punta del bastón. Durante aquel primer viaje, que pervivía en su recuerdo con extraña nitidez, cuántas veces había jugado a las cartas, por la noche, en cualquier rincón del barco, con hombres como aquéllos… Hacía mucho tiempo… Los buhoneros encogieron las piernas para dejarle pasar. Golder bajó a su camarote y contempló suspirando el mar a través del ojo de buey. El barco zarpaba. Se sentó en la litera, unas tablas cubiertas con un delgado jergón relleno con una especie de paja seca y crepitante. Si no se estropeaba el tiempo, pasaría la noche en cubierta. Aunque hacía viento. El barco se balanceaba, cabeceaba. Golder miró el mar con una especie de odio. Qué harto estaba de aquel universo que no paraba de moverse, de agitarse a su alrededor… La tierra, corriendo tras las ventanillas de los coches y los trenes, aquellas olas con sus rugidos de animales inquietos, las humaredas en el tormentoso cielo de otoño… Contemplar, hasta la muerte, un horizonte inalterable…
– Estoy cansado… -murmuró.
Con el gesto instintivo y vacilante de los cardíacos, se apretó el pecho con ambas manos. Lo alzaba ligeramente, como si le ayudara, levantándolo un poco, como a un niño, como a un animal moribundo, secundando la achacosa pero tozuda máquina que latía con debilidad en su viejo cuerpo.
De pronto, tras un violento bandazo, creyó que le fallaba y luego que latía más deprisa, demasiado deprisa… En ese momento, un dolor fulminante le atravesó el hombro izquierdo. Pálido, con la cabeza gacha y una expresión de terror, Golder se quedó esperando largo rato. El ruido de su respiración parecía llenar el camarote, ahogar el estruendo del viento y el mar.
Poco a poco, el dolor remitió, se calmó y acabó desapareciendo.
– No era nada -dijo Golder tratando de sonreír-. Ya está. Jadeó con esfuerzo y, bajando la voz, repitió-: Ya está…
Se levantó tambaleante. El cielo y el mar se habían ido ensombreciendo de forma gradual. El camarote estaba tan oscuro como si fuera de noche. Por el ojo de buey sólo penetraba una extraña claridad verdosa, una luz difusa, turbia y pobre que no iluminaba. Golder buscó a tientas el abrigo, se lo puso y salió. Avanzaba con las manos extendidas, como un ciego. A cada golpe de mar, el barco entero se estremecía, alzaba la popa y, a continuación, se precipitaba al abismo de las aguas como si quisiera hundirse en él y desaparecer para siempre. Golder empezó a trepar por la empinada y estrecha escalerilla que llevaba a cubierta.
– ¡Tenga cuidado, jefe! ¡Arriba hace mucho viento! -le gritó un marinero que bajaba a toda prisa echándole una tufarada de aguardiente a la cara-. ¡Esto baila, jefe!
– Estoy acostumbrado -gruñó secamente Golder.
Pero le costó llegar a cubierta. Sobre el barco se abatían olas enormes. En un rincón, bajo una lona empapada, los schurum-burum, ovillados unos junto a otros en el suelo, temblaban como un rebaño paralizado por el terror. Al ver a Golder, uno levantó la cabeza y gritó algo con una voz aguda y quejumbrosa que se perdió en el estruendo. Golder le indicó por señas que no lo entendía. El hombre insistió alzando aún más la voz, con la cara desencajada y los ojos desorbitados. De pronto, le dio una arcada, se derrumbó y se quedó inmóvil sobre su vieja piel de carnero, entre los paquetes de mercancías y los hombres tumbados.
Golder se alejó.
Sin embargo, no pudo avanzar mucho. Se quedó de pie, inclinado hacia un lado, como un árbol doblado por la violencia del viento, con el rostro crispado y un amargo sabor a agua salada en la boca. No conseguía abrir los ojos; se aferraba con ambas manos a una barandilla de hierro empapada que le helaba los dedos.
A cada golpe de mar, el barco parecía a punto de hundirse y descuadernarse bajo el peso del agua; de sus costados se alzaba una prolongada y desgarradora queja que por unos instantes ahogaba el fragor del viento y las olas.
«Dios… -pensó Golder-. Lo que me faltaba.»
Pero no se movió. Con un extraño placer, dejaba que la tempestad azotara su viejo cuerpo. El agua de mar, mezclada con la lluvia, le resbalaba por las mejillas y los labios. Tenía el pelo y las cejas tiesos por el salitre.
De repente, una voz empezó a gritar junto a él. Pero el viento se llevaba las palabras. Golder abrió los ojos y vio la encorvada silueta de un hombre que se agarraba a la barandilla de hierro rodeándola con ambos brazos.
Una ola estalló a sus pies. Golder sintió que el agua se le metía en los ojos y la boca, y retrocedió de inmediato. El hombre lo siguió. Bajaron la escalerilla a trompicones, chocando contra el tabique en cada peldaño.
– ¡Qué tiempo…! -murmuraba en ruso el hombre, aterrorizado-. ¡Qué tiempo, Dios mío!
En la densa oscuridad, Golder apenas distinguía el largo abrigo del desconocido, que le llegaba casi hasta los pies, pero reconocía perfectamente aquel acento cantarín, que modulaba la frase como si fuera una melopea.
– ¿Su primer viaje en barco? -le preguntó Golder-. A Yid?
El hombre soltó una risita nerviosa.
– ¡Sí, sí! -respondió con voz alegre-. ¿Usted también?
– Yo también -dijo Golder sentándose en un viejo sofá de terciopelo raído que estaba arrimado a la mampara.
El desconocido se quedó de pie frente a él. Con las manos entumecidas, Golder buscó la pitillera en el bolsillo de su chaqueta, la abrió y se la tendió.
– Coge uno -le ofreció; y, al encender la cerilla y alzarla hacia el desconocido, vio un rostro pálido y joven, casi adolescente, con una nariz larga y triste, y unos ojos enormes e inquietos, húmedos y febriles, bajo una pelambrera negra, crespa y lanosa-. ¿Dé dónde eres?
– De Kremenets, señor, en Ucrania.
– Lo conozco -murmuró Golder. En sus tiempos era una aldea miserable donde los cerdos negros y los niños judíos se revolcaban juntos en el barro. No habría cambiado mucho-. Entonces, ¿te vas? ¿Para siempre?
– ¡Sí, sí!
– ¿Y por qué? Eso se hacía en mi época, pero hoy en día…
– ¡Ah, señor! -exclamó el joven judío con aquel acento cómico y doloroso a un tiempo-. ¿Es que las cosas han cambiado para nosotros? Yo, señor, soy un muchacho honrado, pero salí de la cárcel anteayer. ¿Y por qué? Me habían encargado facturar hasta Moscú un vagón de Montpensier, ya sabe, esos caramelos con sabor a fruta. Era verano y hacía un calor tremendo, así que la mercancía se derritió en el vagón. Cuando llegué a Moscú, el caramelo chorreaba de las cajas. Pero ¿que culpa tenía yo? Pues me he pasado dieciocho meses en la cárcel. Ahora que soy libre quiero ir a Europa.
– ¿Cuántos años tienes?
– Dieciocho, señor.
– ¡Ah! -murmuró Golder lentamente-. Casi los mismos que yo cuando me marché.
– ¿Es usted de esa región?
– Sí.
El chico se calló. Fumaba con avidez. En la penumbra, Golder veía moverse sus nerviosas manos, iluminadas por la brasa del cigarrillo.
– Tu primer viaje en barco… -dijo-. ¿Y adónde piensas ir?
– De momento, a París. Tengo un primo que es sastre allí. Se estableció antes de la guerra. Pero, en cuanto reúna un poco de dinero, me voy a Nueva York. ¡Nueva York…! -repitió con entusiasmo-. Allí…
Pero Golder no lo estaba escuchando. Con una especie de sordo y doloroso placer, se limitaba a observar los movimientos de las manos y los hombros del muchacho, que seguía de pie frente a él. Aquellos incesantes aspavientos que le agitaban todo el cuerpo, aquella voz atropellada que se comía las palabras, aquella fiebre, aquella fuerza joven, nerviosa… También él había tenido la ávida y exuberante juventud propia de su raza… Pero de eso hacía mucho tiempo.
– Vas a morirte de hambre, ¿sabes? -le espetó.
– ¡Bah, estoy acostumbrado!
– Sí, pero allí es peor…
– ¿Qué importa? Eso dura poco…
Golder soltó una carcajada brusca y cortante como un latigazo.
– ¿Ah, sí? ¿Eso crees? Qué tonto… Dura años y más años. Y luego no es mucho mejor…
– Luego te haces rico… -murmuró el muchacho con vehemencia.
– Luego te mueres -lo corrigió Golder-. Solo, como un perro, como has vivido…
Se interrumpió y, ahogando un gemido, echó la cabeza atrás. Otra vez aquel dolor lancinante en el hueco del hombro y la angustia del corazón, que parecía haber dejado de latir…