– ¿Ves como he adelgazado, David? He perdido cinco kilos en un mes, ¿verdad, Jenny? Ahora tengo un nuevo masajista, negro, naturalmente. Son los mejores. Aquí andan todas locas por él. Ha conseguido afinar incluso a la vieja Alphand, que estaba como un barril, ¿la recuerdas? Ahora parece una sílfide. Eso sí, es caro… -Se interrumpió. Se le había ido el carmín en la comisura de los labios. Cogió el pintalabios y, lenta, pacientemente, volvió a delinear en su vieja y floja boca la forma arqueada, pura y atrevida que los años habían desdibujado-. Admite que todavía no parezco demasiado mayor, ¿a que no? -dijo con una risita satisfecha.
Pero Golder la miraba sin verla. La doncella trajo un cofre. Gloria lo abrió y buscó entre las pulseras, todas amontonadas, enganchadas unas con otras, como ovillos de hilo enredados sin orden ni concierto en el fondo de un costurero.
– Deja eso, David… ¡David! -exclamó irritada al verlo manosear maquinalmente el precioso chal extendido sobre el canapé, una amplia pieza de seda tejida con hilos de oro y púrpura oscuro, decorada con bordados de pájaros escarlata y grandes flores-. David…
– ¿Qué? -gruñó Golder.
– ¿Cómo van los negocios? -Una mirada diferente, penetrante y aguda, relampagueó entre sus largas pestañas pringosas de rimel.
Él se encogió de hombros.
– Regular -dijo al fin.
– ¿Cómo regular? Mal, ¿no? David, te estoy hablando -insistió ella con impaciencia.
– No demasiado mal -respondió con desgana.
– Necesito dinero, querido…
– ¿Otra vez?
Irritada, Gloria se arrancó bruscamente la pulsera, que cerraba mal, y sin mirar la arrojó sobre la mesa; la pulsera cayó al suelo, ella le dio un puntapié y farfulló:
– ¿Cómo que otra vez? ¡No sabes cuánto me crispa que me digas eso! Pero, a ver, ¿qué quieres decir con «otra vez», eh? ¿Es que te crees que vivir no cuesta dinero? Empezando por tu Joyce… ¡Menuda es! Parece que el dinero le quema en las manos. ¿Y sabes lo que me contesta cuando me permito hacerle la menor observación? «Dad lo pagará. Y, en efecto, para ella siempre hay dinero. Yo soy la única que no necesita nada… Entonces, ¿qué? ¿Tengo que vivir del aire? ¿Qué es lo que no va bien esta vez, la Golmar?
– Ja, la Golmar! La Golmar hace tiempo que… Si no tuviéramos otra cosa que nos proporcionara ingresos, ahora mismo…
– Pero ¿hay algo interesante a la vista?
– Sí.
– ¿Qué?
– ¡Dios, me tienes harto! -le espetó Golder-. ¡Qué manía con interrogarme sobre los negocios a todas horas! ¡Si no entiendes nada, lo sabes perfectamente! ¡Condenadas mujeres! ¿Por qué te preocupas tanto? Yo sigo estando aquí, ¿no? Ese collar es nuevo… -observó procurando calmarse-. A ver…
Gloria cogió las perlas y las calentó unos instantes entre los dedos, como si se tratara de una copa de vino.
– Es una maravilla, ¿verdad? ¡Y aún me reprochas que gaste demasiado! En los tiempos que corren, las joyas son la mejor inversión. Y es una ganga, ¿sabes? Adivina cuánto me ha costado. Ochocientos mil, querido. Regalado, ¿verdad? No tienes más que ver la esmeralda del broche. ¡Lo que valdrá ella sola! Mira qué color, qué corte… ¿Y las perlas? Estas son irregulares, pero las tres de delante, ¿eh? ¡Uy, aquí encuentras unas oportunidades…! Esas pendonas, por conseguir efectivo, venden todo lo que llevan encima… ¡Ay, si me dieras un poco más de dinero…! -Su marido apretó los labios-. Hay una chica aquí… Su amante, un jovencito, lo perdió todo en el juego, y ella, desesperada, quiso venderme su abrigo, unas chinchillas preciosas… Negocié, vino aquí, se echó a llorar, le dije que no, pensando que se desesperaría aún más y me lo dejaría a un precio todavía mejor… Cómo me arrepiento ahora… Su amante se suicidó. Naturalmente, ella se ha quedado el abrigo. ¡Ay, David, si supieras qué collar se ha comprado esa vieja chocha de lady Rovenna! Una maravilla. Una cadena de diamantes… Este año ya no se llevan las perlas, ¿sabes? Bueno, pues dicen que le ha costado cinco millones. Yo he mandado arreglar una gargantilla vieja. Tendré que comprar cinco o seis diamantes grandes para alargarla… Cuando no se dispone de medios, una debe apañárselas como pueda… Pero esa lady Rovenna, ¡qué joyas tiene! Con lo fea y vieja que es… No menos de sesenta y cinco.
– Ahora mismo debes de ser mucho más rica que yo, Gloria -dijo Golder.
Ella apretó las mandíbulas con un ruidito débil y seco, como el chasquido de las fauces de un cocodrilo al cerrarse de golpe sobre una presa.
– ¡Sabes que no me gustan esas bromas!
– Gloria… -murmuró él-. Ya lo sabes, ¿no? Marcus…
– No -dijo ella distraídamente, tocándose con un dedo humedecido en perfume los lóbulos de las orejas, detrás de las perlas-. No, no lo sé. ¿Qué pasa con Marcus?
– Vaya, no lo sabes… -Golder soltó un suspiro-. Pues que se ha muerto. Ya lo hemos enterrado.
Gloria se quedó inmóvil con el vaporizador delante de la cara.
– ¡Oh! -murmuró con una expresión más suave, mezcla de pena y miedo-. No puede ser… ¿Cómo ha sido? No era tan mayor. ¿De qué ha muerto?
– Se mató. Estaba arruinado.
– Qué cobardía, ¿no te parece? -exclamó Gloria con vehemencia-. ¿Y su mujer? ¡Menudo trago para la pobre! ¿La has visto?
– Sí. Llevaba un collar de perlas grandes como nueces -rezongó Golder.
– ¿Y qué esperabas? -replicó su esposa con acritud-. ¿Que se lo diera todo para que volviera a arruinarse en la Bolsa o en otro sitio, y se matara dos años más tarde, pero esta vez dejándola sin un céntimo, eh? ¡Qué egoístas sois los hombres! Eso es lo que habrías querido, ¿no?
– Yo no quiero nada, a mí me trae sin cuidado -gruñó él-. Pero cuando pienso que nos matamos a trabajar para vosotras… -empezó, pero se interrumpió con una extraña mirada de odio.
Gloria se encogió de hombros.
– Vamos, querido, los hombres como Marcus y tú no trabajáis para vuestras mujeres, trabajáis para vosotros mismos… Sí, David, sí -insistió-. Los negocios, en el fondo, son una especie de droga, como la morfina. Si no tuvieras tus negocios, serías el hombre más desgraciado de este mundo, querido…
Golder rió nerviosamente.
– ¡Ah, qué bien lo arreglas todo, querida!
La doncella de Joyce entreabrió la puerta con suavidad.
– Me envía la señorita -le dijo a Gloria, que la miró con una expresión de frío enojo-. La señorita está lista y reclama al señor para enseñarle su vestido.
Golder se levantó al instante.
– ¡Qué pesada es esta niña! -refunfuñó Gloria-. Y tú no haces más que mimarla, como un viejo enamorado. Eres ridículo. -Se encogió de hombros a espaldas de su marido, que ya estaba saliendo-. ¡Al menos dile que se dé prisa, por amor de Dios! Siempre tengo que esperarla en el coche, mientras ella se pavonea delante del espejo. ¡Buena te va a salir ésa! Luego no digas que no te lo advertí… ¿Has visto cómo se comporta con los hombres? Dile de mi parte que, si no está lista en diez minutos, me voy sin ella. Y ya os apañaréis.
Golder salió sin responder. En la galería, se detuvo y aspiró sonriendo el perfume de Joyce, tan penetrante y tenaz que aromatizaba toda la planta como un ramo de rosas.
Ella reconoció sus pasos, que hacían crujir el parquet bajo el peso de su cuerpo, y preguntó:
– ¿Eres tú, dad? Entra…
Estaba de pie ante el gran espejo en medio de la iluminada habitación, provocando con el pie a Jill, el pequeño pequinés de pelaje dorado. Sonrió, ladeó su bonita cabeza y preguntó:
– ¿Te gusta, dad? -Iba vestida de blanco y plata. Mientras él la admiraba complacido, hizo una pequeña mueca y, con un gesto de la barbilla, se señaló el cuello, perfecto y fuerte, y los maravillosos hombros-. No voy muy escotada, ¿verdad?
– ¿Se te puede besar?
Ella se acercó, le ofreció una mejilla delicadamente maquillada y lo rozó con la comisura de los labios pintados.
– Te maquillas demasiado, Joy.
– Qué remedio… Tengo las mejillas muy pálidas. Duermo poco, fumo mucho y bailo más -repuso ella con indiferencia.
– Claro… Las mujeres sois tontas -gruñó Golder-. Y tú estás más loca que ninguna.
– Me gusta tanto bailar… -murmuró Joyce entornando los párpados. Sus hermosos labios temblaban.
Seguía de pie frente a él, con las manos olvidadas en las suyas, pero sus grandes y brillantes ojos no lo miraban; se contemplaban en el espejo situado detrás de Golder, que no pudo reprimir una sonrisa.
– ¡Joyce! ¡Cada día eres más coqueta, hija mía! Tiene razón tu madre…
– ¡Mira quién fue a hablar! -exclamó la chica con viveza-. Ella es mucho más coqueta que yo, y no tiene excusa, porque es vieja y fea, mientras que yo… Yo soy guapa, ¿verdad, dad?
Él le pellizcó la mejilla, riendo.
– ¡Eso espero! No me gustaría tener una hija fea… -empezó, pero de pronto palideció y, llevándose una mano al corazón, empezó a jadear con los ojos desorbitados por un súbito terror; al cabo de unos instantes, soltó un suspiro y volvió a bajar el brazo. El dolor había desaparecido, pero lentamente, como a regañadientes. Hizo a un lado a Joyce, sacó el pañuelo y se secó una y otra vez la frente y las mejillas frías-. Dame agua, hija.
La chica llamó a su doncella, que estaba en la habitación contigua. Poco después la muchacha apareció con un vaso de agua y Golder bebió con avidez. Joyce había cogido el espejo de mano y canturreaba arreglándose el pelo.
– ¿Qué me has comprado, daddy? -El no respondió. Joyce volvió a su lado y se le sentó en las rodillas-. Daddy, daddy, mírame… Pero bueno, ¿qué te pasa? ¡Responde! No me hagas rabiar… -Maquinalmente, Golder sacó la cartera y le dio varios billetes de mil francos-. ¿Sólo esto?
– Sí. ¿No es suficiente? -murmuró Golder tratando de sonreír.
– No. Quiero un coche nuevo.
– ¿Cómo? ¿Y el otro?
– Es demasiado pequeño, me he cansado de él… Quiero un Bugatti. Quiero ir a Madrid con… -Se interrumpió.