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Golder se encogió de hombros.

– No.

– Como quieras… pero luego te arrepentirás. Aquello era legal. -Fischl fumó en silencio durante un instante-. Oye…

– ¿Qué?

Fischl lo miró entornando los ojos.

– ¿Marcus…?

El viejo rostro de Golder permaneció impasible; sólo un músculo tembló súbitamente en una comisura de sus labios.

– ¿Marcus? Ha muerto.

– Ya lo sé -dijo Fischl bajando la voz-. Pero ¿por qué? -preguntó bajándola aún más-. ¿Qué le hiciste, viejo Caín?

– ¿Que qué le hice? Pretendió timar al viejo Golder -respondió con súbita brusquedad, y sus chupadas y cenicientas mejillas enrojecieron de golpe-. Eso es peligroso…

Fischl rió.

– Viejo Caín… -repitió regocijado-. Pero tienes razón. Yo soy demasiado bueno. -Se interrumpió y aguzó el oído-. Ahí viene tu hija, Golder.

– ¿Está dad? -gorjeó Joyce.

Golder la oyó reír e, involuntariamente, cerró los ojos, como para oírla más rato. Qué chiquilla… Qué voz, qué risa tan resplandeciente tenía… «Como el oro», se dijo con una difusa sensación placentera.

Sin embargo, no se movió, no hizo amago de ir a su encuentro, y cuando ella irrumpió en la terraza trotando con su paso ágil y vivo, que le dejaba al descubierto las rodillas bajo el corto vestido, se limitó a murmurar con ironía:

– ¿Ya estás aquí? No te esperaba tan pronto, hija…

Ella se le echó encima, le dio un beso y luego se dejó caer de espaldas en la hamaca y se tumbó con los brazos cruzados detrás de la cabeza, sonriendo y mirándolo con los ojos entrecerrados a través de sus largas pestañas.

Como a disgusto, Golder estiró lentamente la mano para posarla en sus cabellos dorados, húmedos y enmarañados por el agua del mar. Apenas parecía mirarla, pero sus penetrantes ojos percibían hasta la menor alteración de sus facciones, cada línea, cada movimiento de su rostro. Cómo había crecido… En cuatro meses se había hecho aún más hermosa, más mujer. Le desagradó advertir que se maquillaba mucho. Dios sabía que no lo necesitaba, con sus dieciocho años, su maravillosa piel de rubia, sus labios, tan delicados como pétalos, que ella teñía de una sanguina sombra púrpura. Qué pena… Suspiró, gruñó un «tonta» y murmuró:

– Estás más alta…

– Y más guapa, espero -replicó ella, incorporándose de golpe para sentarse con las piernas dobladas y los brazos alrededor de las rodillas.

Lo observaba con sus grandes y brillantes ojos negros, con esa mirada imperiosa e insolente propia de una mujer amada y deseada desde la infancia que Golder detestaba. Era increíble que, pese a eso, y pese al maquillaje y las joyas, hubiera conservado aquella risa escandalosa de niña pequeña, aquellos gestos impetuosos, demasiado bruscos, casi violentos, aquella gracia alada, radiante, jubilosa, de la extrema juventud. «No le durará mucho», se dijo, y murmuró:

– Baja, Joyce, no cabemos.

Ella le acarició la mano.

– Estoy muy contenta de verte, dad.

– ¿Necesitas dinero?

Joyce vio que su padre sonreía y asintió con la cabeza.

– Eso siempre. No sé cómo me las arreglo. Se me escurre entre los dedos -dijo Joyce separándolos-. Como el agua… No es culpa mía.

Por el jardín se acercaban dos hombres. Hoyos y un veinteañero muy atractivo, de rostro delgado y pálido, al que Golder no conocía.

– Es el príncipe Alexis de… -le susurró rápidamente al oído su hija-. Hay que llamarlo su alteza imperial.

Joyce se levantó de un brinco, se subió a horcajadas sobre la balaustrada de la terraza y gritó:

– ¡Alec! Ven… ¿Dónde te habías metido? He estado esperándote toda la mañana, estaba enfadada… Éste es dad, Alec.

El joven se acercó a Golder, lo saludó con una especie de arrogante timidez y se fue a hablar con Joyce.

– ¿De dónde ha salido ese gigoló? -preguntó Golder cuando el joven se alejó.

– Es mono, ¿verdad? -murmuró con indolencia Hoyos.

– Ya -gruñó Golder-. He preguntado de dónde ha salido -repitió impaciente.

– De una buena familia -respondió Hoyos sonriendo-. Es hijo del pobre Pierre de Carèlu, asesinado en mil novecientos dieciocho, y sobrino del rey Alejandro; hijo de su hermana.

– Tiene pinta de chulo -comentó Fischl.

– Y probablemente lo sea. ¿Quién ha dicho lo contrario?

– En cualquier caso, está con la vieja lady Rovenna.

– ¿Sólo ha conseguido eso? ¿Un muchacho tan encantador? Me extraña…

Hoyos se sentó, estiró las piernas y con esmero dispuso sus quevedos, su fino pañuelo, su periódico y sus libros sobre la mesita de mimbre. Sus largos dedos tocaban los objetos con los delicados y acariciantes ademanes que desde hacía tantos años irritaban secretamente a Golder. Hoyos encendió un cigarrillo con parsimonia. Sólo entonces se percató Golder de que la piel de las manos que sostenían el encendedor de oro estaba arrugada, floja y marchita, como una flor ajada… Era extraño constatar que también Hoyos, el apuesto aventurero, se había hecho viejo. Debía de rondar los sesenta. Pero seguía siendo un hombre atractivo, delgado, fino, de cabeza pequeña cubierta de cabellos plateados y siempre muy erguida, cuerpo esbelto, facciones puras y nariz grande, curva y enérgica, de aletas abiertas, palpitantes de pasión y vida.

Fischl se refirió a Alec con un despectivo encogimiento de hombros.

– Se rumorea que le gustan los hombres. ¿Es verdad?

– Al menos en este momento no -murmuró Hoyos mirando con ironía a Joyce y Alec-. Es muy joven. A su edad, los gustos todavía no están formados… A propósito, Golder, su Joyce está empeñada en casarse con el muchacho, ¿sabe?

Golder no respondió. Hoyos soltó una risita.

– ¿Qué? -gruñó Golder con brusquedad.

– No, nada. Me preguntaba… En fin, si permitiría usted que Joyce se casara con ese chico, que es más pobre que las ratas.

Golder movió los labios.

– ¿Por qué no? -respondió al fin.

– ¿Por qué no? -repitió Hoyos encogiéndose de hombros.

– Joyce será rica -dijo Golder, pensativo-. Y además sabe manejar a los hombres. Mírela…

Miraron. A horcajadas en la balaustrada, Joyce le hablaba a Alec en voz baja y atropellada. De vez en cuando, se mesaba el corto cabello con un movimiento rápido y se lo echaba atrás con nerviosismo. Parecía malhumorada.

Hoyos se levantó y avanzó sin hacer ruido con un malicioso guiño de sus hermosos ojos negros, que refulgían bajo las espesas cejas, salpicadas de plata oscura como pieles caras.

– Si quieres -estaba diciendo Joyce-, cogemos el coche y pasamos a España. Tengo ganas de hacer el amor allí. -Se rió y tendió los labios hacia Alec-. ¿Quieres? ¡Vamos, di algo!

– ¿Y lady Rovenna? -objetó él con una sonrisa amarga.

Joyce apretó los puños.

– ¡Esa vieja tuya! ¡La odio! No, no, vendrás conmigo, ¿lo oyes? No tienes vergüenza… Mira… -Se inclinó hacia él y, con aire misterioso, le enseñó sus marcadas ojeras-. Esto es por culpa tuya, ¿sabes?

En ese momento advirtió la presencia de Hoyos a su espalda.

– Escucha, chica -dijo él acariciándole el pelo con suavidad.

Ay, madre, casi me muero,

dijo ella con emoción.

Niña, eso sólo pasa la primera vez,

luego no.

Joyce rió agarrándose los torneados brazos.

– Qué maravilloso es el amor, ¿verdad? -dijo.

Cuando Gloria volvió, eran cerca de las tres. Lady Rovenna, con un vestido rosa; Daphné Mannering, una amiga de Joyce, con su madre y el alemán que las mantenía; el maharajá, su mujer, su amante y dos niñas pequeñas; el hijo de lady Rovenna y una bailarina argentina, María Pía, alta, morena, con la piel amarillenta, basta y perfumada como una naranja, ya se encontraban allí.

Se sentaron a la mesa. La comida fue larga, espléndida. Acabó a las cinco. Llegaron más visitas. Golder, Hoyos, Fischl y un general japonés empezaron una partida de bridge.

Acabaron al anochecer. Eran las ocho cuando la doncella de Gloria fue a anunciar a Golder de parte de ésta que estaban invitados a cenar en Miramar.

Golder se mostró indeciso, pero se sentía mejor. Subió, se vistió y luego se dirigió a la habitación de su mujer. De pie ante el enorme espejo de tres hojas, Gloria estaba acabando de arreglarse; arrodillada a sus pies, la doncella la calzaba con dificultad. Lentamente, Gloria volvió hacia él su viejo rostro maquillado, esmaltado como un plato pintado.

– No te he visto ni cinco minutos, David -le reprochó-. Siempre con las dichosas cartas… ¿Cómo me ves? No te doy un beso, que ya me he maquillado.

Gloria le tendió una mano pequeña, graciosa y cargada de abultados diamantes. Se alisó con cuidado el corto pelo rojizo.

Tenía las mejillas gruesas, como infladas, y surcadas de venillas, pero sus ojos, de un azul claro y frío, eran espléndidos.

– He adelgazado, ¿verdad? -Sonrió, y en el fondo de su boca destellaron los dientes de oro-. ¿Verdad, David? -insistió.

Despacio, para que pudiera verla mejor, giró sobre sí misma irguiendo orgullosamente el cuerpo, aún muy hermoso; los hombros, los brazos y el pecho, alto y firme, habían conservado pese a los años un esplendor extraordinario, una blancura lustrosa, una tersa y prieta textura de mármol, pero las arrugas del cuello, la carne fofa y flácida de la cara y aquel colorete rosa oscuro que adquiría tonos malvas al disminuir la luz, le conferían una decrepitud cómica y siniestra a un tiempo.